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Cristian Vitale

 



 
Soy Profesor en Letras graduado en la Universidad Nacional de La Plata en el año 2006. Dicto clases de Lengua y Literatura en colegios secundarios del Estado y de administración privada. Coordino talleres de lectura y de escritura presenciales en el instituto Argos Cultural y en la Biblioteca Municipal López Merino de La Plata. Además, desde el 2011, coordino un taller de escritura a distancia. Doy charlas sobre diversos temas de literatura. Soy narrador, poeta y ensayista. En el año 2010 salió publicado mi primer libro de cuentos, "De espaldas". Tengo dos libros inéditos: "Canciones a la Virgen", poesía en prosa, y "Migas", prosas breves.

fuente: http://alprincipiofuelaurgencia.blogspot.fr/



Par larouge • CRISTIAN VITALE (v.o) • Lundi 02/04/2012 • 0 commentaires  • Lu 1307 fois • Version imprimable

Cronicas de mi abuelo

 sábado 27 de agosto de 2011
La prosa según mi abuelo
La prosa es un lugar en donde poner el cuerpo, hijo, un lugar en donde guardarse del silencio de adentro. La prosa es una sucesión de confusiones ordenadas, un mecanismo para correrse del miedo. La prosa es un lugar sagrado, de dioses miserables y orgullosos. Un espejismo de agua que de algún modo no lo es. Una salida al recreo de cinco. La prosa nunca dura más que un recreo de cinco. Un barril hermoso donde poner a dormir la pobreza. Un mal escondite para no existir. Un engaño del que nadie quiere enterarse. La prosa es un árbol copioso para ser niño todo el invierno. La prosa, hijo mío, es un trapo viejo que aún absorbe. Una calle de barro para secarse los pies. Un reflejo de charco bajo un sol imbebible. La prosa es un proceso de evaporación de los hombres, que sólo quieren quedarse a solas con un cuerpo seco. La prosa, hijo, se agarra de un alma para no caerse y cae. Y se van juntas. Prosa y sombra del alma, y reflejo del alma, y mentira del alma, de un alma, hijo mío, de una sola. La prosa es un lugar en donde poner el cuerpo, me decía mi abuelo, antes de dibujarse un círculo rosa en la garganta. Como un verso.
 
martes 27 de septiembre de 2011
La prosa según mi abuelo II
La prosa, hijo mío, es un cielo de ancianos. Un árbol para trepar los mancos. Una lágrima que llora para adentro, que viene de afuera. No te confundas. La prosa es un hacha de ciegos para entrar a la semilla. La prosa es un desmonte, un desierto, hijo, un desierto apenas disimulado por un bosque. Y crece mal. Crece como el llanto para adentro. Crece de honda, en pozo crece. No sabe, en verdad, hijo, no sabe. Se le nota la desnudez en el exceso de ropa. La caída se le nota en el paso desmedido. La prosa es un pasado infinito. Un presente eterno de vidas pasadas. Un vacío donde poner  la lengua. Un instante donde saciar la urgencia. Un fuego sin melena es, un agua sin leones, una planta sin gorriones, un nido para pájaros sin salida, una puerta contra un muro, un ala sin raíces. Por eso duele tanto, hijo, por eso te quema en el cuello y te sana en los dedos. Es que la prosa no ha echado raíces. Si las crea se muere. Y no sabe. Qué es lo que no sabe tampoco lo sabe. Imposible escalar ese abismo sin sangre. Imposible. No te mires las rodillas, hijo. La prosa también es una lengua de perro que cura. Cura mal pero cura. Pero me has desvelado, hijo. Por qué. Qué es lo que querías saber. Nunca me lo quisiste decir. Dormí. Dormí, hijo, dormí. Mañana será otro día más.
 
 
domingo 23 de octubre de 2011
La prosa según mi abuelo III
La prosa es un estado, hijo. Un vacío previo. Una catástrofe ocurrida en la nimiedad de tu prehistoria. La prosa es una posición del cuerpo para hacerle frente a nuestra espalda. Un barro blanco es. Un muerto que no se resigna. Una sobrevida del olvido. Una calesita eterna con fuerza de caballos deshechos. La prosa es la fiebre de nuestra salud. Una temperatura insoportable que ignoran los médicos. La prosa, hijo, es un hecho incesante. Una fatalidad. Un padre que trabaja de hijo. Un dios que oficia de niño. Una ternura crónica. La prosa es un árbol que te vio nacer. Y que no verás caer. Una perversión que te justifica. Una muerte natural. Un incendio a temperatura ambiente. Hijo mío, la prosa te corroe y te crece. Te salva. Te hace sentir que nunca has sido hecho. Porque la prosa nos crea. Duele, hijo, la prosa duele. Es una desmesura. Un exceso de dioses. Una impiedad que no se nota. Una raíz que mira al cielo. Una sombra fetal. Una mala sangre. La prosa es una demanda del abismo. Una tracción hacia el charco sucio del deseo. Y moja. Claro, hijo, que moja. Como no va a mojar si está hecha de pena. 
 
 
jueves 22 de diciembre de 2011
La prosa según mi abuelo IV
A María Laura Fernández Berro
 
La prosa, hijo, es la parte seria del espejismo. La destilación posible de un goce único. La prosa es la infancia exacta filtrada por un tiempo frío e injusto. Una prisa de la hermosura. Un río adentro. Un viento fuerte. Una cascada. La prosa es un cálido desliz de la nieve por la hoja, una rapidez de miedos y sabores, una caña de bambú. La prosa aparece, hijo, no la vayas a buscar a la fronda porque crece en el desierto. La prosa llega, baja o sube, se manifiesta, es, el verbo ser es, la palabra todo. La prosa, hijo mío, no llora si no sufre, no grita si no se espanta, no se ríe si no puede. Es una mueca despedida de la bruma de una entraña. Es un vientre salido intacto de otro vientre. Un pozo para adentro. Una huella dejada por el pie. Y un pie enterrado bajo de la huella. No la corras, hijo, no le fuerces los ojos para que te pase la lengua por el aire. La prosa es una corrección de la palabra siempre. Una llaga del alma. Una ceguera. Un olor a hueso molido por el tiempo. La prosa, hijo, es un cuero de hombre con trinos de flauta. Y no canta, grita, vuela, aúlla, se embarra, ladra, gime, se agita, chilla, suda, llora, nada, se estira, tantea, frota, boquea, rabia. No le pidas prosa al cielo, hijo. La prosa llueve como un manto. Y se bebe. La prosa, hijo de siempre, hijo del espanto, de la rabia, de la niebla, del sueño, la prosa es un pájaro hermoso y carnicero escapado de un cuerpo de hombre que bate un parche sucio, eternamente, en la panza cansada de los burros. 
Publicado por Cristian Vitale en 18:45
 
 
viernes 13 de enero de 2012
La prosa según mi abuelo V
a Irene Meyer
 
 
La prosa, hijo mío, es un remedio hecho con savia. Una pócima hecha con yagas. Una fiebre rigurosa. Un jazmín que decolora, que mancha al otro lado de la hoja. La prosa es el ejercicio repetido del miedo que se oculta. Un rayo desgarrado desde el suelo hacia la nube. Un perro flaco en lozania. Un silbido hecho con junco. Un jilguero hecho con huellas. Un candor pintado a lava. La grita de la ausencia. La prosa, hijo, es un monumento cordial a la locura. Una melodía improvisada con tiempo. Una huella por delante. Un camino para adentro. Un lamido de sal. La prosa se desgasta si no roza. Se corroe si no busca. Se muere si no cree. No vayas a la prosa, hijo mío, a curarte de la muerte. La prosa es un veneno sin filtro que hace un tajo en la lastimadura. No vayas a la prosa, hijo, como a la arena. Como a un circo. Quedate en casa. Dormí en mí. Yo una vez probé la prosa. Y ya no pude salir.
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martes 24 de enero de 2012
Las fallas del abuelo
A Gabriel Báñez, herrero
 
En la sombra sudorosa del galpón veo a mi abuelo confrontando su idea de perfección con el eje de rueda de sulky que acaba de terminar. Pienso en el mar, me dijo. Con las manos ácidas y duras endereza la vara de hierro y la ubica en sentido vertical. Cierra un ojo para verla mejor. No parece adecuarse, ella, a la vara de hierro de su cabeza. Pienso en los peces que nadan en el mar, me dijo. Abundante, calmo, ceremonioso, tierno, da los tres o cuatro martillazos que cree necesarios para arrimar una vara de hierro a la otra. Vuelve a cerrar el mismo ojo y con la cara apenas inmóvil me enseña la disminución de su fracaso. No está contento, pero tampoco desesperado. Pienso en la simetría exacta de los giros de los peces en el mar, me dijo. Deja la vara de hierro sobre la mesa larga de madera llena de manchas de aceite y va hasta la rueda. Sin esfuerzo coloca su obra en la rueda y la hace girar sobre el suelo desparejo. No está triste pero tampoco se ilumina. Pienso en la geometría graciosa de los peces hermosos acomodando su cuerpo sin conflicto contra las aguas blandas del mar, dijo. La rueda estaba lista. Mi abuelo miraba la rueda y veía sólo la resta entre su vara de sueño y la vara que salió de sus manos. En esa grieta mínima se sostenía su vocación. Esa falla le sostenía la respiración. Sobre esa falta descansaba su sueño. Pienso en la perfección del giro, en la sutileza del movimiento, en la invisibilidad del esfuerzo, en la maestría del vuelo, me dijo. Vos viste que los peces no tienen sudor, me dijo. No entendí. Bajo sus pies enormes una hoja seca se inmovilizaba. Pero vos nunca fuiste al mar, abuelo, me atreví. Me sonrió. Tampoco fabrico peces, hijo.
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jueves 26 de enero de 2012
El tercer clavo
 
 
A la señora de Pagela, lectora
 
Tenía tres clavos en la mano. Uno era para asegurar el banco del carro lechero cuyas ruedas acababa de reparar. Lo sabía bien. El otro era para colgar el cuadro de naturalezas muertas que mi abuela le venía solicitando por lo menos de cinco meses atrás. Eso también lo sabía. Pero el tercero. El tercer clavo era para algo, él lo sabía, pero no recordaba para qué. Hizo memoria. Fue inútil. Forzó su intelecto. Inútil. Bueno, se dijo, algo habrá que hacer, pues, con el tercer clavo. Lo que importa, pensó, es que nadie note su sin destino, su sinsentido, su sinrazón. Reforzó entonces su cara de convicción. Puso paso firme y recto hacia alguna parte. Al clavo lo alzó cual estandarte. Aligeró levemente el paso en señal de urgencia, de necesidad. Reforzó leve y gradualmente sus pisadas sobre el suelo desmedido del patio. Lo atravesó. Seguía sin saber. Sus huellas parecían cada vez más hondas y enfáticas al trasponer el gallinero y llegar al jardín. Su incertidumbre era ya insoportable y sentía que no podría tolerar mucho tiempo aquella farsa. Su serenidad por fuera fue creciendo en proporción inversa a su desesperación por dentro. La casa se le terminaba y él seguía desconociendo el destino del tercer clavo. Lo elevó en el aire. No detuvo nunca su camino. Jamás perdió la compostura. Caminó y caminó. No se frenó hasta no estar a un paso de distancia de la señora de Pagela. Allí se detuvo en seco. Sonrió levemente fatigado pero desenvuelto. Ahora sí que sabía. Tome señora. Acá tiene el clavo. Me demoré por las mismas razones de siempre. La señora se lo agradeció con devoción. Con algo de sentido epifánico. Mi abuelo se serenó definitivamente. Con la íntima paz de la tarea cumplida.  
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sábado 28 de enero de 2012
Las marcas
A Don Mendoza, que entendió
 
Había llovido en Francisco Madero. Era agosto. Yo tendría unos once años. Mi abuelo despedía en el galpón a uno de sus más estimados clientes. Vi desde la casa a través del vidrio roto del galpón cómo se tendían la mano y se despedían. Yo había soñado mucho la escena que ahora me disponía a provocar y estaba ansioso. Me acerqué hasta el galpón y me quedé mirándololo al abuelo. Había llegado mi momento. Rompí el silencio. Por qué, le propuse, en vez de hacerle una pequeña marca al borde de la rueda después de terminarla, no la firmaba con su nombre entero sobre el hierro circular, cada diez o doce centímetros, a fin de que las huellas de sus sulkys, y todo el suelo del pueblo, quedaran rubricados con su nombre. Mi abuelo creyó o fingió no entender del todo mi idea. Yo insistí. Lo invité a imaginar. Dos largas tiras de tierra, polvo o barro, de unos siete o diez centímetros de ancho, rubricadas por el hombre que las creó o les mejoró el dibujo. El abuelo movía levemente la cabeza con gesto de contrariedad o pena, esperando con paciencia que yo calmara mi entusiasmo. Finalmente terminé. El largo silencio siguiente fue sólo interrumpido por una respiración honda del abuelo. Luego me tomó la mano. Me condujo en silencio y sin prisa hacia el sitio por donde se había marchado Don Mendoza. Se arrodilló hasta ser de mi estatura. Me señaló sin hablar las dos huellas negras que había dejado el sulky de su cliente. Con un tirón seco pero tierno de mano me invitó a no dejar de mirarlas, a seguirlas hasta la esquina en donde doblaban y se perdían. Yo quise hablar pero su mirada fija sobre los trazos negros fue una invitación a no dejar de mirar. Pasó un tiempo infinito. Levemente humillante. Me sonrió con una tristeza que nunca voy a olvidar y se fue a trabajar al galpón. Yo agache la cabeza y me fui a llorar al laurel que estaba cerca del gallinero. Hoy, a más de veinte años de aquel recuerdo imborrable, no sé exactamente lo que me quiso decir.
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domingo 29 de enero de 2012
Las hojas
Las hojas de los álamos plateados tienen dos caras,
una verde y la otra blanca.
Cuando el viento sopla, es de un solo color.
 
 
Le dije que me lo explicara de nuevo, que no entendía. Me lo volvió a explicar y yo volví a mostrarle mi desconcierto. Pensó un instante y luego me llevó afuera. Mirá esto, dijo, sacando una hoja de álamo plateado del árbol que daba contra la puerta del galpón. Qué es esto, me desafió, después de dibujar sobre la cara verde de la hoja con un clavo semioxidado cinco palitos rectos con un círculo arriba, figurando con ello la imagen convencional o esencial de un hombre de pie. Yo le di mi respuesta obvia. Bueno, ahora levantá la hoja, ponela a trasluz y mirala desde el lado blanco. La miré. Qué ves, dijo. Yo le di mi respuesta obvia. Bueno. Eso es la literatura.
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lunes 30 de enero de 2012
1999-2012
Cuál sería mi vínculo con la escritura si nació del reflejo de una ausencia.
 
Era febrero, creo. Era una mañana de mil novecientos noventa y nueve, creo. Me buscaron en mi casa. No estaba. Me buscaron en otras casas. No estaba. Alguien supo dónde buscarme y me encontraron. Pocas palabras duró la frase. Nadie lloró del otro lado del teléfono. Nadie lloró de este lado. Cortamos.
 
Pedí un papel y una lapicera. Escribí mi primer poema.
 
Abuelo
La muerte recién empieza.
Mierda.
 
Y lo firmé.
 
Lo guardé en un bolsillo hasta una tarde de dos mil doce.
Sabía que algún día lo entendería del todo.
Creo.
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viernes 3 de febrero de 2012
El escritor y lo escrito
"Un buen libro es sólo un buen síntoma
de una buena enfermedad.”
(M.A.Daireaux)
 
Una vez me animé a llevarle un poema mío a mi abuelo, sin decirle, por supuesto, quién era el autor. Él estaba en el galpón con las manos negras de aceite. Después de un rato, un poco desganado, dejó de hacer lo que estaba haciendo y leyó el poema. El texto era breve. La lectura, en cambio, fue larga. Más extensa, incluso, que el tiempo de la  escritura. Tomá, me dijo al cabo, y siguió trabajando. Yo le seguí las manos por un rato hasta hacerlo reaccionar. Qué querés, se fastidió, ya lo leí. Yo hice un gesto inequívoco con los hombros al aire y los labios hacia arriba. Entonces se quitó los anteojos y giró todo el pesado cuerpo. Es muy evidente, dijo con pausa, que detrás de este poema, sea quien sea su autor, hay un escritor más que interesante. (Yo me envalentoné.) Pero el poema, eso que yo leí, es una porquería.
Publicado por Cristian Vitale en 21:00 2 comentarios
 
 
domingo 5 de febrero de 2012
Migas
"para los pajaritos"
 
 
Si hubiese tenido un abuelo panadero le hubiera pedido metáforas para hacer el pan. Le hubiera preguntado si con las migas se hace el pan o sólo los chicos se entretienen. Le hubiese preguntado cuánto de sudor y cuánto de inspiración lleva la buena masa. Hubiese salido de su panadería del brazo haciéndole saber mi vocación de panadero. Le habría mirado las manos grandes. Habría analizado el proceso desde la nada hasta la harina, desde la harina hasta la masa, desde la masa hasta el pan, desde el pan hasta la mesa. Lo hubiese probado cada día y le hubiese dado mi opinión sobre su criatura diaria. Si hubiese tenido un abuelo panadero le hubiera pedido consejos para amasar la materia prima. Le hubiera preguntado por qué había decidido darle de comer al pueblo. Lo habría sacudido fuerte para que me conteste las preguntas. Metáforas, abuelo, metáforas. Le llevaría panes para que me los pruebe. Le hubiera llevado una hoja en blanco para que me escribiera el decálogo del buen panadero. Uno que dijera así.
 
1)      No crea que el pan siempre fue pan
2)      No olvide que al principio fue el trigo
3)      Y antes barro
4)      Una vez panadero, lo mejor es olvidarse cómo es que se hace el pan
5)      Y hacerlo
6)      Olvídese mientras coma que mis manos también están sucias como las de usted
7)      Y coma
8)      No se equivoque. Es usted el alimento
9)      Hacer el pan es no saber hacer otra cosa
10)  Más vale no saber de dónde viene la sal
 
Y mi abuelo me daría el gusto.
Yo después buscaría una hoja en blanco para tirar las migas.
Publicado por Cristian Vitale en 16:20


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cortesia del autor


 

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A los monstruos

 A los monstruos
La vraie vie est absente
(Arthur Rimbaud)
 
“No te temo, monstruo, te esperaba”, me contaba mi abuelo que les decía, que era su forma de conjurar a los espíritus deformes que se le aparecían en plena vigilia allá en su pueblo bonaerense de Francisco Madero.
     Es que el problema no son los monstruos, hijo, me decía, el problema es la simplicidad. La simplicidad es una máquina incesante de crear seres deformes, distantes y ajenos. Descreer prolijamente de la simplicidad es descreer de los monstruos, es decir, esperarlos. No nos miramos seriamente al espejo, decía, más bien nos amputamos detenidamente de arriba abajo para quedarnos en paz con una parte mínima de nuestro complicado cuerpo.
     “No te temo, monstruo, te esperaba”, me contaba que les decía y los monstruos se quedaban ahí, ávidos pero desarmados, hambrientos pero muertos de miedo, babosos pero sin balas, desnutridos de visibilidad.
     No es que no crea en los monstruos, no, por favor, no creas eso, hijo, seguía, no sería tan infantil de esconderme la lucidez en el bolsillo de los caramelos, no. Creo fervientemente en ellos, es más, los adoro. Los adoro en el sentido en el que un niño francés traficante de marfil puede adorarlos. En el sentido en el que un periodista raso de Gorina en permanente estado de ahorcado los puede llegar a adorar. Los adoro a tientas, con la mente blanca los adoro, como un ciego puro y todos los días nuevo.
     Un hombre que convive con ellos no puede tener por ellos pavor, decía, la convivencia los aplaca, como a todos. En todo caso puede padecer uno de cierta lástima o de ternura, como la chica de Estados Unidos que conoce a uno en Gran Bretaña y le da su cariño comprensivo. Lástima, sí, quizá lastima, pero nunca temor.
     Yo no sé qué tiene este mundo nuevo contra los monstruos, ampliaba. Por qué los detestan. No sé. Nada más hermoso, después de todo, nada menos falso, nada más real que una cabeza de mujer peinada de serpientes, o un hombre híbrido hombre y toro, o una serpiente bípeda con fuego en la boca. ¿Nada menos irreal, no te parece, hijo?
     Mi abuelo no hablaba en serio. Eso es lo único que siempre supe. Tampoco hablaba de lo que hablaba, ni le hablaba a quien le hablaba, eso también lo supe. Mi abuelo adolecía, según puedo leer años después en el recuerdo, de cierta tortícolis verbal, de algún tipo de estrabismo discursivo que le impedía usar los nombres propios de las cosas. No lo hacía queriendo, eso también lo supe. Él estaba convencido de lo que decía y de que decía lo que decía y nada más. Yo también. El tema es que (él me hubiera dicho sin sorna porque me amaba), el tema es que yo nunca esperé seriamente a los monstruos. 
Publicado por Cristian Vitale 

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Las horas transpiradas

 domingo, 29 de julio de 2012
Las horas transpiradas

To create a little flower is the labour of ages.
(William Blake)

En algo mi abuelo Enrique coincidía con Wolfgang von Goethe. Noventa por ciento de transpiración y diez por ciento de inspiración. Claro que mi abuelo no era poeta, más bien herrero. Recuerdo, se iba no muy temprano a la mañana para el taller y volvía tarde con el sol bajo para cenar. Si queríamos que almorzara, debíamos llevarle algo de comida cerca del mediodía. A él no le gustaba volver a la casa, que quedaba a unos cincuenta metros de su taller de herrero, sacarse la ropa de trabajo, lavarse las manos y la casa y sentarse a almorzar. Prefería, mejor, esperar a que su mujer o alguno de sus nietos le alcanzaran mate con alguna galletita, salame cortado o solamente pan. Si era invierno, de pasada agarraba cuatro o cinco mandarinas, diez o doce quinotos y un par de limones y se proveía de abundante vitamina C para todo la jornada. Ahora que lo pienso, nunca lo oí estornudar.
     Pero en algo coincidían, decía, mi abuelo y Goethe. Noventa por ciento de transpiración, insistía, y diez por ciento de inspiración. Pero el sentido que daba el abuelo a esta frase no era el sentido atribuido tradicionalmente al poeta alemán. Según este, el alemán, una obra debía componerse con más dedicación que revelación, pero era el tándem completo lo que determinaba el método de creación y su variable calidad. No así el abuelo. Este, mi abuelo, gran forjador de ruedas de sulkies en su pequeño pueblo de Francisco Madero, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, sostenía que uno debía que transpirar nueve horas para que, con suerte, talento o dioses mediante, llegue una que valga la pena, la hora inspirada.
     De todo lo que ha hecho el hombre sobre la tierra es muy poco lo que merece nuestro tiempo, decía, nuestra escasa vida. Es ese diez por ciento, es esa flaca franja de revelación, es esa hora inspirada por la que hemos trabajado, transpirado tanto. No te confundas, hijo, todo eso que escribís, me decía, es acaso la pálida preparación para algo que aún no llega pero que quizá valga la pena, la pena tuya y la ajena.
     Muchos, decía, han escrito todo el sudor y han dejado con él páginas inspiradas. Otros, Rulfo o Rimbaud, por ejemplo, sólo nos han dejado sus páginas válidas. Nos han evitado, con gran gentileza, el horror de leer con frustración la obra completa de Poe para encontrar allá en un rincón un fragmento, un verso, una palabra que la justifique. El arte es un espanto cuando lo que se muestra es la mera transpiración. No se compara una página infértil, boba, al balanceo vertiginoso de una hamaca, al sabor de una mandarina irregular nacida en casa o a una noche entera de ronco sexo. Nada.
     Por favor, hijo, seguía, cuando me veía con una lapicera azul en la mano, salvanos de tu ácido sudor. Se esencial o no seas nada. Buscá incansablemente esa hora en que los astros se alinean y te eximen de todo esfuerzo, de todo sudor, para decir de una vez todo lo hermoso junto. Es una forma de honestidad, de honor, de decencia o nobleza.
     Una noche, muchos años después de que el abuelo nos dejara, corrí como un niño hasta el taller para ver el depósito de cosas oxidadas al que no nos dejaba entrar cuando éramos chicos. El final es obvio. Estaba lleno de ruedas de sulkies que no me animé a revisar pero a las que le supuse alguna falla de fabricación, errores, muecas, clavos desviados, maderas flojas, algunas gotas de sudor en fin como un camino largo hacia las tres o cuatro ruedas que el abuelo publicó en vida.
     La ética de mi abuelo, ya se ve, fue de una exigencia que no logré emular. Sólo se ve como un rojo faro al que no es fácil quitarle la vista. Mi confesión huelga, también. De no haber muerto mi abuelo, jamás me hubiera atrevido a publicar nada. Pero esta confesión huelga, decía, bastaba con el pálido texto tan prescindible, tan transpirado que les dejo.


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