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Alicia Steimberg




 
Cette excellente auteure argentine n'est pas encore traduite en français
Alicia Steimberg nació en Buenos Aires en 1933 y fallecio en esa misma ciudad el 16 de junio de 2012. Buenos Aires, sus lugares más recónditos y sus más renombrados, es una de las constantes de su ficción. La hija mayor de hijos de inmigrantes (de Ucrania y Rumania por los abuelos maternos y de Rusia por parte de los abuelos paternos, pioneros de las colonias judías de Entre Ríos). Steimberg recuerda el haberse criado en un ambiente de estrechez económica, mayormente porque se le murió el padre, maestro de profesión, cuando tenía ocho años y porque luego por una denuncia de que no era Peronista leal, la madre, que era dentista, perdió el trabajo. La inestabilidad económica y psicológica es otro gran tema de sus libros.
   Actualmente Directora de la Sección de Libros de la Secretaría de Cultura, Steimberg es egresada del Instituto de Lenguas Vivas y enseña en talleres de escritura y da clases de inglés. Escribía desde joven pero sólo a los 38 años, a instancia de su segundo marido, publicó Músicos y relojeros.
   La loca 101 (1973) refleja las enormes tensiones políticas y económicas de los setenta y prefigura con una exploración de la violencia de la ficción, la sangrienta y trágica década que seguiría. A pesar de ser las cómicas confesiones de una desesperada ama de casa y escritora, el lamento de la narradora, "¿De qué carajo vamos a reirnos ahora?" subraya la seriedad de este libro y prefigura la dura decisión que hizo la autor en 1976 cuando sus dos hijos adolescentes del primer matrimonio emigraron a Roma ya que empezaban a militar y se temía que desaparecieran.
   Con Cuando digo Magdalena (Premio de Novela Planeta Biblioteca del Sur 1992) Steimberg recurre a los argumentos truncados y los narradores que cambian de identidad tan característicos de su obra en general, salvo que esta vez dentro de la historia de la visita a una aristocrática estancia bonaerense donde sucede un homicidio. Como siempre, Steimberg juega con la arbitrariedad de los códigos sociales y verbales con gran ironía y humor al mismo tiempo que ofrece una amarga visión de la violencia y agresión que yacen en el fondo de la vida argentina y de las relaciones humanas.

fuente: www.literatura.org/Steimberg/Steimberg.html


Mañana, 18 de julio del 2012, Alicia Steimberg hubiera cumplido 79 años

Alicia Steimberg: adiós al humor y la melancolía de una judía porteña

POR GUIDO CARELLI LYNCH

Su libros recuperan la tradición judía y lo autobiográfico. Sus talleres eran famosos.
En Roma. La escritora viajó a Roma, en 2004 para dictar una conferencia. Su hijo le tomó la foto.
 

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Nació en Buenos Aires en 1933 y dedicó toda su vida a la literatura, escribiendo libros, formando colegas en sus talleres, traduciendo o durante su paso por la dirección del Libro de la secretaría de Cultura, entre 1995 y 1997.

En 1971 publicó el primero de sus 14 libros y el más recordado de todos: Músicos y relojeros , finalista de varios premios internacionales. En 1973 escribió La loca 101 y el mismo año ganó el Satiricón de Oro. “Para mí fue el encuentro con un modo de decir muy diferente al que estaba acostumbrado –tenía algo muy extranjero y a la vez muy argentino– con registros del humor coloquial, cierta locura, algo muy revelador, fresco e interesante”, la evocaba ayer Guillermo Martínez. El autor de Crímenes imperceptibles recordaba agradecido los consejos que Steimberg le regaló en sus inicios; no fue el único beneficiado. La rosarina Patricia Suárez –Premio Clarín de Novela– no olvida sus enseñanzas simples pero reveladoras. “Era como una Madre Coraje de la literatura. ´Primero hay que saber escribir bien´, decía. Era una mercera judía de la literatura”, relata Suárez, que una vez le preguntó cómo hizo para escribir su novela erótica Amatista (1989), que le valió una mención en el premio La Sonrisa Vertical, de la editorial Tusquets. Steimberg le enseñó cajones, con cientos de páginas viejas y le reveló un secreto simple, sencillo, genial: “Hay que guardar todo lo que uno escribe, porque un día lo escribís de otra manera”. EnAprender a escribir (2004) enseña algunas claves.

Shua, que escribió con Steimberg Antología del amor apasionado , recuerda que a su amiga le gustaba “irse por las ramas”, la asociación libre. “Por eso era tan original su escritura. No sabía qué vericuetos iba a elegir para contarte lo que te quería contar. Era una escritura de 24 horas sobre 24, todo el tiempo estaba inventando y creando”, dice Shua. Pero no lo aconsejaba. En 2004, en una entrevista con Clarín , dejó una advertencia para los jóvenes autores: “no sean escritores las 24 horas del día. Eso vuelve loco a cualquiera”. Tenía fe en el divague.

También se servía de lo autobiográfico, algo que también aparece enMúsicos y relojeros . Esas eran, de hecho, las profesiones de sus antepasados judíos. El psiconálisis, la tradición judía y el terror se mezclan en sus historias.

Ganó una beca Fullbright en 1983 y el Premio Planeta del Sur (1992), entre otros. Hoy, sus restos serán velados, a partir de las 7 en Córdoba 3677. Quedan sus libros, sus enseñanzas, tres hijos, y un sinnúmero de autores que aprendieron a escribir con ella, en sus talleres o leyéndola.
 


Par larouge • Alicia STEIMBERG (v.o) • Mercredi 09/06/2010 • 0 commentaires  • Lu 1499 fois • Version imprimable

Cómo escribir literatura erótica

Cómo escribir literatura erótica

(Buenos aires, septiembre de 1993)

A pesar de todo lo que dicen y repiten los manuales de sexología sobre su universalidad e inocuidad, la masturbación es un hecho generalmente mal visto; para una persona a la vez tímida y vanidosa como lo es un argentino, confesar que a veces se masturba sería francamente una vergüenza. Se puede hablar de las relaciones sexuales y hasta de las homosexuales, pero no de la masturbación porque eso equivaldría a confesar que uno es un ser infantil, que no ha madurado del todo y que no tiene agallas para conquistar a una mujer o a un hombre y perpetrar con ellos todas esas actividades que constituyen el intercambio sexual.
   El acto de escribir literatura "erótica", es decir una literatura que apela a la sensualidad, la provoca, la excita, es un acto masturbatorio para el que la escribe y para el que la lee, y probablemente es por eso, y no por lo que describe, que le da un poco de vergüenza al autor y al lector. Un poco, claro, no estamos en la Edad Media, aunque a veces parece que lo estuviéramos, a juzgar por las nerviosas preguntas de los periodistas y reporteros a quienes les toca entrevistar a un escritor "erótico", o las del público cuando en las mesas redondas sobre "Literatura erótica", por ejemplo, pone a los panelistas entre la espada y la pared para que definan la diferencia entre "erótico" y "pornográfico", y más aun: entre "erótico", "pornográfico" y "obsceno". En general el público no ha leído los libros de los autores invitados, de manera que esta obsesiva insistencia en la diferenciación entre los términos tal vez obedezca a un miedo instintivo a excitarse en público. Y, al fin y al cabo, ¿Para qué escribirlo? No alcanza ya con hacerlo, quebrando las prohibiciones a las que nos han acostumbrado?

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   Cualquier ser humano, cuando se masturba, ejerce su capacidad de imaginar: los que miran las fotos de la revista Playboy a la vez que se masturban ejercen una tercera actividad secreta: la de fantasear que están con la muchacha de la foto, con una muchacha de carne y hueso que pueden tocar y penetrar. Las mujeres suelen no ser tan expeditivas y hasta dejan aparecer alguna escena platónica antes de llegar a imaginar la actividad sexual concreta. Las revistas que ofrecen el equivalente de Playboy dedicado a las mujeres, con hombres que muestran sus falos de tamaño realzado por el ángulo de la foto, no son tan populares ni tan eficaces, quizá porque no es mirar el falo lo que excita a una mujer, sino cosas de índole diferente, a veces más sutiles, a las que desea dedicar más tiempo y más espacio. Obsérvese el caso, patéticamente repetido, de la mujer que le suplica al marido que vayan a tomar cierto cóctel a cierta confitería donde se puede bailar al son de música lenta. El marido no tiene ganas, o no tiene tiempo para dedicar a esas tonterías y el descarnado acto sexual realizado con premura en el lecho conyugal, mientras se oyen los gritos de los chicos del otro lado de la puerta no alcanza, ni alcanzará nunca a satisfacer a la mujer. Pero estas cosas no tienen remedio; si el marido llega a aceptar la propuesta de la confitería es posible que se suscite, allí mismo, una discusión desagradable, y que sólo la mujer beba el añorado cóctel mientras el marido, con gesto hosco, apura una tacita de café más amargo que la desesperanza. Entre tanto la mujer, con cada sorbo del cóctel donde impera el gin, sueña tal vez con otro hombre, uno que con sólo tomarle la mano y oprimírsela la haga vibrar entera, y luego sueña con el momento en que se cierra la puerta del ascensor en el hotel de citas y él la abraza, y se besan, y los cuerpos se ponen íntimamente en contacto, y las lenguas inician su delicioso diálogo; el ascensor se detiene y las puertas se abren automáticamente a un corredor alfombrado y desierto, los amantes recorren de la mano la corta distancia hasta la primera puerta de las que dan al corredor, mira si no es maravilloso, cariño: número 18, el mismo número tallado en este inmenso llavero de bronce, sé que estás erecto, mi cielo, sé que estás húmeda, mi vida, apenas deja que me quite la chaqueta y nos arrojaremos al lecho para abrazarnos y besarnos bien, la ropa nos molesta, capullito de alhelí, ¿qué dices? ¿capullito de alhelí? Digo capullito de alhelí, capullitos son tus pezones, mi alma, ¿en qué momento te quitaste los pantalones, ángel mío? Ya tu pierna velluda se restriega contra mi pierna, qué, ¿ya me penetras? ¿No teníamos que...? Calla, calla, ahora no puedo esperar, ay, mi chiquita, ay mi vida, voy a perder la cabeza por tu amor, dice la voz de Julio Iglesias por el parlante escondido entre las tenues luces de neón en la cabecera de la cama. Pero, ¿por qué crees que hablamos esta especie de español caribeño? Para imitarlo a él, a Julio Iglesias, que hoy se lleva el cincuenta por ciento del crédito por cada buen orgasmo. Pero si Julio Iglesias es español. No importa, habla así porque yo quiero que hable así.
   Imagínate, cariño, que si ella es escritora puede poner cualquier cosa en el papel, y hasta publicarlo. Y mira que le dijimos que las manecitas no debían tocar ciertas partecitas de su cuerpo. ¿Por qué no debían tocarlas? ¿No eran suyas? Claro que no eran suyas. Hay partes de nuestro cuerpo que no nos pertenecen. ¿Pero se pueden tocar para lavarlas? Para lavarlas, sí, es claro, rápidamente y sin acompañar ese puro acto de higiene con ningún mal pensamiento. Pero yo soy judía, Padre, no sé si la religión judía castiga también los malos pensamientos.
   -¿De veras no lo sabes?
   -No, Padre.
   -¿Pero sabes que nosotros los católicos sabemos que se castigan los malos pensamientos?
   -Sí, Padre. Sé que un mal pensamiento es un pecado venial y se limpia torturando la mente con la repetición de una misma oración muchas veces seguidas.
   -¿Cómo lo sabes?
   -Lo espié en el catecismo de mi compañera de banco en el colegio. Espiar también es un pecado, ¿verdad, Padre?
   -No sabría que contestarte, niña, porque lo que espiabas era la Verdad Revelada. Pero en vez de seguir espiando el catecismo debiste venir a nuestros brazos y hacerte bautizar. ¿Por qué no lo hiciste?
   -Lo pensé, Padre, lo pensé muchas veces. El agua bautismal borra todos los pecados. Pensé que un día cualquiera podía masturbarme por última vez en mi vida, luego ir a hablar con el cura de la iglesia parroquial, hacerme bautizar y no masturbarme nunca más, y nunca tendría que confesárselo a nadie.
   -¿Por qué no lo hiciste?
   -Me parecía injusto, Padre. Hubiera sido algo así como aprovecharme de los sacramentos. Y no estaba en absoluto segura de que no iba a masturbarme nunca más.
   Y así fue como nunca me hice católica. Ni quise averiguar, por las dudas, si la religión hebrea prohibe la masturbación, si castiga los malos pensamientos. Prefiero no saberlo, porque no me gustaría enterarme de que no los castiga. Sé que los jóvenes rabinos de los grupos más ortodoxos no pueden tocar a las mujeres, excepto a su esposa, ni siquiera para estrecharles la mano.
   -Me parece muy bien.
   -¿Quién le pidió su opinión?
   -¿No está hablando conmigo?
   -No, no estoy hablando con usted.
   -¿Con quién está hablando?

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   La dificultad de reproducir la propia historia sexual estriba en que está indisolublemente mezclada con otras cosas y hechos de la vida; si se intenta separarla resulta extraña y a menudo patética. El libro verdaderamente "erótico", pienso, es el que llega al erotismo por caminos imprevistos, incluso para el autor mismo, y sale de él con la misma naturalidad con la que entró. Siempre produce un poco de timidez, como si uno, sin quererlo, estuviese espiando una escena privada por el ojo de la cerradura.

© alicia steimberg

publicado con la autorizacion de la autora

http://www.aliciasteimberg.com.ar/




Par larouge • Alicia STEIMBERG (v.o) • Mercredi 09/06/2010 • 1 commentaire  • Lu 1673 fois • Version imprimable

Su espíritu inocente

 Alicia Steimberg
Su espíritu inocente
 
Su espíritu inocente, Editorial Pomaire, Buenos Aires, 1981.
 
Yo viajaba en tranvía, sentada en uno de los asien­tos de madera, con un codo apoyado en el alféizar de la ventanilla abierta, suponiendo que la ventanilla de un tranvía tenga alféizar. Iba bien erguida y segura de mí misma y pensaba: "Tengo diecinueve años. Hago lo que quiero".
El tranvía atravesaba las calles medio desiertas de mi barrio. Pasó por la Plaza Irlanda, donde a veces me llevaban a jugar. Frente a la plaza hay un con­vento. Los conventos me fascinaban, creo que aún hoy me fascinan: esa vida geométrica de las monjas. Siempre están en fila, o formando triángulos o círcu­los mientras realizan sus actividades a horas exactas. Me hundí en una página escrita por una monja pro­fesora de historia. Hablaba de los reyes de España y estaba escrita en letra muy pequeña, con tinta de co­lor celeste. Comencé a leer el texto. Decía:
"Los reyes de España siempre fueron españoles y católicos. Los hubo de diversos nombres y rostros y eran todos muy orgullosos. Estaban orgullosos de ser reyes, claro, no es para menos.
Yo que soy monja y por lo tanto soy más humil­de que una baldosa no puedo dejar de pensar en el orgullo de los reyes. Los reyes hicieron miles de cosas a través de los siglos, buenas y malas, y no siempre la pasaron muy bien. La tinta con que esto escribo es celeste porque está aguada; creo que la hermana Pía le echó agua porque se estaba terminando. La señorita que está sentada a mi lado en el tranvía y espía mi cuaderno es una curiosa. Es feo ser curiosa, se le alargará la nariz. Boletos. Boletos. Boletos".
Esta última palabra, repetida tres veces, no la leí en la página escrita por la monja sino que se la oí de­cir en voz alta y muy grave. Qué voz grave tiene esta monja, pensé; tiene voz de contralto. Seguramente es contralto en el coro de la capilla, pero más bien tiene voz de bajo, qué raro: una monja con voz de bajo. Vi una mano velluda extendida en dirección a mí en la actitud de quien espera que le entreguen al­go, y pensé que la monja me estaba resultando cada vez más rara. Alcé los ojos de la página de su estúpi­do cuaderno y me encontré con el rostro inexpresivo del Inspector que me pedía el boleto para hacerle un agujerito con el aparato que llevan todos los inspec­tores de tranvías para tales fines.
—Perdóneme —le dije, y lo abracé llorando.
—Está bien, está bien -respondió el hombre, comprensivo.
Me puse de pie rápidamente y acompañé al Ins­pector por el pasillo; bajé con él del tranvía al llegar a la esquina y lo acompañé hasta su casa donde su familia lo esperaba para cenar. Mientras caminábamos por las calles de mi barrio observé que llevaba el sobretodo negro reglamentario y la gorra con las ini­ciales de su gremio.
—¿Es usted muy pobre? —pregunté.
—Pobrísimo.
Entramos en su modesta vivienda y sin más ni más su mujer comenzó a servir la sopa.
Los niños me miraban sin sonreír. Examiné la sopa.
—Aguada —comenté.
—Claro —respondió el hombre.
Todos nos pusimos a sorber los larguísimos fideos con atención. Uno de los niños sabía absorberlos por la nariz.
—Los Reyes Católicos —comenzó a leer la monja desde un púlpito improvisado en un rincón del comedor.
Todos nos pusimos de pie respetuosamente y vol­vimos a sentarnos en silencio.
Ahora el tranvía había dejado atrás la plaza y se­guía por Gaona; faltaban pocas cuadras para llegar a casa.
—Tengo diecinueve años —pensé con infinito or­gullo —Hago lo que quiero. —Y dando un brusco empujón al Inspector de Tranvías sonreí al aviador inglés que me esperaba en la puerta de la habitación alfombrada, con los brazos abiertos. Enseguida em­pezó la música:
Debes recordar esto:
un beso es sólo un beso,
un suspiro es sólo un suspiro. Las cosas fundamentales de la vida, según pasan los años.
 El aviador y yo nos sonreímos y unimos nuestras voces a la del cantante:
Y cuando dos amantes se arrullan
Aún dicen “te quiero”
En eso puedes confiar,
no importa lo que traiga el futuro,
según pasan los años
—Absurdo, —declaró Jeannette desde la cama.
—No es eso lo que se canta. Es:
Un día, cuando éramos jóvenes,
una maravillosa mañana de mayo...
Qué molestia, pensé. ¿Cómo haremos para meter­nos en la cama con ella? Además lleva ese deshabillé de tul color de rosa y yo llevo el gabán del Colegio.
Bien, no importa, por una vez...
Pero ya había llegado a la puerta de casa y metí la llave en la cerradura. Atardecía. El zagúán esta­ba en sombras, y mi madre muy enferma, en la cama. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que es­taba enferma porque yo la abandonaba. Me que­dé inmóvil en el medio de la pieza, y momentos después pasé por la puerta que comunicaba con el comedor para hablar por teléfono con el mé­dico.
—Estoy matando a mi madre —le expliqué.
—Iré en cuanto termine de atender el consultorio— replicó el médico sin hacer más preguntas.
Volví al dormitorio, ordené lo que pude y traje una toalla y una botella de alcohol.
Luego le llevé un té a mamá y me senté a su lado con un libro. Parecía dormir.
El médico llegó a las nueve de la noche, cuando ya las estrellas adornaban el cielo del patio.
—Alcohol, una toalla —ordenó.
—Se los puse en las manos en un santiamén, y me retiré de la habitación. Volví a entrar cuando calculé que el médico ya había examinado a mamá.
—¿Qué tiene, doctor? -pregunté.
—Nada importante. Le he indicado un tónico pa­ra fortalecerla.
Temblé.
 —¿Cuánto más fuerte se pondrá?
—No podemos calcularlo. Cincuenta caballos, sesenta.
—Doctor, por favor —imploré.
—Alimentación frugal —recomendó el médico.
—¡Doctor!
—Vegetación rala y achaparrada.
El médico se puso el sombrero e hizo una breve reverencia. ­
Con mucha vergüenza le pregunté cuánto le debía; siempre me ha parecido horroroso que los médicos reciban dinero por practicar el sagrado arte de curar. Como también es horrible pagarle a un maestro. Pero él metió la plata en el bolsillo y se encaminó hacia la puerta con su sobretodo, su sombrero y su maletín.
Eché una mirada al interior del cuarto; mamá pa­recía descansar tranquila, creo que hasta se sonreía. Fui a la cocina a preparar un té y poco a poco, muy lentamente, recuperé la calma.
 
Mi pierna. Recostada en la cama a la hora de la siesta, con un libro abierto sobre la almohada, he de­jado de leer para observar mi pierna con curiosidad, casi con fascinación. No sólo ha crecido, sino que ha cambiado notablemente. Está más torneada, con la pantorrilla llena, el tobillo más fino por comparación. Veamos las dos piernas juntas. Ahora estoy sentada en la cama con las piernas recogidas, las plantas de los pies bien apoyadas en la sábana. Estas que hasta ayer eran piernas de nena, no muy diferen­tes de las de un varón, aptas para el triciclo y el monopatín, para la mancha y la rayuela, ahora están adquiriendo esas sinuosidades típicas de las piernas de mujer. Esto es algo que me sucede, claro, yo no he hecho nada en especial para que ocurra. Sin em­bargo esta tarde de otoño, en el silencio de la casa, bajo el rayo de sol que entra por la puerta de la pieza y baña mi cama, me asombro y me fascino ante estas piernas que no parecen mías. Las miro de frente, de costado, me paro de espaldas al espejo del ropero y tuerzo el cuello para ver la parte de atrás: es cierto que ahora las pantorrillas se han redondeado. ¿Qué hago? Tengo once años, once años en el otoño de 1944. Es posible que haya algo malo, monstruoso, pecaminoso en la forma en que han cambiado mis piernas. Si no, ¿qué me impediría ir corriendo a comunicar mi gozoso descubrimiento? ¡Miren, miren mis piernas! ¡Ya no tengo piernas de nena! ¡Estas son piernas de mujer! Todavía seguirán cambiando, claro. Dentro de unos años, si puedo evocar mis piernas tal como las descubro ahora, me reiré, por­que en realidad aún no son nada: no son piernas de nena ni de mujer. Pero, miren,¡miren qué cambio! De ahora en adelante andaré en monopatín por el patio; si lo hago por la calle la gente se reirá vien­do a una mujer grande que anda en monopatín. Pero no importa. Esto es cosa mía. Es cosa mía y nadie me la quita.
Pero, ¿por qué está mal?
Bueno, ya he pasado mucho tiempo en la cama, en estas horas después del mediodía. No me permiten mucho ocio. Debo ponerme ya mismo a hacer algo útil. Los deberes, ordenar ni cuarto, lustrar mis za­patos, cualquier cosa. De lo de mis piernas ni una palabra. Me pongo los zoquetes y los zapatos guiller­mina, y antes de salir del cuarto echo una mirada de reojo a mis pantorrillas en el espejo, tanto como pa­ra corroborar mis observaciones. Sí, es cierto.
Salgo al patio. En las baldosas hay una franja de sol, y otra de sombra que proyecta la galería. Qué extraña modorra. ¿Modorra, yo? De veras es raro, porque soy incansable. Pero con gusto volvería a la cama, a leer, a no leer, a mirar mis piernas desde un ángulo y desde otro, en distintas posiciones. Pero eso es ocio, y el ocio está mal. ¿Por qué está mal?
Atravieso el patio y el vestíbulo y entro en la habi­tación más atractiva de la casa: el escritorio. En el escritorio está la colección de los Diccionarios En­ciclopédicos Hispanoamericanos, en veintiocho to­mos, edición de 1912. Hasta hace poco todo lo que hacía era abrir un tomo al azar y buscar las páginas ilustradas: flores, frutos, peces, banderas de todos los países. Pero hace algún tiempo he encontrado en ellos una veta mucho más interesante: la de las pa­labras prohibidas. No sé cuál fue la primera; pro­bablemente, "prostitución". Luego una palabra me llevó a la otra; en cada artículo correspondiente a una palabra prohibida figuraban otras no menos prohibidas que yo buscaría después en el tomo correspondiente del Diccionario, y así me enteraría, aunque el material y el estilo estuvieran algo pasados de época, del significado de la palabra "coito", de "masturbación", "parto" (obsérvese que todas las palabras prohibidas no tienen contenido erótico): "ninfomanía", "satiriasis", "polución" (aún ahora no deja de darme cierto escozor que la gente hable con tanta libertad de la "polución del ambiente", en aquel entonces los habría tomado por deslen­guados).
Pubertad. La sola palabra era pecaminosa, con re­miniscencias de otras palabras prohibidas. Un día Nélida faltó al colegio, y cuando volvió traía un jus­tificativo escrito por su papá, que era médico. Decía: "Mi hija Nélida estuvo ausente el día... por padecer molestias vinculadas con el desarrollo de su puber­tad". Insólito. Claro que el padre de Nélida era mé­dico, y los médicos están autorizados a decir cual­quier palabra... Miré a Nélida con admiración y en­vidia, pero sin entender.
No me había faltado la información mínima nece­saria sobre el advenimiento de la menstruación. Me fue comunicada en términos estrictamente técnicos y formales, y no me sorprendió porque ya conocía el hecho por conversaciones con compañeras de cole­gio. Así supe también que en otros hogares se habla­ba con más libertad de ese acontecimiento fisiológi­co, a pesar de que se trataba de hogares religiosos donde el pecado era pecado y no había vuelta que darle.
El tiempo, inexorable, siguió cambiando mi cuer­po. La ropa infantil, los zoquetes y los zapatos guillermina lucharon denodadamente por disimular los cambios, por aplastarlos, por conservar la loca ilusión de una niñez que se iba para siempre. Pero fi­nalmente venció mi cuerpo. Y hubo quienes no me lo perdonaron nunca.

 

Par larouge • Alicia STEIMBERG (v.o) • Vendredi 29/06/2012 • 0 commentaires  • Lu 1422 fois • Version imprimable

Musicos y relojeros 1° capitulo

 Músicos y relojeros

  Mi abuela conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad.

   Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba "comer cadáveres".

   Decía mi abuela que el noventa por ciento de los males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.

   Esas eran primaveras, después de unos inviernos que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas primaveras que no se sabe lo que son.

   Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.


1


   No sé si alguna vez Otilia se hizo la ilusión de que estaba linda. Tal vez alguna tarde de verano, mientras cruzaba la 9 de Julio en tranvía con su novio, un tipo buen mozo parecido a Clark Gable y más joven que ella. Ustedes querrán saber cómo lo consiguió. Fue en un baile, donde ella y su hermana la que le seguía se sacaron un novio cada una.

   Los muchachos eran amigos entre sí. Hacía poco que estaban en Buenos Aires, y se ganaban la vida como podían. También se daban sus placeres de hombres solteros. Con cuarenta centavos disfrutaban de un día de sol: diez para el tranvía hasta el Balneario Municipal, diez para la vuelta, diez para un naranjín y diez para un sandwich de salame. Tendidos al sol, con sus mallas de lana, sus bigotitos y su inocencia, hablaban del futuro.

   "¿Y, che, te casás?", preguntaba Clark Gable. "Y... no...", contestaba el otro. "Yo viajo..."

   Sin embargo, los casamientos se hicieron con sólo un mes de intervalo, poco tiempo después de la charla en el Balneario. Primero se casó Otilia (la suerte de la fea, la linda la desea). Presencié los preparativos. La abuela se ubicó en el patio de la casa de Donato Alvarez, junto a una bolsa de pancitos. Los cortó a todos por la mitad y los untó con algo. En las mesas de caballete que armaron por la noche en el mismo patio, campeaban las fuentes cargadas con los pancitos, los naranjines y la cerveza. No sé si había algo más, porque pocas veces logré acercarme, y cuando lo conseguía tenía que aguantar los besos mojados de las tías, decir cómo me llamaba y cuántos años tenía, y si lo quería a mi hermanito.

   Tampoco pude ver bien el glorioso momento en que las novias abandonaron el hogar paterno y adquirieron la prerrogativa de ser mantenidas por sus maridos. Los invitados se apiñaban alrededor del palio nupcial, iluminado por una bombita eléctrica. Clark Gable y su amigo eran tipos altos; sus cabezas quedaban algo ladeadas bajo el palio, con la lamparita apoyada sobre su peinado a la brillantina. Fuera de este mínimo inconveniente, todo salió bien. En puntas de pie, y estirando inúltilmente el cuello, oí la voz grave del rabino entonando las alabanzas a Dios que inauguran la ceremonia. Yo era chica, pero ya sabía que había que emocionarse, que el vientecito de jazmines venía de la casa de al lado, porque en la de los abuelos no había más que malvones, y que más de un invitado se daba vuelta con irreverencia, en medio de la ceremonia, para lanzar miradas vigilantes a la mesa de caballete. En la primera de estas bodas aprendí algo: no tenía que quedarme hasta el final de la ceremonia en el camino del palio a la mesa. Aquella vez lo hice, y por poco me aplastan.

   Varios años antes se había celebrado otro casamiento en esa casa, del que nací yo y, tres años después, mi hermano (yo tenía que decir si lo quería). Después de los casamientos de Otilia y Amanda, quedaba Mele, una cuarta hermana soltera que todavía lo fue por muchos años. Al cabo del tiempo también se casó, y menos mal, porque si no qué dolor para la madre.

   Poco tiempo después de las bodas de Otilia y Amanda, el abuelo se enfermó y dejé de ir a la casa de Donato Alvarez. No tuve más noticias de él hasta que me llevaron a la Chacarita (porque mi abuelo, ateo, socialista y vegetariano, fue cremado por su expresa voluntad y no descansa entre nuestros familiares en el cementerio judío). No me advirtieron, antes de llevarme al cementerio, que el abuelo se había muerto, para no impresionarme. Estuvimos un rato mirando una cajita donde era imposible pensar que estuviera el abuelo. Otilia y Amanda no fueron al cementerio; por su estado. Mis primos nacieron, también, con un mes de intervalo: primero el hijo de Otilia y Clark Gable, y después el de Amanda y el amigo de Clark Gable. Estos últimos se fueron a vivir a General Pico, y se perdieron un poco de vista.

   Así se cerró una época larga y difícil para la familia, pero linda y divertida para mí. Olisqueaba los bizcochos que la abuela horneaba en la cocina, escuchaba a Mele, Otilia y Amanda cuando ensayaban las obras didácticas de la Agrupación Teatral del Partido Socialista, y miraba nacer un molino de viento en la tela que pintaba Mele. La tela no me interesaba tanto como la paleta, cargada de toda clase de manchas y promontorios de colores.

 


Par larouge • Alicia STEIMBERG (v.o) • Lundi 16/07/2012 • 0 commentaires  • Lu 1211 fois • Version imprimable

 La conversación de los Santos
 
 
-¿No vio un peine grande color violeta? -le pregunté a Juanita.
-¿Un peine grande color violeta?- repitió ella, que con seguridad lo tenía en su poder desde el día anterior-. No, señora, no lo he visto.
Busqué y busqué, mientras Juanita también buscaba o fingía buscar conmigo. Finalmente se me hizo tarde y salí sin el peine.
-Cuando se pierde algo en la casa hay que pedirles que lo encuentren a San Cosme y San Damián -dijo Juanita desde la puerta mientras yo esperaba el ascensor -. Si está en la casa va a aparecer.
 
Tomé a Juanita porque no se presentó ninguna otra candidata, y a pesar de su aspecto de trotacalles. Era un poco regordeta, de piel oscura y pelo teñido de rubio, boca pintada de rojo bermellón, los ojos invisibles tras los anteojos oscuros, oblicuos, con cristales como espejos. Cuando se sentó frente a mí se alzó los anteojos y los dejó apoyados en lo alto de la cabeza. Tenía ojos pardos, muy brillantes y curiosos. Era de la provincia de Corrientes, de un lugar cerca de Goya. No sabía quién era su padre, y dijo que su madre le pegaba con una escoba. No sabía cuantos hermanos tenía. Sus abundantes pechos casi le hacían estallar la remera blanca que decía KANSAS CITY.
-Si me hubiera visto cuando llegué a Buenos Aires, señora. Flaca como un palo y con las zapatillas rotas, y la valija de cartón atada con un piolín. Pero tuve la suerte de encontrarme con el Tuerto, que tenía una agencia. Me dijo que me iba a conseguir trabajo enseguida, y me llevó a su casa. 
-¿Una agencia? -pregunté con inquietud. 
-Cuando una acaba de llegar -replicó Juanita -, ¿quién la va a tomar sin referencias?
-¿Las referencias las daba el Tuerto?
-No, las daba una amiga del Tuerto que sabía hablar como una señora. El Tuerto le pagaba para que diera las referencias, no mucho, pero ella igual sacaba bastante con las propinas que le daban en el baño de damas del cine Metropolitan.
Yo estaba cada vez más inquieta, porque ni siquiera le había pedido referencias a Juanita, pero sí a muchas otras que vinieron antes, y quien sabe cuántas veces me las habrían dado las amigas del Tuerto.
El día de su llegada a Buenos Aires, cuando Juanita se encontró con el Tuerto, él la llevó a tomar un licuado de banana con leche en un barcito cerca de la estación.
-Me quedé una semana en la casa del Tuerto, y el sábado me llevó al baile. Allí oí decir que el Tuerto explotaba a las mujeres, pero no es cierto, señora. A mí nunca me mandó con un hombre. Me daba bien de comer, me regaló ropa. No quería que fuera a pedir trabajo así, flaca y mal vestida como había venido de Corrientes. 
Juanita levantó la tapa de la pulida cacerola donde se cocinaba el guiso, dejando salir una nube de vapor con un aroma delicioso, pinchó algo adentro con un tenedor y volvió a taparla. Sonrió, descubriendo su perfecta dentadura. ¿Era verosímil que el Tuerto la hubiera tenido una semana en su casa, engordándola, vistiéndola, pintándola, nada más que para ponerla a trabajar de sirvienta?
Francisco y yo nos sentamos a la mesa impecablemente tendida. El había sacado un Cabernet muy bueno, demasiado para el guiso que íbamos a comer.
-Es que no pude encontrar otro que teníamos -explicó-. Juanita, ¿usted no vio una botella...?
Absurdo preguntarle a Juanita si no había visto una botella que jamás pudo haber salido sola del barcito a dar un paseo por la casa, puesto que el único que abría el barcito era Francisco. Yo no bebo otra cosa que agua.
 
-Hoy se le perdió la billetera -le dijo San Cosme a San Damián.
-También el cepillo de pelo con mango de plata -dijo San Damián.
-Ayer no encontraba la lapicera de oro -dijo San Cosme.
-Y hoy buscaba una prenda interior de encaje -prosiguió San Damián.
-¿Dónde estará el segundo tomo de su Diccionario de la Mitología Griega? -preguntó San Cosme.
- Está en el cuarto de Juanita -respondió San Damián.
-¿Quién es Juanita?
-La joven correntina que trabaja para ella.
-Tal vez se lo escondió por puro gusto.
-No. Lo estaba leyendo Francisco cuando Juanita apareció en ropa interior en la puerta del living, y él la siguió a su cuarto.
-No me digas que viste eso, Damián.
-Si no viera lo que pasa en los hogares, ¿cómo podría encontrar los objetos perdidos?
-No está bien que un santo vea ciertas cosas.
-Para ti es fácil hablar así por la forma en que nos hemos dividido el trabajo: tú tomas los pedidos y yo me dedico a buscar. 
-¿Y encuentras algo de lo que pierde la señora?
-A veces sí. Un reloj pulsera en el cajón de los cubiertos, un perfume francés en la heladera. Juanita los deja unos días en esos lugares, y si la señora no los reclama los roba definitivamente. La señora cree que es ella misma la que pone las cosas en lugares insólitos porque sufre de stress.
-¿No habría que hacer una denuncia?
-Eso no nos corresponde a nosotros, Cosme. Sólo tenemos que encontrar lo perdido. Ahora debo ocuparme de esa vieja señora de Temperley que perdió otra vez los anteojos.
 
Los sábados a la noche, mientras Juanita bailaba con un hombre, siempre había otro que le mostraba un cuchillo. Me lo contó Juanita en la cocina mientras revolvía el guiso. Y agregó:
-Usted también habrá sido joven, señora. A usted también le habrá gustado ir a bailar.
Entonces yo tenía treinta y cinco años, y nunca había oído hablar de mi juventud en pasado, y mucho menos como dudando de que esa juventud hubiera existido alguna vez. Fingiendo indiferencia le contesté:
-Por supuesto, mija, cómo no me voy a acordar.
Unos días después de la desaparición del peine volví a casa más temprano que de costumbre y Juanita no estaba en la cocina. La encontré en su cuarto, con la puerta abierta y en ropa interior, sentada en la cama deshecha y con la respiración anhelante. Estaba tratando de recuperar el habla cuando se abrió la puerta del placard, y tuve miedo de ver salir de allí al hombre del cuchillo, o al que bailaba con Juanita y también tendría un cuchillo, pero el que salió trabajosamente del placard fue Francisco.
 
A Juanita la eché esa misma tarde, pero el incidente no precipitó el divorcio. Al contrario, reavivó fugazmente las llamas de la pasión entre Francisco y yo. Tiempo después nos separamos, en buenos términos. Sin embargo, nunca puedo evocar a Francisco sin verlo salir de ese placard, triste y ofendido, como si yo tuviera que pedirle disculpas a él.
 
 

Par larouge • Alicia STEIMBERG (v.o) • Lundi 16/07/2012 • 0 commentaires  • Lu 1200 fois • Version imprimable

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