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De isidoro Blaisten (vo)

Par larouge • Blaiste Isidoro • Samedi 20/06/2009 • 0 commentaires  • Lu 1425 fois • Version imprimable

Por Isidoro Blaisten
Para La Nación - Buenos Aires, 2002.
La Nación Line - 12/junio/2002

El autor de Anticonferencias y Carroza y reina es uno de los cuentistas más notables de la Argentina, pero tiene un pasado oculto de poeta que ha dejado rastros en su escritura y en su pensamiento. En este artículo reflexiona sobre la predisposición trágica de quienes practican la poesía, compensada por una mirada inclinada a considerar ciertos aspectos del mundo con una sonrisa. En el fondo, sostiene, la poesía y el humor están unidos por la transgresión.



Este pomposo título Latinoamérica dos puntos el humor de los poetas merece ser aclarado. Me parece que, salvo los dos puntos, habría que definir qué es Latinoamérica, qué es el humor y qué son los poetas.
Dicho así parecería anunciar la antesala del tedio, la puerta cancel del aburrimiento. No alarmarse. Seré breve, conciso y discutible.
Ante todo, hay que aclarar que al decir Latinoamérica nos referimos a su literatura y que nos circunscribimos al español, este hermoso idioma que todos hablamos y que nos une y nos separa, nos une en la integración y nos separa en las diferencias.
Es cierto, todos los latinoamericanos de habla española sabemos de qué estamos hablando cuando pronunciamos la palabra amor o la palabra rosa. Pero muchas veces las diferencias son abismales. No hace mucho en un encuentro de escritores, una novelista argentina contó que en una pared de Rosario había visto un graffiti que decía: “Démosle una mano a Cervantes”. Los argentinos nos reímos; el resto de los hermanos latinoamericanos esperaron que termináramos de reírnos con un silencio educado. Evidentemente, la expresión “dar una mano” no tenía el mismo sentido para todos.
Como vemos, la integración latinoamericana no es tan simple. Y aquí viene una curiosa y extraña coincidencia entre dos grandes escritores. Uno de izquierda, el otro no. Estoy seguro de que ustedes se van a dar cuenta de quién es uno y de quién es otro.
Jorge Amado, en cuyo país se habla el portugués, dice, refiriéndose a la literatura latinoamericana, que existen 23 literaturas latinoamericanas, una por cada país, y textualmente afirma lo siguiente: “Por eso digo siempre que la literatura latinoamericana no existe, que existen literaturas... Nada es más diferente de un escritor argentino que un escritor mexicano, de un escritor chileno que un escritor cubano; son por entero diferentes. Son literaturas diferentes”.
Ahora, Borges es aún más terminante, por no decir lapidario. Dice: “Yo no creo que Latinoamérica exista. Pienso que es una especie de haraganería, de comodidad [...]. Hablar de América latina es una generalización que no corresponde a la realidad. Latinoamérica es una superstición y la literatura latinoamericana otra superstición. Acá en el Sur, nosotros nunca pensamos como latinoamericanos. En lo que hace a mí mismo, me considero como un argentino, no como un brasileño, un colombiano o un uruguayo. No quiero decir que sea mejor ser argentino que ser brasileño, colombiano o uruguayo. Lo que quiero decir es que nunca pienso que soy un mexicano.
¿Por qué habría de pensar que soy un mexicano cuando en realidad no lo soy?”.
Bueno, ya definimos Latinoamérica. Ya resolvimos el acertijo. Ahora faltan el humor y los poetas.
Y, sin pretender que nadie me acuse de autoplagio, sin pretender que nadie me compare con Camilo José Cela que inauguró cuatro congresos distintos con el mismo discurso, humildemente voy a citarme a mí mismo y a mis libros Anticonferencias y Cuando éramos felices, cuando lo crea necesario.
En esos libros dije que el humor se parece a la poesía por su mecanismo. Es siempre, en esencia, una metáfora. Establece un misterioso nexo entre dos cosas aparentemente imposibles de comparar. Tanto el humor como la poesía encierran en su mecanismo el júbilo del descubrimiento. Pero mientras la poesía descubre, descorre el velo de la belleza, el humor desgarra el velo de la estupidez humana.
El humor, como la poesía, no es algo que se explica. Borges dice que sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, y agrega: “Hay personas que sienten escasamente la poesía; generalmente se dedican a enseñarla”.
Yo estoy de acuerdo con Borges y tengo para mí que el humor como la poesía, de alguna manera, nos ofrece un ordenamiento del caos, quizá la única forma de ordenamiento, la única forma de salvación, la del absurdo. Por eso decía Lugones: “Yo sé que dos más dos son cuatro, pero me da una rabia”.
Creo que esto es un ejemplo de humor poético. Como lo es esta frase de Federico Peralta Ramos que me llega en una invitación, mientras escribo estas líneas. Dice así: “Solamente consiguen un oasis aquellos que se bancan el desierto”.
Para mí esta frase es una maravilla. “Solamente consiguen un oasis aquellos que se bancan el desierto”.
“Bancarse el desierto” es propiedad del poeta y aun en situaciones límite el poeta tiene noción de su cometido. Cuando Enrique Heine se moría, su mujer, que le había amargado la vida, le dijo: —Te estás muriendo, Enrique. Encomiéndate a Dios para que te perdone.
—No te preocupes —le dijo Heine—. Perdonar es su oficio.
Esto conté en mi libro Anticonferencias, y ahí escribí también: “Sé que la poesía conduce a la locura y que un poeta es como un cartero que corre envuelto en llamas, alguien que corre envuelto en fuego con algo en la mano que tiene que entregar”.


¡Qué alegre que estoy!

Hoy, ahora, veinte años después, pienso que esa disposición trágica que tienen los poetas, me atrevería a decir: todos los poetas, se compensa con la exacerbación constante, permanente y cotidiana del humor. Pero esa exaltación del humor no siempre la vamos a encontrar en su poesía. Después de recorrer Los mejores poemas de Amado Nervo, buscando algo “edificante”, como diría mi madre, sólo encontré estos versos:
Llegó la luz serena,
y a levantarme voy.
La noche se aleja como una gran pena;
¡Qué alegre que estoy!
El hilo del agua, la trémula brisa,
sus más alegres cosas empiezan a decir.
El cielo resplandece como una gran sonrisa
¡qué bello es vivir!

La verdad, después de esto, creo que todos seguimos prefiriendo al poeta triste de “La amada inmóvil”.
Pero estoy seguro de que siempre la poesía y el humor tendrán en común la transgresión de la realidad. Tanto la poesía como el humor destruyen, sin proponérselo, todo lo que en la vida nos resulta insoportable.
En un congreso que se hizo en Chile en 1992, y que se llamaba “Juntémonos en Chile”, el gran poeta ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, asediado por jóvenes y no tan jóvenes poetas que le tendían sus poemarios dedicados, les preguntó con su voz grave y despaciosa si sabían lo que había dicho Tito Monterroso. No lo sabían. “Poeta —dijo Adoum que había dicho Tito Monterroso—, no regales tu libro: tíralo tú mismo”.
En ese mismo congreso latinoamericano, en la mesa redonda sobre “El racismo y los derechos humanos en la literatura de América latina”, Adoum en su ponencia dijo que la última propuesta de un movimiento contra la discriminación de los grupos minoritarios había cambiado la denominación de los gordos y los borrachos, de tal forma que un alcohólico es un individuo de temperancia restringida y un obeso es una persona de desplazamiento amplio.
El poeta cubano Fernández Retamar se proclamó como uno de los últimos románticos, uno de los últimos mohicanos: “Yo no estoy con la revolución cubana —dijo—; yo soy la revolución cubana”. Lo cual no le impidió contar un chiste que circulaba en Cuba. En una conferencia de prensa, Fidel Castro dice:
—El primer problema de Cuba es la comida.
—¿Y el segundo, Fidel? —le pregunta un periodista.
—El almuerzo.
Como se ve, el humor de los poetas iba destruyendo la pomposidad de ciertos temas. Sin embargo, el humor es difícil de encontrar en la poesía de esos mismos poetas. Pareciera ser que la poesía no está hecha para la dulce alegría que entraña el humor.
Y los poetas tienen razón. Imaginemos un poema que nos hable de lo bien que le va al poeta y a su señora. Los dos tienen un buen trabajo y cinco chicos que no les traen ningún problema. Cada uno de los chicos tiene su cuarto propio. Los dos adolescentes, el casalito, la nena y el varón, no han probado jamás la droga y a la nena jamás le pasó nada en el picnic del Día del Estudiante. El poeta y su señora han pagado ya la última cuota de la casita y ahora van a sacar un crédito para otra casita en un country.
Además de provocar una envidia feroz, todo esto carece de sustancia poética porque, generalmente, por no decir siempre, es la tristeza el único motor poético. Es siempre la imposibilidad, como en el poema de Lugones. La posibilidad de la pérdida nos descubre el amor. Dice Lugones:
Al promediar la tarde de aquel día,
Cuando iba mi habitual adiós a darte,
Fue una vaga congoja de dejarte
Lo que me hizo saber que te quería.

Esa vaga congoja de la despedida hace que el poeta se dé cuenta de que está perdidamente enamorado.
No es lo mismo sentir una vaga congoja de dejarla que decirle “Chaucito” o “Se non ti vedo piú” o “Nos hablamos”.
Estos versos: “Fue una vaga congoja de dejarte / Lo que me hizo saber que te quería”, valen para mí por todo un tratado de psicología, porque el hombre o la mujer que sienta esa vaga congoja está irremediablemente enamorado.
Pero quizá fue Rubén Darío el poeta que escribió algo que a mi madre le habría parecido realmente edificante. Rubén Darío tuvo la presunción de la alegría, la celebración del poema donde lo vital se aúna con la tristeza. Quién no recuerda la “Sonatina” de Darío: “La princesa está triste”; pero con la misma enjundia, el mismo fervor y la misma perfección, escribe un soneto que, según mi humilde opinión, es una especie de oda a la alegría. El soneto se llama “A los poetas risueños”; transcribo estos versos:
Anacreonte, padre de la sana alegría;
Ovidio, sacerdote de la ciencia amorosa;
Quevedo, en cuyo cáliz licor jovial rebosa;
...
Prefiero vuestra risa sonora, vuestra musa
risueña, vuestros versos perfumados de vino,
a los versos de sombra y a la canción confusa.


Que al fin más fea es la muerte

En todos los grandes poetas hay un sustrato de alegría, una ambición de dicha que muchas veces desbarata la tragedia de sus vidas, como una compensación quizás o como un tributo.
Acerca de esta necesidad resultan extremadamente lúcidos estos Versos sencillos de José Martí:
¡Penas! ¿Quién osa decir
que tengo yo penas? Luego,
después del rayo, y del fuego,
tendré tiempo de sufrir.

En una anticonferencia titulada “Para qué sirve un poeta”, hablé de los poetas sin tinta: “Los poetas sin tinta son, a saber: los chicos, los locos y el pueblo”. Quiero decir que hay invenciones verbales que constituyen toda una creación que nadie registra: son la oculta poesía del pueblo. En Cuba, cuando Nikita Kruschev decidió, ante la presión de los Estados Unidos, retirar los misiles rusos de la isla, surgió un estribillo que los cubanos cantaban y que decía así:
Nikita, Nikita,
lo que se da no se quita

Estos son rasgos de poesía momentánea que el tiempo se lleva y la belleza lamenta.
Y en esa misma anticonferencia, “Para qué sirve un poeta”, rescaté un hecho real ocurrido en Córdoba medio siglo atrás. Hace cincuenta años corrían los años cincuenta. El deseo sexual atenaceaba a los jóvenes. No se podían tener relaciones sexuales antes del matrimonio. En Córdoba, un muchacho invita a una chica al cine. La invita a ver La princesa que quería vivir. La oscuridad del cine es proclive a las caricias. El joven empieza un manoseo procaz, feliz, contumaz. Aprovecha el momento en que Audrey Hepburn mete la mano en la boca abierta de la cara de granito. La cuestión es que en el momento de máximo suspenso en medio del cine, con la pantalla en silencio, se oye un cachetazo. En el momento en que Gregory Peck aparece detrás de la fuente y la pantalla se ilumina, todo el cine se da vuelta. La luz de plata ilumina a la pareja que está en las filas de atrás. Entonces el joven se levanta indignado, se arregla la corbata y dice:
—¡Pa' que aprendas!
Y busca la salida caminando despaciosamente sobre la alfombra.
Esta insólita reacción, esta muestra inaudita de presencia de ánimo, esta fulminante transformación de la realidad, implica toda una creación, donde la poesía deja ver su magnificencia y transgresión.
Un amigo chileno decía que “la poesía es muy fácil. Toda chiquita y pa'abajo”. Esto, que yo he repetido en cuanta conferencia he dado, hoy aquí tiene sentido. ¿Por qué tiene sentido? Porque la poesía no está solamente en el verso ni en la formación de los versos, todos chiquitos y pa'abajo, sino en el alma de las palabras, que pueden estar en los libros, en la prosa o en la voz del pueblo.
En cuanto a la prosa, el brillante cuentista guatemalteco Augusto Monterroso ha escrito una sentencia que en su brevedad combina magistralmente el humor y el desenlace poético. Dice así: “Los enanos tienen un sexto sentido para reconocerse entre sí”.
Ahora bien, pese a que no es fácil encontrar muchos ejemplos del humor dentro de la poesía, rescato este poema de Lugones. En su romance “El reo”, cuenta la historia de un soldado que va a ser condenado a muerte por desertor. Se trata de un muchacho buen mozo, bailarín y jovial, que antes de morir en la plaza pública rodeado de gente pide bailar una cueca. Le hacen el gusto y baila, engrillado y feliz, al son de una guitarra, como olvidando que va a morir.
En esa época, la tradición indicaba que si antes de ser fusilado alguna mujer ofrecía casarse con el condenado, la pena sería conmutada. Vale la pena ver con qué gracia cuenta Lugones, en octosílabos perfectos, el final de esta historia.
El caso es que para el reo
No fue el destino tan cruel
Porque una dijo que estaba
Pronta a casarse con él.
La que a esta carta perdida

Se juega de tal manera,
Es, con sorpresa de todos,
Ña Justa la pastelera.
Parda jamona, y de yapa
Bizca por su mala suerte,
Aunque todos reflexionan
Que al fin más fea es la muerte.
Y que un culpable indultado,
A quien la cárcel aguarda,
No va a andarse con melindres
Sobre si es negra o es parda.
Ella le hace caridad,
Porque al fin es un suicidio
Pasar la vida esperando
A la puerta del presidio.
Con lo cual bien los asombra

Cuando ruega muy entero,
Que los ojos le desaten
Porque quiere ver primero.
Y en cuanto echa su vistazo,
“No me conviene la prenda”,
Dice con resolución,
Y vuelve a pedir la venda.
Recibió sus cuatro tiros
Dándose por satisfecho,
Y así la pobre Ña Justa
Sufrió el último despecho.
Miserias por esperanzas
Ella buscó decidida.
Y al rigor de la fealdad
Él sacrificó la vida.
No sé qué creerán ustedes,
Mas yo tengo para mí
Que merece algún respeto
Quien supo morir así.

Esta soberbia descripción de la muerte del soldado finaliza con un momento poético. Triste pero poético. Creo que un momento poético es un destello en la oscuridad, porque uno no puede pasarse la vida saludando en el ascensor, pagando el monotributo y hablando del riesgo país. La vida son momentos, momentos que son siempre algo para recordar, y ahí está la literatura y ahí está la poesía, y el humor que dimana de la ejecución de la poesía. Somos los momentos poéticos que vivimos. Nada más que eso.
Roberto Arlt cuenta en una crónica el caso de un hombre que está parado en una esquina y de pronto se detiene un tranvía y una mujer, una soberbia mujer, lo mira desde la ventanilla. Es una mirada lenta, plena y total. Pero es el año treinta, 1930, el terrible año de la crisis y el hombre no tiene los diez centavos para tomar ese tranvía.
El tranvía se va, la mujer se va, y el hombre queda solo. Quizá se ha ido el amor y ha quedado sólo ese momento, algo para recordar.


Con mucha envidia en el alma

A veces el humor se percibe en ciertos poemas y en ciertos poetas como una de las formas de la venganza. Nicolás Guillén, el gran poeta cubano, en El son entero, dice:



Hay gente que no me quiere
porque muy humilde soy;
ya verán cómo se mueren
y que hasta su entierro voy.

Vamos a ver cómo Rubén Darío, mediante el humor, exorciza el dolor de las humillaciones recibidas. En 1886, cuando Darío tiene 19 años y es totalmente pobre, un amigo le recomienda: “Vete a Chile, a nado si no tienes dinero”. Y Darío, esperanzado, se va. Se va a Santiago. Pero en Chile no la pasa muy bien. La sociedad no tolera —y aquí viene la descripción que de él hace su amigo Borne—, la sociedad no tolera a “ese personaje extraño, flaco, moreno, marcadamente moreno, de facciones niponas, de cabello lacio, negro, sin brillo, que vestía ropas que gritaban el recién salido de la tienda y en las que parecía sentirse cohibido, enredado para andar, amarrado para saludar, desconfiado, retraído, de escasa palabra, lenta y sin animación”. Esta es la descripción de un amigo; imagínense lo que dirían sus enemigos.
Entonces Rubén Darío se venga de esa sociedad pacata en el libro que se llama Abrojos, donde encontramos lindezas como éstas:
Me tienes lástima, ¿no?,
y yo quisiera una soga
para echártela al pescuezo
y colgarte de una horca,
porque eres un buen sujeto,
una excelente persona,
con mucha envidia en el alma,
y mucha baba en la boca.

O esta otra, para alguna niña de la que quizá también se vengó:
Cuando cantó la culebra,
cuando trinó el gavilán,
cuando gimieron las flores
y una estrella lanzó un ay;
cuando el diamante echó chispas
y brotó sangre el coral,
y fueron dos esterlinas
los ojos de Satanás,
entonces la pobre niña
perdió su virginidad.

Y por último creo que el humor es en los poetas una forma de destruir la muerte. “Espérame y yo volveré/ para que rabie la muerte”, dice aquel poema de Simonov.
En tal sentido, el famoso poeta dominicano Manuel del Cabral escribió “Una carta a mi esqueleto” plena de gracia y magia. He aquí un fragmento:
Cuando yo estoy amando,
me vigilan tus crujidos.
Comprendo...
Yo me acuesto contigo
Antes que con mi amante.
Sin embargo,
tú te quedarás...
y yo seguiré andando.

Tú cabes en mi cama como quien va de viaje,
te sientas en mi silla como un mueble con vida.
mas si a ratos sonrío, me sales por la boca.

Sólo un poeta puede lograr que el esqueleto, el símbolo de la muerte, cumpla un acto vital.


Momento irrepetible

Pero yo sé de alguien, alguien que murió muy joven, a los 44 años, injustamente olvidado como suele ser injusto el olvido, que escribió una poesía nutrida de la esencia del pueblo, una poesía singular y distinta, argentina y sentimental, atravesada por la muerte, pero que, extrañamente, como si estuviese compensando ese presentimiento de la muerte, esa solemnidad de la muerte que tenía en la mirada, era el exponente máximo del sentido del humor que yo haya encontrado en un poeta.
Estoy hablando de Mario Jorge de Lellis. De Lellis era un estupendo creador verbal, capaz de soliviantar los menudos sucesos, darlos vuelta al revés y producir siempre algo inesperado.
En una etapa de mi vida, cuando yo era muy joven, tuve la suerte de frecuentarlo diariamente. Teníamos juntos un taller de fotocopias (fotocopias negras, como las de antes), en una oficina de la calle Florida, en el tercer piso de una casa antigua, y a la salida siempre íbamos a tomar un vino o dos. Una tardecita estábamos sentados en un viejo y largo boliche de la calle Tacuarí, un boliche que ya no está. Estábamos en silencio, mirando hacia la calle, cada uno rumiando sus propios problemas, problemas sentimentales (en aquella época se estilaba tener problemas sentimentales). Cuando en eso entró un hombre extrañísimo, chiquito, morrudo, como de otro tiempo, con un sombrero hongo empotrado hasta las cejas. Despaciosamente, fue mirando con severidad todo el salón. Cuando nos vio se acercó un poco más y nos estudió con una insistencia torva, casi despreciativa. Y se fue. Con la misma dignidad con que había entrado, dio media vuelta y se fue.
Nos miramos en silencio. Entonces Mario dijo: “Inspector de angustiados”.
Una tarde, el ascensor de la oficina en la calle Florida no andaba. Debíamos subir por las escaleras hasta el tercer piso. De pronto sentimos un taconeo. Evidentemente, una mujer bajaba las escaleras. Los tacos resonaban acompasados, rítmicos, sugerentes como una música. ¿Cómo sería esa mujer? Los dos lo pensamos. Por fin, en el tramo final, en el rellano final, la mujer apareció. Era decepcionante. La mujer siguió hasta la salida. Nos dimos vuelta al unísono, pensamos que quizá, de atrás, algo mejoraría, pero no. Peor. Entonces Mario dijo: “Puro tacos”.
Y esto es todo. Heidegger definió a la poesía como la fundación del ser por la palabra. Creo que nada somos sin esa palabra y que hay en la intimidad de los seres humanos un momento irrepetible en que esa palabra debe ser escuchada. Es entonces cuando la poesía y el humor “sobre el puente del daño se hacen señas”.

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