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a proposito de ididoro blaisten (espagnol)

Par larouge • Blaiste Isidoro • Samedi 20/06/2009 • 0 commentaires  • Lu 1601 fois • Version imprimable

Osvaldo Gallone"La risa del desesperado"Semblanza de Isidoro Blaistein

Su producción literaria comenzó con un libro de poesías (Sucedió en la lluvia, 1965) y culminó con una novela (Voces en la noche, 2004). Entre uno y otro extremo, escribió algunos de los mejores cuentos publicados durante el último medio siglo en lengua castellana, cuentos que por derecho propio podrían integrar (y, de hecho, integran) las antologías más exigentes; el elogio no es menor en un país de cuentistas (Borges, Cortázar, Bioy Casares, por no agotar una lista inagotable) situado en un continente de cuentistas (Onetti, Monterroso, Ribeyro, por no agotar otra lista inagotable).
Ya en su primer libro de cuentos (La felicidad, 1969), Isidoro Blaisten consuma dos cuentos que bien pueden aspirar a la categoría de perfectos: intransferibles a otros códigos que no sean los propios y ajustándose a un equilibrio perfecto entre fondo y forma (esos dos elementos perimidos y depreciados por cada nueva vanguardia y que, sin embargo, siguen siendo las piedras basales sobre las que se apoya la arquitectura de la letra): “El tío Facundo” y “Los tarmas”. Pasan los años y sigue siendo inolvidable ese personaje excesivo y jocundo que retorna al seno familiar (mamá, papá, la hermana y el yo narrador) para transformarlo; esa familia de clase media porteña, adocenada y carente de relieve (que bien podría definirse como “familia cortazariana”) que es seducida por el tío Facundo y que termina matándolo porque el tío Facundo ha hecho mucho más que transformarla, la ha desquiciado. Con no menos gallardía y solidez ha pasado la prueba del tiempo (la prueba del ácido) “Los tarmas”, ese grupo de gente metódica y desesperada (metódica en su desesperación) que se asimila a “los termes, que no dejan nada cuando pasan”: con falsos carnés, apellidos adulterados y títulos imaginarios invaden velatorios, ágapes y vernissages para hacer acopio de comida, ropa, donaciones o cuanto fuera menester para la supervivencia diaria: no dejan nada cuando pasan porque tampoco a ellos el azar —uno de los nombres de la fatalidad— les ha dejado nada.
“Mishiadura en Aries”, incluido en su segundo libro de cuentos (La salvación, 1971), exhibe uno de los perfiles más relevantes de la narrativa de Blaisten: su notable percepción auditiva, su capacidad para trasladar a la escritura los modos del habla a partir de un proceso de laboriosa transformación (en tanto que no se escribe como se habla, la mera traslación de un registro a otro redunda en una ineficaz servidumbre mimética). “Mishiadura...” es un largo monólogo que parodia hasta la irrisión los tics y afectaciones de un lenguaje que inficionó el habla porteña durante los setenta y que pretendía —sin lograrlo— articular con propiedad los conceptos del psicoanálisis y del estructuralismo al uso. Vale destacar otro cuento de La salvación: “La puerta en dos”, la historia de Isidoro Fleites, un hombre de treinta y siete años que en su empeño —absurdo, agónico, desesperado— por transformar una vieja puerta de cedro en una biblioteca para acomodar en sus estantes la colección completa de la revista deportiva El Gráfico renuncia a su familia, a su trabajo, a su futuro.
El mago (1974) es un libro inclasificable (se le puede reconocer un parentesco lejano con La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar) donde alternan cuentos breves, brevísimos, diálogos disparatados, parodias lingüísticas y una balada que, con toda justicia, se ha terminado por convertir en célebre: la “Balada del boludo” (brasseniana, sin duda, pero también e indiscutiblemente blaisteniana). Con todo y en su conjunto, El mago suele incurrir en exceso de ingenio, en una irreverencia que en muchas ocasiones se desborda y se termina agotando en el chiste o en el mero desenfado, sin otra ulterioridad que la sostenga o la justifique.
Es en los tres libros posteriores (Dublín al sur, 1980; Cerrado por melancolía, 1981; y Carroza y reina, 1986) donde Blaisten alcanza la medida exacta entre humor y reflexión, y accede al magisterio del cuento.
Repartidos entre esos tres libros están los cuentos “Dublín al sur” (una impecable parodia del Ulises en lo que comporta el género de celebración y homenaje), “Cerrado por melancolía” (un texto fundacional, un atomizado Bildungsroman en el que la escritura opera como gesto iniciático y redentor), “El total” (en rigor, una nouvelle que da cuenta del doloroso agobio de la locura), “Lotz no contesta” (una prueba palmaria de que el cuento como género se asienta en el elemento elidido, deliberadamente silenciado), “Permiso, maestro” (que bien puede parangonarse con los célebres “cuentos de escritores” de Henry James, más concretamente con “La figura en el tapiz”), “Carroza y reina” (un entrañable homenaje a la porteñísima esquina de San Juan y Boedo). Aun después de Carroza y reina, Blaisten publicaría otro libro de cuentos, Al acecho, en la cual la pieza que da título al volumen es una pequeña obra maestra del género policial: la mitad de los lectores —como bien observara Vicente Battista— no advierte quién es el asesino.
Se ha escrito mucho, y con razón, del humor de Blaisten; se ha escrito menos de la melancolía que tiñe sus relatos; menos aún de la desesperación que se desprende de los mismos. El propio Blaisten supo definir el humor de un modo inmejorable: “es una aristocracia del alma”, pero también señaló: “un humorista es un escritor que se ríe de nervios (...) el humorismo es la penúltima etapa de la desesperación.” Resulta evidente que el humorismo campea en la literatura de Blaisten bajo la forma del repentismo verbal, la parodia lingüística, el anacronismo suntuoso y el disparate, un tono absolutamente porteño que enmascara la burla detrás de una máscara de envarada seriedad (basta leer textos como “El gran poeta”, “Mishiadura en Aries”, “Victorcito, el hombre oblicuo”, “La felicidad”, “Ultima empresa” o “Dublín al sur”, entre otros; o los dos libros en los que el autor expone con irresistible gracia su estética, sus obsesiones, sus recuerdos: Anticonferencias y Cuando éramos felices). Pero no es menos cierto que pocos autores han hollado con tanto empecinamiento (y necesidad) la tierra de la melancolía.
Los años que van de 1513 a 1515 conforman el período de los grandes grabados en cobre de Durero: El caballero, la muerte y el diablo (1513), San Jerónimo en su celda (1515), y el más conocido de todos, que data de 1514: Melancholia. Este último muestra a una figura alada —a cuya vera está encaramado un pequeño ángel o querubín—, sentada junto a una construcción severamente dañada o a punto de ser demolida. Ensimismada y sola, está rodeada de objetos: una esfera, una espada cuyo filo se adivina inservible, una balanza, una campana, una tabla numérica, listones de madera, un reloj de arena, cajas a medio abrir, elementos de medición propios de la actividad científica, y hasta un perro flaco, con los ojos clavados en el piso, las costillas dibujadas sobre el lomo y arrebujado en su propia precariedad. La mirada de la figura principal se pierde en un punto que bien se puede asimilar a la nada; a diferencia del Autorretrato con pelliza, de 1500, cuya hierática mirada no tiene fondo; el fondo de esta mirada melancólica, en cambio, es un cansancio indisimulable. El objeto ejerce aquí una inflexible gravitación: no hay espacio que no haya sido sometido a la presencia de un objeto, no hay sobrecarga por imposibilidad de estilización (pocos artistas más sutiles que Durero) sino aliento barroco por voluntad arborescente. Este ámbito abigarrado acaso contribuya a explicar el agobio que transmite la figura principal. En ese compendio de pequeñas obras maestras agrupadas bajo el título de El Renacimiento, Walter Pater señala con acierto que La Gioconda, de Leonardo, sólo puede ser parangonada en fuerza sugestiva con la Melancholia, de Durero.
En su edición de 1912, el Diccionario Enciclopédico Hispano—Americano define la melancolía como un humor —en el sentido hipocrático del término— que se traduce en una tristeza vaga, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que el que la padece no encuentre gusto ni diversión en cosa alguna; el melancólico puede permanecer durante horas en el mismo lugar, con un gesto que expresa tristeza, sufrimiento y angustia. Tal encuadre de corte positivista conviene tanto al tema —creo— como el consagrado por Freud en el artículo “La aflicción y la melancolía” (El malestar en la cultura).
Me he permitido abusar de la digresión —y de la paciencia del lector— porque estimo que en el grabado de Durero y en la definición clásica del concepto de melancolía se compendia el universo narrativo de Blaisten que, en una lectura superficial, puede asimilarse a una mera humorada. En ese universo se constituye el imperio del objeto: una geografía conformada por puertas, teodolitos, lápices, lapiceras, puñales, armas, monedas, cigarrillos, planchas de aluminio, reglas T, ceniceros o banderines. Una abigarrada profusión de objetos que subsume al sujeto, lo condena a una melancolía sin nombre y lo destituye de su identidad (un proceso respecto del cual “Cerrado por melancolía” es un cuento paradigmático). El sujeto blaisteniano se salva por la creatividad (inventa empresas para sobrevivir, una supervivencia que se despliega en sus dos vertientes: la económica y la existencial) o bien se diluye en la más ciega desesperación (que toma, generalmente, las formas del suicidio: “La puntualidad es la cortesía de los reyes”, “El total”). De la aristocracia del alma se pasa al desasosiego del espíritu.
Pienso que el germen de Voces en la noche, la primera y única novela de Blaisten, se puede hallar en “Epílogo y otras maneras”, esa íntima coda autobiográfica que cierra el tomo de cuentos Carroza y reina: “me di cuenta de que los lectores no existían, de que sólo eran una denominación que habíamos inventado para calmar la angustia”. El innominado protagonista de Voces en la noche, un vendedor de camisones y baby—dolls, asume una misión impostergable: eliminar a un desconocido que está dispuesto a arruinar la literatura para todas las generaciones venideras. Cuando, hacia el final de su peripecia, pregunta por qué ha sido elegido, la respuesta no deja de ser harto significativa: “Usted es el único lector que queda. El último lector puro. El último y el único lector que nunca pretendió escribir.”
Resultaría sencillo puntualizar las referencias consagradas y reconocibles que resuenan en la novela: desde Kafka (al cabo, es una Corporación la que pretende que la literatura desaparezca) hasta Borges (el paisaje es un Buenos Aires sugerido pero nunca nombrado, como en “La muerte y la brújula”); más pertinente sería afirmar que la novela está atravesada por las marcas inequívocas que caracterizan toda la producción de Blaisten: una profunda melancolía (traducida en piezas de pensión, rutinas minuciosas, pequeñas miserias y condignas privaciones) mitigada por una instrumentación ejemplar del humor y del absurdo (entre las voces que el protagonista escucha está la de la señora Tokoyama, que le transmite las enseñanzas de un desopilante maestro zen), una galería de personajes que oscila entre la angustia existencial y el dislate, el eximio manejo de la parodia y del tempo narrativo (en cuyo transcurso se verifica el irrefutable triunfo de la ficción: lo aparentemente inverosímil se torna verosímil y el lector suspende su incredulidad a lo largo de los doscientos cuarenta y nueve breves capítulos en los que se divide el libro).
Para Walter Pater, el estilo es “un mismo estado de alma que informa el todo”. No es de extrañar, pues, que los personajes de Voces en la noche compartan la misma estirpe que aquellos que protagonizan los cuentos del autor: Anselmi, Boris, los comerciantes armenios Ruganián y Marsupián, Gregorio Herrero (cuya profesión es la de herrero), entre otros. Pocos autores en la literatura argentina han acuñado un estilo con mayor felicidad que Blaisten, un estado de alma que informa el todo y que ha sabido eludir con autoridad y gracia los modos al uso, las arbitrarias tendencias del mercado y la penosa jerga que la Academia celebra y brinda acceso al dudoso paraíso del canon.
Voces en la noche es una novela soberbiamente escrita; echar mano de semejante perogrullada (un escritor debe escribir bien; nadie se asombra de que el piloto conduzca su avión a destino, o de que el electricista logre subsanar un cortocircuito) reconoce su razón de ser: en un panorama narrativo en el cual, salvo honrosas excepciones, el único registro que parece tener la palabra es el operativo (indigencia que la reduce a su estricta enunciación), poner de relieve el carácter eufónico de Voces en la noche no parece un dato menor. No es gratuito que el primer libro de Blaisten haya sido un libro de poemas, se puede pensar que nunca dejó de usar la palabra en un registro poético: vale decir, ese registro en cuyo seno la palabra no sólo dice, sino que resuena; no sólo es instrumental, sino que es metafórica; no sólo señala, sino que reverbera. Para citar de nuevo a Pater, “todo arte aspira constantemente al estado de música.” En este sentido, Blaisten ha sido siempre un soberbio intérprete.
Desearía concluir este bosquejo con una nota de orden eminentemente personal. Cuando estaba terminando de leer Voces en la noche, me anunciaron la muerte de Isidoro Ike Blaisten a los setenta y un años de edad (había nacido en 1933, murió el domingo 29 de agosto de este año). Creo —quisiera creer— que la irreprimible hilaridad que me produjeron algunas escenas de Voces en la noche, junto con el rendido asombro de siempre por una prosa impecable, fueron un réquiem que él no hubiera desaprobado. Alguna vez confesó: “Creo que si pudiera escribir cinco cuentos perfectos mi vida estaría justificada”; escribió más de cinco cuentos perfectos; su vida, pues, estuvo justificada con holgura. Me tomo el insensato atrevimiento de parafrasear a Cervantes a modo de fraternal despedida: “No más, Ike, sino que Dios te guarde, y a mí me dé paciencia”.

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