Gesto
30-03-2012 |
En los gestos el inconsciente se revela; en los gestos el inconsciente se rebela.
Por Jorge Consiglio.
En el 2005 visité miércoles de por medio a un dentista durante tres meses. Me tuve que hacer un tratamiento de conducto para colocarme después un perno con una corona. En ese tiempo conocí las distintas clases de sufrimiento que pueden afectar al ser humano. Alcancé a distinguir tres. La primera, llamémosla literal, se centra en el martirio de la carne, se corresponde con un dolor brutal e inmediato. La segunda, más asordinada, tiene que ver con la latencia de ese dolor. Es un eco, una memoria del escarnio. Y la tercera, que en virtud de su refinamiento es la más intensa, se relaciona con el tormento psíquico. Para ser más claro: el tiempo en que no estaba cara a cara con el odontólogo, lo usaba para imaginar qué me depararía nuestro próximo encuentro. Basada en la experiencia, mi imaginación era implacable.
El dentista era un tipo de unos sesenta años. Pelado y ojeroso. Trabajaba con el torno, al que se empeñaba en decirle turbina, con una precisión milimétrica. Una vez que perforaba la muela, horadaba la pulpa de la encía y buscaba profundidad. Enseguida, metía una lima en el hueco con la intención de pescar el nervio. Si yo hubiera tenido la fuerza suficiente, hubiera lanzado “un relincho azul, morado y negro”, igual al del guanaco del poema de Jorge Leonidas Escudero cuando recibe el tiro de carabina. Pero mi urbanidad –y un estúpido pudor- me impuso silencio. Entré sin quejas a la sombra.
Lo notable es que mientras el dentista trabajaba, permanecí con los ojos abiertos, bien abiertos; razón por la cual, en mi cabeza, aquel dolor quedó asociado a una imagen. Se trata de la blanca cara del dentista, pero más que la cara lo que nunca conseguí olvidar es su gestualidad en aquellos momentos. Cuando el tipo usaba la lima, enarcaba las cejas (como si estuviera sorprendido), dilataba las aletas de la nariz (movimiento que resaltaba las arrugas del mentón), torcía la boca y alargaba los labios, como si quisiera libar el almíbar de un fruto imposible. El inconsciente imponía su danza sobre aquellas facciones. La mueca se relacionaba con la concentración que la tarea exigía: la tensión de la pinza al ganar un milímetro en mi conducto se traducía en la cambiante topografía del rostro. Hubo momentos en los que pensé que el dentista iba a acompañar el movimiento con un sonido, que iba a gemir o a dejar escapar esos ruidos que a veces proferimos y que parecen lamentos. Pero no. Permaneció en silencio. De todas maneras, su esfuerzo parecía puesto en pos de la elocuencia. Aunque creo que nadie sería capaz de descifrar su mensaje.
Hay un campo creciente dentro de la ciencia que estudia el significado expresivo, apelativo o comunicativo de los movimientos corporales y de los gestos aprendidos o somatogénicos. Se llama quinésica. Pero más apasionante que esta disciplina me resultó un libro de Michitaro Tada, que se llama Gestualidad japonesa. En este texto, Tada comenta que el idioma corporal tiene raíces más sólidas en el ser humano que cualquier palabra, porque se conecta, por una parte, con la dimensión profunda de la psicología del individuo y, por otra, porque forma parte de una herencia cultural. Dice, por ejemplo, que rascarse la cabeza es un gesto típico de los japoneses y que una hipótesis para justificar esta conducta se relaciona con una vieja costumbre que consistía en que las niñas, en tiempo de crisis, luego de limpiar un andon (lámpara de pie japonesa) se pasaban las manos por la cabeza para aprovechar el excedente de aceite. Esta conducta se transformó de a poco (sufrió las variantes del tiempo) en un patrón habitual a fuerza de repetición: un pequeño gesto (rascarse la cabeza) respaldado por el iceberg de la tradición.
Es un hecho: con los gestos uno dice más de lo que quisiera. Y, por supuesto, genera reacciones. Es raro. Hace poco organicé en casa un almuerzo familiar. Invité a mi viejo y a su mujer. Comimos un exquisito strogonoff de lomo. Tomamos vino tinto con cuerpo. Una maravilla. Antes del postre, mi viejo hizo un gesto que le conozco bien: bajó levemente la cabeza, fijó la mirada en un punto ciego (no pestañea en esos momentos) y se llevó las manos a la cara como si se hubiera enterado de una tragedia. El gesto termina con los dedos comprimiendo los ojos. La expresión refleja cansancio. O, mejor, una enorme angustia frente a la vida. La angustia de un hombre que confrontó con lo irreparable. Pero a mi viejo no le pasaron cosas tan terribles, o le pasaron las cosas terribles que sufrimos todos. El tema es que cuando lo veo hacer ese gesto me siento mal, muy mal. Es como si me dijera que el mundo es demasiado atroz para su alma. Y mi malestar nace de la imposibilidad para amortiguar el golpe de lo real. Me frustra no poder ayudarlo: mis fuerzas son siempre escasas para generar amparo. Me dan ganas de abrazarlo y decirle: quedate tranquilo, papá, no pasa nada. De ahora en adelante voy a poner el pecho por vos. Sin embargo, me quedo sin decir palabra, con la certeza de mi completa inutilidad para modificar la implacable existencia. No sé, me digo. Encojo los hombros.
Pero, pensándolo bien, tal vez la cosa no sea como yo la imagino. Tal vez el gesto no tenga nada que ver con el estado de decaimiento con que lo relaciono. Quizás lo único que expresa sea fastidio social. O ni siquiera eso: quizás sea la mejor forma que encontró mi viejo para despejarse de la modorra que le causa la digestión.
fuente: http://blog.eternacadencia.com.ar/?p=21069&cpage=1#comment-27367
cortesia del autor
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