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Musicos y relojeros 1° capitulo

Par larouge • Alicia STEIMBERG (v.o) • Lundi 16/07/2012 • 0 commentaires  • Lu 1223 fois • Version imprimable

 Músicos y relojeros

  Mi abuela conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad.

   Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba "comer cadáveres".

   Decía mi abuela que el noventa por ciento de los males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.

   Esas eran primaveras, después de unos inviernos que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas primaveras que no se sabe lo que son.

   Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.


1


   No sé si alguna vez Otilia se hizo la ilusión de que estaba linda. Tal vez alguna tarde de verano, mientras cruzaba la 9 de Julio en tranvía con su novio, un tipo buen mozo parecido a Clark Gable y más joven que ella. Ustedes querrán saber cómo lo consiguió. Fue en un baile, donde ella y su hermana la que le seguía se sacaron un novio cada una.

   Los muchachos eran amigos entre sí. Hacía poco que estaban en Buenos Aires, y se ganaban la vida como podían. También se daban sus placeres de hombres solteros. Con cuarenta centavos disfrutaban de un día de sol: diez para el tranvía hasta el Balneario Municipal, diez para la vuelta, diez para un naranjín y diez para un sandwich de salame. Tendidos al sol, con sus mallas de lana, sus bigotitos y su inocencia, hablaban del futuro.

   "¿Y, che, te casás?", preguntaba Clark Gable. "Y... no...", contestaba el otro. "Yo viajo..."

   Sin embargo, los casamientos se hicieron con sólo un mes de intervalo, poco tiempo después de la charla en el Balneario. Primero se casó Otilia (la suerte de la fea, la linda la desea). Presencié los preparativos. La abuela se ubicó en el patio de la casa de Donato Alvarez, junto a una bolsa de pancitos. Los cortó a todos por la mitad y los untó con algo. En las mesas de caballete que armaron por la noche en el mismo patio, campeaban las fuentes cargadas con los pancitos, los naranjines y la cerveza. No sé si había algo más, porque pocas veces logré acercarme, y cuando lo conseguía tenía que aguantar los besos mojados de las tías, decir cómo me llamaba y cuántos años tenía, y si lo quería a mi hermanito.

   Tampoco pude ver bien el glorioso momento en que las novias abandonaron el hogar paterno y adquirieron la prerrogativa de ser mantenidas por sus maridos. Los invitados se apiñaban alrededor del palio nupcial, iluminado por una bombita eléctrica. Clark Gable y su amigo eran tipos altos; sus cabezas quedaban algo ladeadas bajo el palio, con la lamparita apoyada sobre su peinado a la brillantina. Fuera de este mínimo inconveniente, todo salió bien. En puntas de pie, y estirando inúltilmente el cuello, oí la voz grave del rabino entonando las alabanzas a Dios que inauguran la ceremonia. Yo era chica, pero ya sabía que había que emocionarse, que el vientecito de jazmines venía de la casa de al lado, porque en la de los abuelos no había más que malvones, y que más de un invitado se daba vuelta con irreverencia, en medio de la ceremonia, para lanzar miradas vigilantes a la mesa de caballete. En la primera de estas bodas aprendí algo: no tenía que quedarme hasta el final de la ceremonia en el camino del palio a la mesa. Aquella vez lo hice, y por poco me aplastan.

   Varios años antes se había celebrado otro casamiento en esa casa, del que nací yo y, tres años después, mi hermano (yo tenía que decir si lo quería). Después de los casamientos de Otilia y Amanda, quedaba Mele, una cuarta hermana soltera que todavía lo fue por muchos años. Al cabo del tiempo también se casó, y menos mal, porque si no qué dolor para la madre.

   Poco tiempo después de las bodas de Otilia y Amanda, el abuelo se enfermó y dejé de ir a la casa de Donato Alvarez. No tuve más noticias de él hasta que me llevaron a la Chacarita (porque mi abuelo, ateo, socialista y vegetariano, fue cremado por su expresa voluntad y no descansa entre nuestros familiares en el cementerio judío). No me advirtieron, antes de llevarme al cementerio, que el abuelo se había muerto, para no impresionarme. Estuvimos un rato mirando una cajita donde era imposible pensar que estuviera el abuelo. Otilia y Amanda no fueron al cementerio; por su estado. Mis primos nacieron, también, con un mes de intervalo: primero el hijo de Otilia y Clark Gable, y después el de Amanda y el amigo de Clark Gable. Estos últimos se fueron a vivir a General Pico, y se perdieron un poco de vista.

   Así se cerró una época larga y difícil para la familia, pero linda y divertida para mí. Olisqueaba los bizcochos que la abuela horneaba en la cocina, escuchaba a Mele, Otilia y Amanda cuando ensayaban las obras didácticas de la Agrupación Teatral del Partido Socialista, y miraba nacer un molino de viento en la tela que pintaba Mele. La tela no me interesaba tanto como la paleta, cargada de toda clase de manchas y promontorios de colores.

 

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