Portègne intégral, trempé dans le fantastique rio-platense dès la naissance, Isodoro Blaisten, argentin, a lu Pessoa, Joyce, Kafka ; de parents juifs d'Europe centrale, pratiquant cet humour génériquement autodérisoire, humour qu'ont encore enrichi les héritages ibérique et italien, il est ce Samnel Socovitsky connu sous les pseudonymes de Nacho Mendoza, poète sensible au jargon des rues; parolier de tangos, traînant sa nostalgie d'une ruelle inconsolable où les fenêtres meurent de froid, d'un pays où les tilleuls ont un parfum de retour, et Isidoro Blaisten, cet écrivain au regard aigü qui parcourt les rues de Buenos Aires pour nous conter les aventures de ses héros aux ailes brisées...
31/Ago/04
Falleció el escritor argentino Isidoro Blaisten El brillante cuentista murió al poco tiempo de publicar su primera novela. El Fondo de las Artes premió su trayectoria. Era miembro de la Academia de Letras. Tenía 71 años. (La Nación) A los 71 años falleció, víctima de una afección pulmonar, el escritor Isidoro Blaisten, una de las figuras más lúcidas y prestigiosas de las letras argentinas. Cultivaba con maestría el género del cuento, en el que se destacaba por el tratamiento del lenguaje y su brillante creatividad. Tenía el oficio de narrar la realidad, muchas veces con buen humor, siempre con profundidad. Hombre de extrema sensibilidad, modesto y afable, veía el mundo con los ojos de la poesía. No ocultaba su melancolía cuando le tocaba reflexionar sobre la realidad del país. Hace dos semanas, su palabra reflexiva y lúcida, había prestigiado en La Nación la serie de "Los intelectuales y el país". Frecuente colaborador de este diario, acababa de publicar su primera novela Voces en la noche. Su compromiso con el pensamiento y la libertad de expresión lo llevó a vivir situaciones ingratas. Fiel a sus convicciones, no lo atemorizaban las amenazas que recibió por su origen judío. Nacido en 1933, en Concordia, se radicó en Buenos Aires y pronto asumió los rasgos de un porteño incorregible. Comenzó su actividad literaria en la revista Siglo XX, con Juan Caros Portantiero y Héctor Julio Rodríguez Tomé. Frecuentó la publicidad y el periodismo —escribía una columna en el diario Democracia— y trabajó de fotógrafo de niños. En 1965 publicó su primer libro de poemas Sucedió en la lluvia, premiado por el Fondo Nacional de las Artes, que hace cuatro años volvió a distinguirlo por su trayectoria. Sus textos publicados en la revista literaria El Escarabajo de Oro fueron su bautismo de fuego en el género de cuentos. En un hecho poco frecuente, en 1968 logró los tres primeros premios del concurso latinoamericano de cuentos organizado por la publicación. Sus cuentos en forma de libro llegaron con La felicidad (1969), al que siguieron La salvación (1972) y El mago (1974), donde combinaba cuentos breves con textos de humor. Por esta obra recibió el Premio Municipal de Narrativa. Amante de la literatura, trabajaba en una librería de San Juan y Boedo, punto de reunión de muchos escritores. En 1980 escribió Dublín al Sur, una de sus obras cumbre. Por esta antología de cuentos, publicada por El Cid Editor, recibió el tercer Premio Nacional de Literatura. En 1982 publicó Cerrado por melancolía, donde reflexionaba: "A lo mejor escribir no sea más que una de las formas de organizar la locura". En 1982 reunió toda su obra narrativa en Cuentos anteriores y en 1983 sorprendió a los lectores con Anticonferencias, donde con humor y lirismo proponía crear un género literario nuevo, entre el ensayo y la narrativa. La crítica y los lectores también disfrutaron de Carroza y reina (1986), por el que recibió el Premio Municipal de Literatura, y Al acecho (1995). Su calidad literaria y su capacidad para la reflexión fueron reconocidas por autores de prestigio internacional, como el novelista chileno José Donoso, quien lo definió como uno de los más importantes narradores argentinos de su tiempo. Era miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Sus obras fueron traducidas al alemán, al inglés y al francés. Entre otros reconocimientos, obtuvo la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). http://axxon.com.ar Dublin au Sud Broché: 192 pages Editeur : Gallimard (18 octobre 1989) Collection : Du monde entier Douze nouvelles hilarantes, sordides ou grotesques, qui sont autant de sketches mettant en scène la petit peuple débrouillard des rues de Buenos Aires à la poursuite du bonheur. Dans la veine de ces "conteurs de l'absurde" qui ont redonné au populisme ses lettres de noblesse. Contes de la folie ordinaire, douze nouvelles, un seul recueil traduit, pour s'immerger dans un univers où le contre-pied est de rigueur. Les personnages de Blaisten sont des médiocres aux ailes brisées. Certains jours, empêtrés dans le quotidien le plus sordide, la cicatrice se met à démanger, et l'obsession de sa présence suffit à leur faire perdre pied dans ce réel qui leur allait pourtant si bien. La chute alors ne consacre pas que la fin d'un récit, elle est bien une sorte de sanction qui leur est appliquée: ils auraient vraiment dû rester à leur place.Traduction de l'espagnol par Jean-Claude Masson. DUBLIN AL SUR
(ISIDORO BLAISTEN)
La puntualidad es la cortesía de los reyes A las 12 Y 45 se va a matar. Son ahora exactamente las 10 y 36 de la noche. De manera que faltan dos horas y 9 minutos. A las 12 y 39 se va a arrodillar al lado de la biblioteca y del estante de abajo va a sacar la caja de la Luger. La caja de la Luger es de caoba, con dos precintos rebatibles que se abren haciendo presión. Los va a soltar, va a levantar la tapa y antes de poner la mano abierta por debajo de la empuñadura, antes de apretar el acanalado de fieltro, va a acariciar con la yema de los dedos, como un ciego, toda la superficie de acero empavonado. "Una maravilla, una belleza, una joya mecánica." Inmediatamente va a tener una visión. Se ve hablando otra vez de la Luger, contando la historia que cuenta siempre y que ya no va a volver a contar. "Una maravilla, una belleza, una joya mecánica. Fijáte vos qué bien hecha estará que desde la guerra del catorce que no le cambian el diseño. No, mucho antes todavía. La inventaron por . Calculá que yo vi una foto del modelo de 1896. Ahora, ¿sabés que el que la inventó primero no fue Luger, no? No, fue Bochar, o Bochart, nunca me sale el nombre." Con la diferencia de que esta vez no habrá nadie para decir: "Mirá vos, yo que creía que", nadie para preguntarle: "Pero entonces ¿por qué se llama Luger?", nadie para que él pueda responder: "Se llama Luger porque la inventó el ingeniero Luger, George Luger, el inventor de la Parabellum. ¿Y sabés por qué se llama Parabellum? Porque Parabellum quiere decir en latín: para la guerra, para lo bélico, para la beligerancia. Sí, sí, podrá ser en latín germánico. Pero lo interesante del caso es esto, fijáte: dos inventores que no se conocen, uno en Alemania, otro en los Estados Unidos, inventan lo mismo, el mismo año, con el mismo diseño, ¿qué me decís? ¿Y sabés quién fue Bochar? El inventor del Sharp 44. ¿Y sabés lo que es el Sharp 44? Es un fusil que usaba el coronel William Cody, Búfalo Bill. Un fusil de retroceso. Parecía un cañón. Lo apoyabas mal y te quedabas sin hombro. ¿Y qué te parece? Para matar búfalos era. Un genio de la mecánica el Bochar este. Además tenés que ver la cantidad de máquinas que inventó: mirá, inventó una máquina que lubricaba balas de plomo, una máquina para envolver balas en papel, otra para enderezar el alambre de acero, después quemadores de gas, rulemanes, un genio. Ahora, hay quien dice que Luger le copió el diseño a Bochar, pero yo creo, porque." No va a haber nadie para que él pueda contar cómo fue que Luger y Bochar se conocen por fin en 1895, cómo después se enemistaron para siempre, cómo se vuelven a encontrar en 1900, en los Estados Unidos, cuando la Marina hace las pruebas para. Nadie. Aunque por esta vez, ya sobre el filo de las 12 y 45 va a ver algo que nunca vio antes: va a estar con él, con uniforme caqui, con enormes antiparras como el mariscal Rommel, allá, en el Afrika Korps, emergiendo de la torreta abierta del tanque insignia, llevando la mano hacia la funda de la Luger mientras los disparos de las bazucas atraviesan el cielo del desierto, a las 12 y 44 de la noche. Pero todavía falta. Son ahora las 10 y 36 y apenas hace un minuto que María del Carmen bajó el último escalón y su nuca, mejor dicho el pelo de la nuca de María del Carmen, ha dejado de verse, y sólo quedó el resplandor del cartel de YPF y él acaba de cerrar el ventanuco y ha vuelto a la cama. (...) © de Dublín al Sur, Emecé.
Osvaldo Gallone"La risa del desesperado"Semblanza de Isidoro Blaistein
Su producción literaria comenzó con un libro de poesías (Sucedió en la lluvia, 1965) y culminó con una novela (Voces en la noche, 2004). Entre uno y otro extremo, escribió algunos de los mejores cuentos publicados durante el último medio siglo en lengua castellana, cuentos que por derecho propio podrían integrar (y, de hecho, integran) las antologías más exigentes; el elogio no es menor en un país de cuentistas (Borges, Cortázar, Bioy Casares, por no agotar una lista inagotable) situado en un continente de cuentistas (Onetti, Monterroso, Ribeyro, por no agotar otra lista inagotable). Ya en su primer libro de cuentos (La felicidad, 1969), Isidoro Blaisten consuma dos cuentos que bien pueden aspirar a la categoría de perfectos: intransferibles a otros códigos que no sean los propios y ajustándose a un equilibrio perfecto entre fondo y forma (esos dos elementos perimidos y depreciados por cada nueva vanguardia y que, sin embargo, siguen siendo las piedras basales sobre las que se apoya la arquitectura de la letra): “El tío Facundo” y “Los tarmas”. Pasan los años y sigue siendo inolvidable ese personaje excesivo y jocundo que retorna al seno familiar (mamá, papá, la hermana y el yo narrador) para transformarlo; esa familia de clase media porteña, adocenada y carente de relieve (que bien podría definirse como “familia cortazariana”) que es seducida por el tío Facundo y que termina matándolo porque el tío Facundo ha hecho mucho más que transformarla, la ha desquiciado. Con no menos gallardía y solidez ha pasado la prueba del tiempo (la prueba del ácido) “Los tarmas”, ese grupo de gente metódica y desesperada (metódica en su desesperación) que se asimila a “los termes, que no dejan nada cuando pasan”: con falsos carnés, apellidos adulterados y títulos imaginarios invaden velatorios, ágapes y vernissages para hacer acopio de comida, ropa, donaciones o cuanto fuera menester para la supervivencia diaria: no dejan nada cuando pasan porque tampoco a ellos el azar —uno de los nombres de la fatalidad— les ha dejado nada. “Mishiadura en Aries”, incluido en su segundo libro de cuentos (La salvación, 1971), exhibe uno de los perfiles más relevantes de la narrativa de Blaisten: su notable percepción auditiva, su capacidad para trasladar a la escritura los modos del habla a partir de un proceso de laboriosa transformación (en tanto que no se escribe como se habla, la mera traslación de un registro a otro redunda en una ineficaz servidumbre mimética). “Mishiadura...” es un largo monólogo que parodia hasta la irrisión los tics y afectaciones de un lenguaje que inficionó el habla porteña durante los setenta y que pretendía —sin lograrlo— articular con propiedad los conceptos del psicoanálisis y del estructuralismo al uso. Vale destacar otro cuento de La salvación: “La puerta en dos”, la historia de Isidoro Fleites, un hombre de treinta y siete años que en su empeño —absurdo, agónico, desesperado— por transformar una vieja puerta de cedro en una biblioteca para acomodar en sus estantes la colección completa de la revista deportiva El Gráfico renuncia a su familia, a su trabajo, a su futuro. El mago (1974) es un libro inclasificable (se le puede reconocer un parentesco lejano con La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar) donde alternan cuentos breves, brevísimos, diálogos disparatados, parodias lingüísticas y una balada que, con toda justicia, se ha terminado por convertir en célebre: la “Balada del boludo” (brasseniana, sin duda, pero también e indiscutiblemente blaisteniana). Con todo y en su conjunto, El mago suele incurrir en exceso de ingenio, en una irreverencia que en muchas ocasiones se desborda y se termina agotando en el chiste o en el mero desenfado, sin otra ulterioridad que la sostenga o la justifique. Es en los tres libros posteriores (Dublín al sur, 1980; Cerrado por melancolía, 1981; y Carroza y reina, 1986) donde Blaisten alcanza la medida exacta entre humor y reflexión, y accede al magisterio del cuento. Repartidos entre esos tres libros están los cuentos “Dublín al sur” (una impecable parodia del Ulises en lo que comporta el género de celebración y homenaje), “Cerrado por melancolía” (un texto fundacional, un atomizado Bildungsroman en el que la escritura opera como gesto iniciático y redentor), “El total” (en rigor, una nouvelle que da cuenta del doloroso agobio de la locura), “Lotz no contesta” (una prueba palmaria de que el cuento como género se asienta en el elemento elidido, deliberadamente silenciado), “Permiso, maestro” (que bien puede parangonarse con los célebres “cuentos de escritores” de Henry James, más concretamente con “La figura en el tapiz”), “Carroza y reina” (un entrañable homenaje a la porteñísima esquina de San Juan y Boedo). Aun después de Carroza y reina, Blaisten publicaría otro libro de cuentos, Al acecho, en la cual la pieza que da título al volumen es una pequeña obra maestra del género policial: la mitad de los lectores —como bien observara Vicente Battista— no advierte quién es el asesino. Se ha escrito mucho, y con razón, del humor de Blaisten; se ha escrito menos de la melancolía que tiñe sus relatos; menos aún de la desesperación que se desprende de los mismos. El propio Blaisten supo definir el humor de un modo inmejorable: “es una aristocracia del alma”, pero también señaló: “un humorista es un escritor que se ríe de nervios (...) el humorismo es la penúltima etapa de la desesperación.” Resulta evidente que el humorismo campea en la literatura de Blaisten bajo la forma del repentismo verbal, la parodia lingüística, el anacronismo suntuoso y el disparate, un tono absolutamente porteño que enmascara la burla detrás de una máscara de envarada seriedad (basta leer textos como “El gran poeta”, “Mishiadura en Aries”, “Victorcito, el hombre oblicuo”, “La felicidad”, “Ultima empresa” o “Dublín al sur”, entre otros; o los dos libros en los que el autor expone con irresistible gracia su estética, sus obsesiones, sus recuerdos: Anticonferencias y Cuando éramos felices). Pero no es menos cierto que pocos autores han hollado con tanto empecinamiento (y necesidad) la tierra de la melancolía. Los años que van de 1513 a 1515 conforman el período de los grandes grabados en cobre de Durero: El caballero, la muerte y el diablo (1513), San Jerónimo en su celda (1515), y el más conocido de todos, que data de 1514: Melancholia. Este último muestra a una figura alada —a cuya vera está encaramado un pequeño ángel o querubín—, sentada junto a una construcción severamente dañada o a punto de ser demolida. Ensimismada y sola, está rodeada de objetos: una esfera, una espada cuyo filo se adivina inservible, una balanza, una campana, una tabla numérica, listones de madera, un reloj de arena, cajas a medio abrir, elementos de medición propios de la actividad científica, y hasta un perro flaco, con los ojos clavados en el piso, las costillas dibujadas sobre el lomo y arrebujado en su propia precariedad. La mirada de la figura principal se pierde en un punto que bien se puede asimilar a la nada; a diferencia del Autorretrato con pelliza, de 1500, cuya hierática mirada no tiene fondo; el fondo de esta mirada melancólica, en cambio, es un cansancio indisimulable. El objeto ejerce aquí una inflexible gravitación: no hay espacio que no haya sido sometido a la presencia de un objeto, no hay sobrecarga por imposibilidad de estilización (pocos artistas más sutiles que Durero) sino aliento barroco por voluntad arborescente. Este ámbito abigarrado acaso contribuya a explicar el agobio que transmite la figura principal. En ese compendio de pequeñas obras maestras agrupadas bajo el título de El Renacimiento, Walter Pater señala con acierto que La Gioconda, de Leonardo, sólo puede ser parangonada en fuerza sugestiva con la Melancholia, de Durero. En su edición de 1912, el Diccionario Enciclopédico Hispano—Americano define la melancolía como un humor —en el sentido hipocrático del término— que se traduce en una tristeza vaga, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que el que la padece no encuentre gusto ni diversión en cosa alguna; el melancólico puede permanecer durante horas en el mismo lugar, con un gesto que expresa tristeza, sufrimiento y angustia. Tal encuadre de corte positivista conviene tanto al tema —creo— como el consagrado por Freud en el artículo “La aflicción y la melancolía” (El malestar en la cultura). Me he permitido abusar de la digresión —y de la paciencia del lector— porque estimo que en el grabado de Durero y en la definición clásica del concepto de melancolía se compendia el universo narrativo de Blaisten que, en una lectura superficial, puede asimilarse a una mera humorada. En ese universo se constituye el imperio del objeto: una geografía conformada por puertas, teodolitos, lápices, lapiceras, puñales, armas, monedas, cigarrillos, planchas de aluminio, reglas T, ceniceros o banderines. Una abigarrada profusión de objetos que subsume al sujeto, lo condena a una melancolía sin nombre y lo destituye de su identidad (un proceso respecto del cual “Cerrado por melancolía” es un cuento paradigmático). El sujeto blaisteniano se salva por la creatividad (inventa empresas para sobrevivir, una supervivencia que se despliega en sus dos vertientes: la económica y la existencial) o bien se diluye en la más ciega desesperación (que toma, generalmente, las formas del suicidio: “La puntualidad es la cortesía de los reyes”, “El total”). De la aristocracia del alma se pasa al desasosiego del espíritu. Pienso que el germen de Voces en la noche, la primera y única novela de Blaisten, se puede hallar en “Epílogo y otras maneras”, esa íntima coda autobiográfica que cierra el tomo de cuentos Carroza y reina: “me di cuenta de que los lectores no existían, de que sólo eran una denominación que habíamos inventado para calmar la angustia”. El innominado protagonista de Voces en la noche, un vendedor de camisones y baby—dolls, asume una misión impostergable: eliminar a un desconocido que está dispuesto a arruinar la literatura para todas las generaciones venideras. Cuando, hacia el final de su peripecia, pregunta por qué ha sido elegido, la respuesta no deja de ser harto significativa: “Usted es el único lector que queda. El último lector puro. El último y el único lector que nunca pretendió escribir.” Resultaría sencillo puntualizar las referencias consagradas y reconocibles que resuenan en la novela: desde Kafka (al cabo, es una Corporación la que pretende que la literatura desaparezca) hasta Borges (el paisaje es un Buenos Aires sugerido pero nunca nombrado, como en “La muerte y la brújula”); más pertinente sería afirmar que la novela está atravesada por las marcas inequívocas que caracterizan toda la producción de Blaisten: una profunda melancolía (traducida en piezas de pensión, rutinas minuciosas, pequeñas miserias y condignas privaciones) mitigada por una instrumentación ejemplar del humor y del absurdo (entre las voces que el protagonista escucha está la de la señora Tokoyama, que le transmite las enseñanzas de un desopilante maestro zen), una galería de personajes que oscila entre la angustia existencial y el dislate, el eximio manejo de la parodia y del tempo narrativo (en cuyo transcurso se verifica el irrefutable triunfo de la ficción: lo aparentemente inverosímil se torna verosímil y el lector suspende su incredulidad a lo largo de los doscientos cuarenta y nueve breves capítulos en los que se divide el libro). Para Walter Pater, el estilo es “un mismo estado de alma que informa el todo”. No es de extrañar, pues, que los personajes de Voces en la noche compartan la misma estirpe que aquellos que protagonizan los cuentos del autor: Anselmi, Boris, los comerciantes armenios Ruganián y Marsupián, Gregorio Herrero (cuya profesión es la de herrero), entre otros. Pocos autores en la literatura argentina han acuñado un estilo con mayor felicidad que Blaisten, un estado de alma que informa el todo y que ha sabido eludir con autoridad y gracia los modos al uso, las arbitrarias tendencias del mercado y la penosa jerga que la Academia celebra y brinda acceso al dudoso paraíso del canon. Voces en la noche es una novela soberbiamente escrita; echar mano de semejante perogrullada (un escritor debe escribir bien; nadie se asombra de que el piloto conduzca su avión a destino, o de que el electricista logre subsanar un cortocircuito) reconoce su razón de ser: en un panorama narrativo en el cual, salvo honrosas excepciones, el único registro que parece tener la palabra es el operativo (indigencia que la reduce a su estricta enunciación), poner de relieve el carácter eufónico de Voces en la noche no parece un dato menor. No es gratuito que el primer libro de Blaisten haya sido un libro de poemas, se puede pensar que nunca dejó de usar la palabra en un registro poético: vale decir, ese registro en cuyo seno la palabra no sólo dice, sino que resuena; no sólo es instrumental, sino que es metafórica; no sólo señala, sino que reverbera. Para citar de nuevo a Pater, “todo arte aspira constantemente al estado de música.” En este sentido, Blaisten ha sido siempre un soberbio intérprete. Desearía concluir este bosquejo con una nota de orden eminentemente personal. Cuando estaba terminando de leer Voces en la noche, me anunciaron la muerte de Isidoro Ike Blaisten a los setenta y un años de edad (había nacido en 1933, murió el domingo 29 de agosto de este año). Creo —quisiera creer— que la irreprimible hilaridad que me produjeron algunas escenas de Voces en la noche, junto con el rendido asombro de siempre por una prosa impecable, fueron un réquiem que él no hubiera desaprobado. Alguna vez confesó: “Creo que si pudiera escribir cinco cuentos perfectos mi vida estaría justificada”; escribió más de cinco cuentos perfectos; su vida, pues, estuvo justificada con holgura. Me tomo el insensato atrevimiento de parafrasear a Cervantes a modo de fraternal despedida: “No más, Ike, sino que Dios te guarde, y a mí me dé paciencia”. http://www.abanico.edu.ar
Por Isidoro Blaisten
Para La Nación - Buenos Aires, 2002. La Nación Line - 12/junio/2002 El autor de Anticonferencias y Carroza y reina es uno de los cuentistas más notables de la Argentina, pero tiene un pasado oculto de poeta que ha dejado rastros en su escritura y en su pensamiento. En este artículo reflexiona sobre la predisposición trágica de quienes practican la poesía, compensada por una mirada inclinada a considerar ciertos aspectos del mundo con una sonrisa. En el fondo, sostiene, la poesía y el humor están unidos por la transgresión. Este pomposo título Latinoamérica dos puntos el humor de los poetas merece ser aclarado. Me parece que, salvo los dos puntos, habría que definir qué es Latinoamérica, qué es el humor y qué son los poetas. Dicho así parecería anunciar la antesala del tedio, la puerta cancel del aburrimiento. No alarmarse. Seré breve, conciso y discutible. Ante todo, hay que aclarar que al decir Latinoamérica nos referimos a su literatura y que nos circunscribimos al español, este hermoso idioma que todos hablamos y que nos une y nos separa, nos une en la integración y nos separa en las diferencias. Es cierto, todos los latinoamericanos de habla española sabemos de qué estamos hablando cuando pronunciamos la palabra amor o la palabra rosa. Pero muchas veces las diferencias son abismales. No hace mucho en un encuentro de escritores, una novelista argentina contó que en una pared de Rosario había visto un graffiti que decía: “Démosle una mano a Cervantes”. Los argentinos nos reímos; el resto de los hermanos latinoamericanos esperaron que termináramos de reírnos con un silencio educado. Evidentemente, la expresión “dar una mano” no tenía el mismo sentido para todos. Como vemos, la integración latinoamericana no es tan simple. Y aquí viene una curiosa y extraña coincidencia entre dos grandes escritores. Uno de izquierda, el otro no. Estoy seguro de que ustedes se van a dar cuenta de quién es uno y de quién es otro. Jorge Amado, en cuyo país se habla el portugués, dice, refiriéndose a la literatura latinoamericana, que existen 23 literaturas latinoamericanas, una por cada país, y textualmente afirma lo siguiente: “Por eso digo siempre que la literatura latinoamericana no existe, que existen literaturas... Nada es más diferente de un escritor argentino que un escritor mexicano, de un escritor chileno que un escritor cubano; son por entero diferentes. Son literaturas diferentes”. Ahora, Borges es aún más terminante, por no decir lapidario. Dice: “Yo no creo que Latinoamérica exista. Pienso que es una especie de haraganería, de comodidad [...]. Hablar de América latina es una generalización que no corresponde a la realidad. Latinoamérica es una superstición y la literatura latinoamericana otra superstición. Acá en el Sur, nosotros nunca pensamos como latinoamericanos. En lo que hace a mí mismo, me considero como un argentino, no como un brasileño, un colombiano o un uruguayo. No quiero decir que sea mejor ser argentino que ser brasileño, colombiano o uruguayo. Lo que quiero decir es que nunca pienso que soy un mexicano. ¿Por qué habría de pensar que soy un mexicano cuando en realidad no lo soy?”. Bueno, ya definimos Latinoamérica. Ya resolvimos el acertijo. Ahora faltan el humor y los poetas. Y, sin pretender que nadie me acuse de autoplagio, sin pretender que nadie me compare con Camilo José Cela que inauguró cuatro congresos distintos con el mismo discurso, humildemente voy a citarme a mí mismo y a mis libros Anticonferencias y Cuando éramos felices, cuando lo crea necesario. En esos libros dije que el humor se parece a la poesía por su mecanismo. Es siempre, en esencia, una metáfora. Establece un misterioso nexo entre dos cosas aparentemente imposibles de comparar. Tanto el humor como la poesía encierran en su mecanismo el júbilo del descubrimiento. Pero mientras la poesía descubre, descorre el velo de la belleza, el humor desgarra el velo de la estupidez humana. El humor, como la poesía, no es algo que se explica. Borges dice que sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, y agrega: “Hay personas que sienten escasamente la poesía; generalmente se dedican a enseñarla”. Yo estoy de acuerdo con Borges y tengo para mí que el humor como la poesía, de alguna manera, nos ofrece un ordenamiento del caos, quizá la única forma de ordenamiento, la única forma de salvación, la del absurdo. Por eso decía Lugones: “Yo sé que dos más dos son cuatro, pero me da una rabia”. Creo que esto es un ejemplo de humor poético. Como lo es esta frase de Federico Peralta Ramos que me llega en una invitación, mientras escribo estas líneas. Dice así: “Solamente consiguen un oasis aquellos que se bancan el desierto”. Para mí esta frase es una maravilla. “Solamente consiguen un oasis aquellos que se bancan el desierto”. “Bancarse el desierto” es propiedad del poeta y aun en situaciones límite el poeta tiene noción de su cometido. Cuando Enrique Heine se moría, su mujer, que le había amargado la vida, le dijo: —Te estás muriendo, Enrique. Encomiéndate a Dios para que te perdone. —No te preocupes —le dijo Heine—. Perdonar es su oficio. Esto conté en mi libro Anticonferencias, y ahí escribí también: “Sé que la poesía conduce a la locura y que un poeta es como un cartero que corre envuelto en llamas, alguien que corre envuelto en fuego con algo en la mano que tiene que entregar”. ¡Qué alegre que estoy! Hoy, ahora, veinte años después, pienso que esa disposición trágica que tienen los poetas, me atrevería a decir: todos los poetas, se compensa con la exacerbación constante, permanente y cotidiana del humor. Pero esa exaltación del humor no siempre la vamos a encontrar en su poesía. Después de recorrer Los mejores poemas de Amado Nervo, buscando algo “edificante”, como diría mi madre, sólo encontré estos versos: Llegó la luz serena, y a levantarme voy. La noche se aleja como una gran pena; ¡Qué alegre que estoy! El hilo del agua, la trémula brisa, sus más alegres cosas empiezan a decir. El cielo resplandece como una gran sonrisa ¡qué bello es vivir! La verdad, después de esto, creo que todos seguimos prefiriendo al poeta triste de “La amada inmóvil”. Pero estoy seguro de que siempre la poesía y el humor tendrán en común la transgresión de la realidad. Tanto la poesía como el humor destruyen, sin proponérselo, todo lo que en la vida nos resulta insoportable. En un congreso que se hizo en Chile en 1992, y que se llamaba “Juntémonos en Chile”, el gran poeta ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, asediado por jóvenes y no tan jóvenes poetas que le tendían sus poemarios dedicados, les preguntó con su voz grave y despaciosa si sabían lo que había dicho Tito Monterroso. No lo sabían. “Poeta —dijo Adoum que había dicho Tito Monterroso—, no regales tu libro: tíralo tú mismo”. En ese mismo congreso latinoamericano, en la mesa redonda sobre “El racismo y los derechos humanos en la literatura de América latina”, Adoum en su ponencia dijo que la última propuesta de un movimiento contra la discriminación de los grupos minoritarios había cambiado la denominación de los gordos y los borrachos, de tal forma que un alcohólico es un individuo de temperancia restringida y un obeso es una persona de desplazamiento amplio. El poeta cubano Fernández Retamar se proclamó como uno de los últimos románticos, uno de los últimos mohicanos: “Yo no estoy con la revolución cubana —dijo—; yo soy la revolución cubana”. Lo cual no le impidió contar un chiste que circulaba en Cuba. En una conferencia de prensa, Fidel Castro dice: —El primer problema de Cuba es la comida. —¿Y el segundo, Fidel? —le pregunta un periodista. —El almuerzo. Como se ve, el humor de los poetas iba destruyendo la pomposidad de ciertos temas. Sin embargo, el humor es difícil de encontrar en la poesía de esos mismos poetas. Pareciera ser que la poesía no está hecha para la dulce alegría que entraña el humor. Y los poetas tienen razón. Imaginemos un poema que nos hable de lo bien que le va al poeta y a su señora. Los dos tienen un buen trabajo y cinco chicos que no les traen ningún problema. Cada uno de los chicos tiene su cuarto propio. Los dos adolescentes, el casalito, la nena y el varón, no han probado jamás la droga y a la nena jamás le pasó nada en el picnic del Día del Estudiante. El poeta y su señora han pagado ya la última cuota de la casita y ahora van a sacar un crédito para otra casita en un country. Además de provocar una envidia feroz, todo esto carece de sustancia poética porque, generalmente, por no decir siempre, es la tristeza el único motor poético. Es siempre la imposibilidad, como en el poema de Lugones. La posibilidad de la pérdida nos descubre el amor. Dice Lugones: Al promediar la tarde de aquel día, Cuando iba mi habitual adiós a darte, Fue una vaga congoja de dejarte Lo que me hizo saber que te quería. Esa vaga congoja de la despedida hace que el poeta se dé cuenta de que está perdidamente enamorado. No es lo mismo sentir una vaga congoja de dejarla que decirle “Chaucito” o “Se non ti vedo piú” o “Nos hablamos”. Estos versos: “Fue una vaga congoja de dejarte / Lo que me hizo saber que te quería”, valen para mí por todo un tratado de psicología, porque el hombre o la mujer que sienta esa vaga congoja está irremediablemente enamorado. Pero quizá fue Rubén Darío el poeta que escribió algo que a mi madre le habría parecido realmente edificante. Rubén Darío tuvo la presunción de la alegría, la celebración del poema donde lo vital se aúna con la tristeza. Quién no recuerda la “Sonatina” de Darío: “La princesa está triste”; pero con la misma enjundia, el mismo fervor y la misma perfección, escribe un soneto que, según mi humilde opinión, es una especie de oda a la alegría. El soneto se llama “A los poetas risueños”; transcribo estos versos: Anacreonte, padre de la sana alegría; Ovidio, sacerdote de la ciencia amorosa; Quevedo, en cuyo cáliz licor jovial rebosa; ... Prefiero vuestra risa sonora, vuestra musa risueña, vuestros versos perfumados de vino, a los versos de sombra y a la canción confusa. Que al fin más fea es la muerte En todos los grandes poetas hay un sustrato de alegría, una ambición de dicha que muchas veces desbarata la tragedia de sus vidas, como una compensación quizás o como un tributo. Acerca de esta necesidad resultan extremadamente lúcidos estos Versos sencillos de José Martí: ¡Penas! ¿Quién osa decir que tengo yo penas? Luego, después del rayo, y del fuego, tendré tiempo de sufrir. En una anticonferencia titulada “Para qué sirve un poeta”, hablé de los poetas sin tinta: “Los poetas sin tinta son, a saber: los chicos, los locos y el pueblo”. Quiero decir que hay invenciones verbales que constituyen toda una creación que nadie registra: son la oculta poesía del pueblo. En Cuba, cuando Nikita Kruschev decidió, ante la presión de los Estados Unidos, retirar los misiles rusos de la isla, surgió un estribillo que los cubanos cantaban y que decía así: Nikita, Nikita, lo que se da no se quita Estos son rasgos de poesía momentánea que el tiempo se lleva y la belleza lamenta. Y en esa misma anticonferencia, “Para qué sirve un poeta”, rescaté un hecho real ocurrido en Córdoba medio siglo atrás. Hace cincuenta años corrían los años cincuenta. El deseo sexual atenaceaba a los jóvenes. No se podían tener relaciones sexuales antes del matrimonio. En Córdoba, un muchacho invita a una chica al cine. La invita a ver La princesa que quería vivir. La oscuridad del cine es proclive a las caricias. El joven empieza un manoseo procaz, feliz, contumaz. Aprovecha el momento en que Audrey Hepburn mete la mano en la boca abierta de la cara de granito. La cuestión es que en el momento de máximo suspenso en medio del cine, con la pantalla en silencio, se oye un cachetazo. En el momento en que Gregory Peck aparece detrás de la fuente y la pantalla se ilumina, todo el cine se da vuelta. La luz de plata ilumina a la pareja que está en las filas de atrás. Entonces el joven se levanta indignado, se arregla la corbata y dice: —¡Pa' que aprendas! Y busca la salida caminando despaciosamente sobre la alfombra. Esta insólita reacción, esta muestra inaudita de presencia de ánimo, esta fulminante transformación de la realidad, implica toda una creación, donde la poesía deja ver su magnificencia y transgresión. Un amigo chileno decía que “la poesía es muy fácil. Toda chiquita y pa'abajo”. Esto, que yo he repetido en cuanta conferencia he dado, hoy aquí tiene sentido. ¿Por qué tiene sentido? Porque la poesía no está solamente en el verso ni en la formación de los versos, todos chiquitos y pa'abajo, sino en el alma de las palabras, que pueden estar en los libros, en la prosa o en la voz del pueblo. En cuanto a la prosa, el brillante cuentista guatemalteco Augusto Monterroso ha escrito una sentencia que en su brevedad combina magistralmente el humor y el desenlace poético. Dice así: “Los enanos tienen un sexto sentido para reconocerse entre sí”. Ahora bien, pese a que no es fácil encontrar muchos ejemplos del humor dentro de la poesía, rescato este poema de Lugones. En su romance “El reo”, cuenta la historia de un soldado que va a ser condenado a muerte por desertor. Se trata de un muchacho buen mozo, bailarín y jovial, que antes de morir en la plaza pública rodeado de gente pide bailar una cueca. Le hacen el gusto y baila, engrillado y feliz, al son de una guitarra, como olvidando que va a morir. En esa época, la tradición indicaba que si antes de ser fusilado alguna mujer ofrecía casarse con el condenado, la pena sería conmutada. Vale la pena ver con qué gracia cuenta Lugones, en octosílabos perfectos, el final de esta historia. El caso es que para el reo No fue el destino tan cruel Porque una dijo que estaba Pronta a casarse con él. La que a esta carta perdida Se juega de tal manera, Es, con sorpresa de todos, Ña Justa la pastelera. Parda jamona, y de yapa Bizca por su mala suerte, Aunque todos reflexionan Que al fin más fea es la muerte. Y que un culpable indultado, A quien la cárcel aguarda, No va a andarse con melindres Sobre si es negra o es parda. Ella le hace caridad, Porque al fin es un suicidio Pasar la vida esperando A la puerta del presidio. Con lo cual bien los asombra Cuando ruega muy entero, Que los ojos le desaten Porque quiere ver primero. Y en cuanto echa su vistazo, “No me conviene la prenda”, Dice con resolución, Y vuelve a pedir la venda. Recibió sus cuatro tiros Dándose por satisfecho, Y así la pobre Ña Justa Sufrió el último despecho. Miserias por esperanzas Ella buscó decidida. Y al rigor de la fealdad Él sacrificó la vida. No sé qué creerán ustedes, Mas yo tengo para mí Que merece algún respeto Quien supo morir así. Esta soberbia descripción de la muerte del soldado finaliza con un momento poético. Triste pero poético. Creo que un momento poético es un destello en la oscuridad, porque uno no puede pasarse la vida saludando en el ascensor, pagando el monotributo y hablando del riesgo país. La vida son momentos, momentos que son siempre algo para recordar, y ahí está la literatura y ahí está la poesía, y el humor que dimana de la ejecución de la poesía. Somos los momentos poéticos que vivimos. Nada más que eso. Roberto Arlt cuenta en una crónica el caso de un hombre que está parado en una esquina y de pronto se detiene un tranvía y una mujer, una soberbia mujer, lo mira desde la ventanilla. Es una mirada lenta, plena y total. Pero es el año treinta, 1930, el terrible año de la crisis y el hombre no tiene los diez centavos para tomar ese tranvía. El tranvía se va, la mujer se va, y el hombre queda solo. Quizá se ha ido el amor y ha quedado sólo ese momento, algo para recordar. Con mucha envidia en el alma A veces el humor se percibe en ciertos poemas y en ciertos poetas como una de las formas de la venganza. Nicolás Guillén, el gran poeta cubano, en El son entero, dice: Hay gente que no me quiere porque muy humilde soy; ya verán cómo se mueren y que hasta su entierro voy. Vamos a ver cómo Rubén Darío, mediante el humor, exorciza el dolor de las humillaciones recibidas. En 1886, cuando Darío tiene 19 años y es totalmente pobre, un amigo le recomienda: “Vete a Chile, a nado si no tienes dinero”. Y Darío, esperanzado, se va. Se va a Santiago. Pero en Chile no la pasa muy bien. La sociedad no tolera —y aquí viene la descripción que de él hace su amigo Borne—, la sociedad no tolera a “ese personaje extraño, flaco, moreno, marcadamente moreno, de facciones niponas, de cabello lacio, negro, sin brillo, que vestía ropas que gritaban el recién salido de la tienda y en las que parecía sentirse cohibido, enredado para andar, amarrado para saludar, desconfiado, retraído, de escasa palabra, lenta y sin animación”. Esta es la descripción de un amigo; imagínense lo que dirían sus enemigos. Entonces Rubén Darío se venga de esa sociedad pacata en el libro que se llama Abrojos, donde encontramos lindezas como éstas: Me tienes lástima, ¿no?, y yo quisiera una soga para echártela al pescuezo y colgarte de una horca, porque eres un buen sujeto, una excelente persona, con mucha envidia en el alma, y mucha baba en la boca. O esta otra, para alguna niña de la que quizá también se vengó: Cuando cantó la culebra, cuando trinó el gavilán, cuando gimieron las flores y una estrella lanzó un ay; cuando el diamante echó chispas y brotó sangre el coral, y fueron dos esterlinas los ojos de Satanás, entonces la pobre niña perdió su virginidad. Y por último creo que el humor es en los poetas una forma de destruir la muerte. “Espérame y yo volveré/ para que rabie la muerte”, dice aquel poema de Simonov. En tal sentido, el famoso poeta dominicano Manuel del Cabral escribió “Una carta a mi esqueleto” plena de gracia y magia. He aquí un fragmento: Cuando yo estoy amando, me vigilan tus crujidos. Comprendo... Yo me acuesto contigo Antes que con mi amante. Sin embargo, tú te quedarás... y yo seguiré andando. Tú cabes en mi cama como quien va de viaje, te sientas en mi silla como un mueble con vida. mas si a ratos sonrío, me sales por la boca. Sólo un poeta puede lograr que el esqueleto, el símbolo de la muerte, cumpla un acto vital. Momento irrepetible Pero yo sé de alguien, alguien que murió muy joven, a los 44 años, injustamente olvidado como suele ser injusto el olvido, que escribió una poesía nutrida de la esencia del pueblo, una poesía singular y distinta, argentina y sentimental, atravesada por la muerte, pero que, extrañamente, como si estuviese compensando ese presentimiento de la muerte, esa solemnidad de la muerte que tenía en la mirada, era el exponente máximo del sentido del humor que yo haya encontrado en un poeta. Estoy hablando de Mario Jorge de Lellis. De Lellis era un estupendo creador verbal, capaz de soliviantar los menudos sucesos, darlos vuelta al revés y producir siempre algo inesperado. En una etapa de mi vida, cuando yo era muy joven, tuve la suerte de frecuentarlo diariamente. Teníamos juntos un taller de fotocopias (fotocopias negras, como las de antes), en una oficina de la calle Florida, en el tercer piso de una casa antigua, y a la salida siempre íbamos a tomar un vino o dos. Una tardecita estábamos sentados en un viejo y largo boliche de la calle Tacuarí, un boliche que ya no está. Estábamos en silencio, mirando hacia la calle, cada uno rumiando sus propios problemas, problemas sentimentales (en aquella época se estilaba tener problemas sentimentales). Cuando en eso entró un hombre extrañísimo, chiquito, morrudo, como de otro tiempo, con un sombrero hongo empotrado hasta las cejas. Despaciosamente, fue mirando con severidad todo el salón. Cuando nos vio se acercó un poco más y nos estudió con una insistencia torva, casi despreciativa. Y se fue. Con la misma dignidad con que había entrado, dio media vuelta y se fue. Nos miramos en silencio. Entonces Mario dijo: “Inspector de angustiados”. Una tarde, el ascensor de la oficina en la calle Florida no andaba. Debíamos subir por las escaleras hasta el tercer piso. De pronto sentimos un taconeo. Evidentemente, una mujer bajaba las escaleras. Los tacos resonaban acompasados, rítmicos, sugerentes como una música. ¿Cómo sería esa mujer? Los dos lo pensamos. Por fin, en el tramo final, en el rellano final, la mujer apareció. Era decepcionante. La mujer siguió hasta la salida. Nos dimos vuelta al unísono, pensamos que quizá, de atrás, algo mejoraría, pero no. Peor. Entonces Mario dijo: “Puro tacos”. Y esto es todo. Heidegger definió a la poesía como la fundación del ser por la palabra. Creo que nada somos sin esa palabra y que hay en la intimidad de los seres humanos un momento irrepetible en que esa palabra debe ser escuchada. Es entonces cuando la poesía y el humor “sobre el puente del daño se hacen señas”. www.edicionesdelsur.com |
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