de Leonardo Huebe El fin del mundo,
cuento de Leonardo Huebe Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa. Cuando me desperté pensé que este iba a ser un buen día. Un domingo de esos en los que el sol no deja que el aire frío moleste, en los que respirar es fácil, en los que está permitido levantarse más temprano que tu esposa y tu hija, vestirse, dejar en el botiquín del baño un anuncio del futuro paradero y salir a buscar una de las mesas ubicadas en la vereda del Purple Rain Pub. Parecía uno de esos días; pero me equivoqué. Pedí un café y tres medialunas. En el camino había decidido romper mi dieta de jubilado y vivir una mañana de fiesta con harina, glucosa y cafeína. El mozo me ofreció “El Heraldo”, pero lo rechacé: no quería que algún detalle de la realidad me cambiara el humor. Tenía pensado disfrutar del desayuno y luego cerrar los ojos para adormecerme, de cara al sol, en los sonidos urbanos, ser cada vez más leve, intentar quedarme sin ego. El tráfico escaso, los pájaros, algún ladrido lejano, pronto fueron un perfecto rumor de mar grave y constante. Como siempre, fue con el mar que la brisa comenzó a descarnarme, a elevarme apenas, a purificarme. Sé que soy injusto, que su memoria no se lo merece, pero no puedo evitar que de entre todas las cosas que debía agradecerle al doctor Mosca, la de la relajación estuviera en el tope de la pirámide. Y eso que Mosca, desde la época de la Facultad de Medicina (aquellos primeros años de la década del setenta en los que importaba más la política que aprender a extraer un apéndice) hasta su muerte, había sido mi mentor y protector bajo cualquier circunstancia. Fue Mosca el que me consiguió la residencia en el hospital de Paso Obligado, el que me prestó un departamento, el que me fue presentando, en cada viaje que hacía a la ciudad, a los que serían mis futuros pacientes. Fueron esos amigos de Mosca los que me insistieron y ayudaron financieramente para que abriera mi consultorio en un chalecito sobre la avenida Roca, frente a la estación de trenes, a tres cuadras de la comisaría. Viví y trabajé diez años en ese chalet. Me enamoré y me casé en esa ciudad. Fui protegido por Mosca y sus amigos, que me aceptaron como a su médico, como a alguien en quien confiar, como a uno de ellos. Me pidieron favores que me recompensaron con una vida. El sol se metió dentro de mí. Yo ya no tenía forma: me sentía un gas rojo que se dispersaba en el aire. Me estimulaba saber que para cualquiera que pasara por allí yo sólo era un viejito sentado en la vereda disfrutando de la mañana, y no un organismo vivo que estaba allí conectando mi conciencia a la naturaleza, acomodando mi respiración y mis latidos al ritmo del universo. Ahora que lo pienso, eso es lo que me define desde mi juventud: la dualidad; el ser una cosa mientras que para la sociedad soy otra. Hay noches en la que yo mismo me sorprendo falseándome mi verdadera historia, como si lo existido hubiesen sido los sucesos de una novela mediocre. Podría excusarme explicando que en esa época era habitual el uso de la violencia, podría excusarme diciendo que para juzgar los hechos individuales no se puede dejar de lado el contexto histórico, podría excusarme señalando que en esos años iban armados hasta los mancos. Pero en mi caso, lo cierto es que excusarme sería mentir: Mosca me enseñó un camino y yo caminé por él sin siquiera mirar a los costados. La posición social que hoy tengo y la pequeña fortuna de la que disfrutamos con mi familia es el premio por no haber dudado de seguir en ese sendero. Había una guerra, dijo Mosca en una de nuestras últimas reuniones en Mar del Plata, donde vivía, y nosotros la ganamos. Nadie puede acusarnos de nada. Aquello fue lo único en lo que Mosca se equivocó. Recuerdo que una noche me llamó por teléfono para decirme que un par de personas lo habían nombrado en el Juicio por la Verdad. Me repitió lo que ya le había dicho a los demás: final de las reuniones del grupo, perfil bajo, mantenerse seguro, entre familiares y amigos. Cuando se despidió no intuí que sería para siempre. Ya era etéreo cuando desapareció el sol. Al principio creí que era la traición de una nube, así que decidí esperar a que el viento la alejara. Cuando noté que la oscuridad persistía, abrí los ojos. Delante de mí había un hombre parado. Aún volviendo, lo confundí con el mozo. Luego, noté que repetía, como en una letanía, “hijo de puta, hijo de puta”. Me concentré en su figura; lo focalicé. —¿Puedo ayudarlo? —le pregunté. No lo veía bien, ya que el sol estaba detrás de él. —Ayudarme —dijo y se rió con amargura. —Qué necesita —agregué serio. —Ayudarme —repitió él y siguió riéndose. —Usted ya me ayudó. Me ayudó bastante. En el setenta y ocho. Se jugaba el Mundial. Escuchaban a Muñoz. Agujerearon las paredes a balazos cuando Fillol le atajó un penal a los polacos ¿No se acuerda? Yo sí. Fue en Paso Obligado. En el subsuelo de la comisaría. Usted me ayudó mucho: si no fuera porque me auscultaba, me tomaba el pulso y les decía cuando parar y cuando seguir yo hoy estaría muerto. Con mi esposa fue diferente: un día se la llevaron, pensé que por su estado y por su inocencia para liberarla. Ilusiones: ella no apareció nunca más. Éramos maestros y nos gustaba enseñar, no la política. No sabe lo que me alegra verlo. La verdad es que lo descubrí saliendo de su casa y lo seguí hasta acá. No me animaba a acercarme. A esta altura uno empieza a creer que ustedes están todos muertos. Pero usted era joven, claro. Recuerdo como lo llamaban: ¡Decile a El Tordito que mientras descanso me revise a éste! ¿Se acuerda?, pedazo de mierda. No sabe la alegría que me da haberlo encontrado vivo. —No sé de qué me habla, y si no se retira voy a llamar a la policía. —Llame, llame tranquilo. Aunque antes le recomiendo pensar en cuál de los dos va a tener que dar más explicaciones. Se rió con tristeza. Me sentía incómodo hablándole sentado a un hombre parado, casi una sombra con el sol a su espalda. Quise incorporarme; él apoyó una mano en mi hombro y me hundió en la silla. Teníamos una edad parecida, pero el odio que sentía por mí le daba una fuerza a la que no podía oponerme. Miré hacia el Purple Rain: no había nadie a quien hacerle una seña para pedirle ayuda. Pensé en Mosca. En su pie derecho desnudo, en el pulgar enganchado al gatillo, en el caño del FARA en su boca. También pensé en Angélica. La llevé a casa con el ombligo recién cortado. Le dije a Elena que era huérfana. Ella me miró a los ojos y no dijo nada: ahora sí era madre. La llamamos Angélica. La consentimos siempre. Teníamos un talento especial para malcriarla. De niña fue Barbie. De adolescente Patti Smith. La rescaté de lugares inmundos; fui, por primera vez, violento; la encerré en una granja donde algunos amigos le limpiaron toda la mugre. Me pregunté muchas veces si Angélica no sería así simplemente por una cuestión química, por cosas relacionadas con la genética. —Sabe, yo no podía creer que hicieran todo aquello a cara descubierta. Usted hasta traía el guardapolvo blanco. ¿Se acuerda? ¿Tan seguros estaban? ¿El cura, vive? Ese hijo de puta venía y mientras nos daban máquina nos leía parábolas bíblicas. Si lo ve mándele mis saludos y dígale que todavía hay noches en las que sueño con su voz. ¿El comisario, vive? Ese hijo de puta estaba las veinticuatro horas tocándoles las tetas a las mujeres. ¿Se acuerda? Ni mi esposa, embarazada de siete meses, se salvaba. En ese momento, en el que el terror se me manifestaba con un sudor frío, en que recordaba la única vez que había sido partero, el hombre cambió su postura: aferrando los apoyabrazos de la silla que yo ocupaba, lentamente se acomodó en cuclillas. Vi su rostro: era un Papá Noel desprolijo. —Bueno; ahora sabe lo que estoy buscando. ¿Fue nene o nena? ¿Quién lo tiene? ¿Sobrevivió? —¿Pasa algo, doctor? —preguntó el mozo desde la puerta— ¿Lo están molestando? — No pasa nada —le contesté sin mirarlo—. El amigo se está despidiendo. El hombre asintió con la cabeza, se enderezó y retrocedió dos pasos. Decidido, introdujo una mano en el bolsillo interior de la campera. Temí lo peor: imaginé una pistola. Observé, a sesenta metros, como Elena y Angélica se acercaban al Purple Rain. Venían haciéndose cosquillas; en la tranquilidad del domingo se escuchaban sus risas. Con alivio, vi que el hombre me apuntaba con su teléfono y me tomaba un par de fotografías. Se alejó en silencio. No giró. No volvió a mirarme. Sólo se subió a un auto viejo y se fue. Angélica se sentó a mi lado y Elena, parada en el mismo lugar que aquel hombre había abandonado, me preguntó: —¿Quién era? —No sé; nadie —contesté resignado—. Uno de esos tipos que joden los domingos anunciando el fin del mundo. |
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