A los monstruos
La vraie vie est absente
(Arthur Rimbaud)
“No te temo, monstruo, te esperaba”, me contaba mi abuelo que les decía, que era su forma de conjurar a los espíritus deformes que se le aparecían en plena vigilia allá en su pueblo bonaerense de Francisco Madero.
Es que el problema no son los monstruos, hijo, me decía, el problema es la simplicidad. La simplicidad es una máquina incesante de crear seres deformes, distantes y ajenos. Descreer prolijamente de la simplicidad es descreer de los monstruos, es decir, esperarlos. No nos miramos seriamente al espejo, decía, más bien nos amputamos detenidamente de arriba abajo para quedarnos en paz con una parte mínima de nuestro complicado cuerpo.
“No te temo, monstruo, te esperaba”, me contaba que les decía y los monstruos se quedaban ahí, ávidos pero desarmados, hambrientos pero muertos de miedo, babosos pero sin balas, desnutridos de visibilidad.
No es que no crea en los monstruos, no, por favor, no creas eso, hijo, seguía, no sería tan infantil de esconderme la lucidez en el bolsillo de los caramelos, no. Creo fervientemente en ellos, es más, los adoro. Los adoro en el sentido en el que un niño francés traficante de marfil puede adorarlos. En el sentido en el que un periodista raso de Gorina en permanente estado de ahorcado los puede llegar a adorar. Los adoro a tientas, con la mente blanca los adoro, como un ciego puro y todos los días nuevo.
Un hombre que convive con ellos no puede tener por ellos pavor, decía, la convivencia los aplaca, como a todos. En todo caso puede padecer uno de cierta lástima o de ternura, como la chica de Estados Unidos que conoce a uno en Gran Bretaña y le da su cariño comprensivo. Lástima, sí, quizá lastima, pero nunca temor.
Yo no sé qué tiene este mundo nuevo contra los monstruos, ampliaba. Por qué los detestan. No sé. Nada más hermoso, después de todo, nada menos falso, nada más real que una cabeza de mujer peinada de serpientes, o un hombre híbrido hombre y toro, o una serpiente bípeda con fuego en la boca. ¿Nada menos irreal, no te parece, hijo?
Mi abuelo no hablaba en serio. Eso es lo único que siempre supe. Tampoco hablaba de lo que hablaba, ni le hablaba a quien le hablaba, eso también lo supe. Mi abuelo adolecía, según puedo leer años después en el recuerdo, de cierta tortícolis verbal, de algún tipo de estrabismo discursivo que le impedía usar los nombres propios de las cosas. No lo hacía queriendo, eso también lo supe. Él estaba convencido de lo que decía y de que decía lo que decía y nada más. Yo también. El tema es que (él me hubiera dicho sin sorna porque me amaba), el tema es que yo nunca esperé seriamente a los monstruos.
Derniers commentaires
→ plus de commentaires