Alicia Steimberg
Su espíritu inocente
Su espíritu inocente, Editorial Pomaire, Buenos Aires, 1981.
Yo viajaba en tranvía, sentada en uno de los asientos de madera, con un codo apoyado en el alféizar de la ventanilla abierta, suponiendo que la ventanilla de un tranvía tenga alféizar. Iba bien erguida y segura de mí misma y pensaba: "Tengo diecinueve años. Hago lo que quiero".
El tranvía atravesaba las calles medio desiertas de mi barrio. Pasó por la Plaza Irlanda, donde a veces me llevaban a jugar. Frente a la plaza hay un convento. Los conventos me fascinaban, creo que aún hoy me fascinan: esa vida geométrica de las monjas. Siempre están en fila, o formando triángulos o círculos mientras realizan sus actividades a horas exactas. Me hundí en una página escrita por una monja profesora de historia. Hablaba de los reyes de España y estaba escrita en letra muy pequeña, con tinta de color celeste. Comencé a leer el texto. Decía:
"Los reyes de España siempre fueron españoles y católicos. Los hubo de diversos nombres y rostros y eran todos muy orgullosos. Estaban orgullosos de ser reyes, claro, no es para menos.
Yo que soy monja y por lo tanto soy más humilde que una baldosa no puedo dejar de pensar en el orgullo de los reyes. Los reyes hicieron miles de cosas a través de los siglos, buenas y malas, y no siempre la pasaron muy bien. La tinta con que esto escribo es celeste porque está aguada; creo que la hermana Pía le echó agua porque se estaba terminando. La señorita que está sentada a mi lado en el tranvía y espía mi cuaderno es una curiosa. Es feo ser curiosa, se le alargará la nariz. Boletos. Boletos. Boletos".
Esta última palabra, repetida tres veces, no la leí en la página escrita por la monja sino que se la oí decir en voz alta y muy grave. Qué voz grave tiene esta monja, pensé; tiene voz de contralto. Seguramente es contralto en el coro de la capilla, pero más bien tiene voz de bajo, qué raro: una monja con voz de bajo. Vi una mano velluda extendida en dirección a mí en la actitud de quien espera que le entreguen algo, y pensé que la monja me estaba resultando cada vez más rara. Alcé los ojos de la página de su estúpido cuaderno y me encontré con el rostro inexpresivo del Inspector que me pedía el boleto para hacerle un agujerito con el aparato que llevan todos los inspectores de tranvías para tales fines.
—Perdóneme —le dije, y lo abracé llorando.
—Está bien, está bien -respondió el hombre, comprensivo.
Me puse de pie rápidamente y acompañé al Inspector por el pasillo; bajé con él del tranvía al llegar a la esquina y lo acompañé hasta su casa donde su familia lo esperaba para cenar. Mientras caminábamos por las calles de mi barrio observé que llevaba el sobretodo negro reglamentario y la gorra con las iniciales de su gremio.
—¿Es usted muy pobre? —pregunté.
—Pobrísimo.
Entramos en su modesta vivienda y sin más ni más su mujer comenzó a servir la sopa.
Los niños me miraban sin sonreír. Examiné la sopa.
—Aguada —comenté.
—Claro —respondió el hombre.
Todos nos pusimos a sorber los larguísimos fideos con atención. Uno de los niños sabía absorberlos por la nariz.
—Los Reyes Católicos —comenzó a leer la monja desde un púlpito improvisado en un rincón del comedor.
Todos nos pusimos de pie respetuosamente y volvimos a sentarnos en silencio.
Ahora el tranvía había dejado atrás la plaza y seguía por Gaona; faltaban pocas cuadras para llegar a casa.
—Tengo diecinueve años —pensé con infinito orgullo —Hago lo que quiero. —Y dando un brusco empujón al Inspector de Tranvías sonreí al aviador inglés que me esperaba en la puerta de la habitación alfombrada, con los brazos abiertos. Enseguida empezó la música:
Debes recordar esto:
un beso es sólo un beso,
un suspiro es sólo un suspiro. Las cosas fundamentales de la vida, según pasan los años.
El aviador y yo nos sonreímos y unimos nuestras voces a la del cantante:
Y cuando dos amantes se arrullan
Aún dicen “te quiero”
En eso puedes confiar,
no importa lo que traiga el futuro,
según pasan los años
—Absurdo, —declaró Jeannette Mc Donald desde la cama.
—No es eso lo que se canta. Es:
Un día, cuando éramos jóvenes,
una maravillosa mañana de mayo...
Qué molestia, pensé. ¿Cómo haremos para meternos en la cama con ella? Además lleva ese deshabillé de tul color de rosa y yo llevo el gabán del Colegio.
Bien, no importa, por una vez...
Pero ya había llegado a la puerta de casa y metí la llave en la cerradura. Atardecía. El zagúán estaba en sombras, y mi madre muy enferma, en la cama. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que estaba enferma porque yo la abandonaba. Me quedé inmóvil en el medio de la pieza, y momentos después pasé por la puerta que comunicaba con el comedor para hablar por teléfono con el médico.
—Estoy matando a mi madre —le expliqué.
—Iré en cuanto termine de atender el consultorio— replicó el médico sin hacer más preguntas.
Volví al dormitorio, ordené lo que pude y traje una toalla y una botella de alcohol.
Luego le llevé un té a mamá y me senté a su lado con un libro. Parecía dormir.
El médico llegó a las nueve de la noche, cuando ya las estrellas adornaban el cielo del patio.
—Alcohol, una toalla —ordenó.
—Se los puse en las manos en un santiamén, y me retiré de la habitación. Volví a entrar cuando calculé que el médico ya había examinado a mamá.
—¿Qué tiene, doctor? -pregunté.
—Nada importante. Le he indicado un tónico para fortalecerla.
Temblé.
—¿Cuánto más fuerte se pondrá?
—No podemos calcularlo. Cincuenta caballos, sesenta.
—Doctor, por favor —imploré.
—Alimentación frugal —recomendó el médico.
—¡Doctor!
—Vegetación rala y achaparrada.
El médico se puso el sombrero e hizo una breve reverencia.
Con mucha vergüenza le pregunté cuánto le debía; siempre me ha parecido horroroso que los médicos reciban dinero por practicar el sagrado arte de curar. Como también es horrible pagarle a un maestro. Pero él metió la plata en el bolsillo y se encaminó hacia la puerta con su sobretodo, su sombrero y su maletín.
Eché una mirada al interior del cuarto; mamá parecía descansar tranquila, creo que hasta se sonreía. Fui a la cocina a preparar un té y poco a poco, muy lentamente, recuperé la calma.
Mi pierna. Recostada en la cama a la hora de la siesta, con un libro abierto sobre la almohada, he dejado de leer para observar mi pierna con curiosidad, casi con fascinación. No sólo ha crecido, sino que ha cambiado notablemente. Está más torneada, con la pantorrilla llena, el tobillo más fino por comparación. Veamos las dos piernas juntas. Ahora estoy sentada en la cama con las piernas recogidas, las plantas de los pies bien apoyadas en la sábana. Estas que hasta ayer eran piernas de nena, no muy diferentes de las de un varón, aptas para el triciclo y el monopatín, para la mancha y la rayuela, ahora están adquiriendo esas sinuosidades típicas de las piernas de mujer. Esto es algo que me sucede, claro, yo no he hecho nada en especial para que ocurra. Sin embargo esta tarde de otoño, en el silencio de la casa, bajo el rayo de sol que entra por la puerta de la pieza y baña mi cama, me asombro y me fascino ante estas piernas que no parecen mías. Las miro de frente, de costado, me paro de espaldas al espejo del ropero y tuerzo el cuello para ver la parte de atrás: es cierto que ahora las pantorrillas se han redondeado. ¿Qué hago? Tengo once años, once años en el otoño de 1944. Es posible que haya algo malo, monstruoso, pecaminoso en la forma en que han cambiado mis piernas. Si no, ¿qué me impediría ir corriendo a comunicar mi gozoso descubrimiento? ¡Miren, miren mis piernas! ¡Ya no tengo piernas de nena! ¡Estas son piernas de mujer! Todavía seguirán cambiando, claro. Dentro de unos años, si puedo evocar mis piernas tal como las descubro ahora, me reiré, porque en realidad aún no son nada: no son piernas de nena ni de mujer. Pero, miren,¡miren qué cambio! De ahora en adelante andaré en monopatín por el patio; si lo hago por la calle la gente se reirá viendo a una mujer grande que anda en monopatín. Pero no importa. Esto es cosa mía. Es cosa mía y nadie me la quita.
Pero, ¿por qué está mal?
Bueno, ya he pasado mucho tiempo en la cama, en estas horas después del mediodía. No me permiten mucho ocio. Debo ponerme ya mismo a hacer algo útil. Los deberes, ordenar ni cuarto, lustrar mis zapatos, cualquier cosa. De lo de mis piernas ni una palabra. Me pongo los zoquetes y los zapatos guillermina, y antes de salir del cuarto echo una mirada de reojo a mis pantorrillas en el espejo, tanto como para corroborar mis observaciones. Sí, es cierto.
Salgo al patio. En las baldosas hay una franja de sol, y otra de sombra que proyecta la galería. Qué extraña modorra. ¿Modorra, yo? De veras es raro, porque soy incansable. Pero con gusto volvería a la cama, a leer, a no leer, a mirar mis piernas desde un ángulo y desde otro, en distintas posiciones. Pero eso es ocio, y el ocio está mal. ¿Por qué está mal?
Atravieso el patio y el vestíbulo y entro en la habitación más atractiva de la casa: el escritorio. En el escritorio está la colección de los Diccionarios Enciclopédicos Hispanoamericanos, en veintiocho tomos, edición de 1912. Hasta hace poco todo lo que hacía era abrir un tomo al azar y buscar las páginas ilustradas: flores, frutos, peces, banderas de todos los países. Pero hace algún tiempo he encontrado en ellos una veta mucho más interesante: la de las palabras prohibidas. No sé cuál fue la primera; probablemente, "prostitución". Luego una palabra me llevó a la otra; en cada artículo correspondiente a una palabra prohibida figuraban otras no menos prohibidas que yo buscaría después en el tomo correspondiente del Diccionario, y así me enteraría, aunque el material y el estilo estuvieran algo pasados de época, del significado de la palabra "coito", de "masturbación", "parto" (obsérvese que todas las palabras prohibidas no tienen contenido erótico): "ninfomanía", "satiriasis", "polución" (aún ahora no deja de darme cierto escozor que la gente hable con tanta libertad de la "polución del ambiente", en aquel entonces los habría tomado por deslenguados).
Pubertad. La sola palabra era pecaminosa, con reminiscencias de otras palabras prohibidas. Un día Nélida faltó al colegio, y cuando volvió traía un justificativo escrito por su papá, que era médico. Decía: "Mi hija Nélida estuvo ausente el día... por padecer molestias vinculadas con el desarrollo de su pubertad". Insólito. Claro que el padre de Nélida era médico, y los médicos están autorizados a decir cualquier palabra... Miré a Nélida con admiración y envidia, pero sin entender.
No me había faltado la información mínima necesaria sobre el advenimiento de la menstruación. Me fue comunicada en términos estrictamente técnicos y formales, y no me sorprendió porque ya conocía el hecho por conversaciones con compañeras de colegio. Así supe también que en otros hogares se hablaba con más libertad de ese acontecimiento fisiológico, a pesar de que se trataba de hogares religiosos donde el pecado era pecado y no había vuelta que darle.
El tiempo, inexorable, siguió cambiando mi cuerpo. La ropa infantil, los zoquetes y los zapatos guillermina lucharon denodadamente por disimular los cambios, por aplastarlos, por conservar la loca ilusión de una niñez que se iba para siempre. Pero finalmente venció mi cuerpo. Y hubo quienes no me lo perdonaron nunca.
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