UNO
Como todavía no empezaba el Show de Sabrina Love, Daniel recorría los sesenta canales del cable robado, dejando a las imágenes durar apenas unos segundos. Un locutor, el fondo del mar, unas jirafas, autos persiguiéndose, mujeres venezolanas hablando, lava volcánica, las autopistas en la madrugada de España, un hombre con cara de terror, unas manos decorando una torta. Pasamos enton. Tu nunca podrás. Most incredible and amaz. Tástrofe de los úl. Allóra il vècchio. Un corte super. La llanura del. Pará Laurita. Una sola historia a toda velocidad en la que el sol del mapa satelital meteorológico brillaba sobre el documental de Kenya donde copulaban los leones mostrando los dientes en la misma posición que la pareja norteamericana del canal pornográfico que también mostraba los dientes y cerraba los ojos como queriendo olvidar la imagen del noticiero de esos iraquíes que apuntaban sus ametralladoras hacia el arquero argentino que caía de rodillas y levantaba los brazos porque sabía que iban a fusilarlo y entonces veía toda su vida en un solo fogonazo comenzando por los dibujos animados de su infancia. Una historia infinita que Daniel aceleraba como intentando apurar el tiempo que faltaba para el programa de Sabrina Love. Sólo se detenía en el beso de alguna pareja que empezaba a desvestirse en la penumbra azulina de una película clase B, rogando que se demorara la toma del fuego en la chimenea fundida con el frente de un edificio en pleno día siguiente donde la actriz haría un gran esfuerzo por mantener la sábana a la altura de las clavículas.
La luz del televisor achicaba y agrandaba la habitación, hacía aparecer muecas extrañas en las mujeres desnudas de los posters desplegables pegados en las paredes, arrugados por la humedad de las lluvias que habían desbordado los ríos del Litoral hasta tapar la ruta provincial que comunicaba a la ciudad de Curuguazú con Buenos Aires. El calor de la noche era el aliento de un animal inmenso. Sentado al borde de la cama, Daniel se mataba los mosquitos y cambiaba los canales apretando los botones del conversor con una aguja de tejer. Cuando se quedaba mirando un programa la hacía zumbar en el aire con una cadencia hipnótica, sin desviar la mirada de la pantalla. En la otra mano sostenía un papel con un número anotado: 2756. De vez en cuando se detenía en el canal para adultos. Ahora eran dos mujeres lamiéndose interminablemente al borde de una pileta. Ya la había visto. Faltaban dos coitos más con las correspondientes escenas dialogadas entre medio, los títulos y después, por fin, el Show de Sabrina Love.
Salió de la habitación y cerró la puerta con una llave que guardaba en el bolsillo. Cruzó a oscuras el patio con su andar adolescente, medio desarticulado, como si le quedara un par de talles grande el esqueleto. Se oían los perros de la cuadra ladrándose en la sombra cálida. Fue hasta la cocina y abrió la heladera. Se quedó sintiendo el frío, mirando los frascos y las sobras. Sacó sólo un botellón con agua y cerró. Oyó los pasos cortitos de su abuela y el golpe de dos tiempos del andador.
-¿Danielito, sos vos?
-Sí, abuela.
-¿Qué hacés levantado?
-Tenía sed.
Como todavía no empezaba el Show de Sabrina Love, Daniel recorría los sesenta canales del cable robado, dejando a las imágenes durar apenas unos segundos. Un locutor, el fondo del mar, unas jirafas, autos persiguiéndose, mujeres venezolanas hablando, lava volcánica, las autopistas en la madrugada de España, un hombre con cara de terror, unas manos decorando una torta. Pasamos enton. Tu nunca podrás. Most incredible and amaz. Tástrofe de los úl. Allóra il vècchio. Un corte super. La llanura del. Pará Laurita. Una sola historia a toda velocidad en la que el sol del mapa satelital meteorológico brillaba sobre el documental de Kenya donde copulaban los leones mostrando los dientes en la misma posición que la pareja norteamericana del canal pornográfico que también mostraba los dientes y cerraba los ojos como queriendo olvidar la imagen del noticiero de esos iraquíes que apuntaban sus ametralladoras hacia el arquero argentino que caía de rodillas y levantaba los brazos porque sabía que iban a fusilarlo y entonces veía toda su vida en un solo fogonazo comenzando por los dibujos animados de su infancia. Una historia infinita que Daniel aceleraba como intentando apurar el tiempo que faltaba para el programa de Sabrina Love. Sólo se detenía en el beso de alguna pareja que empezaba a desvestirse en la penumbra azulina de una película clase B, rogando que se demorara la toma del fuego en la chimenea fundida con el frente de un edificio en pleno día siguiente donde la actriz haría un gran esfuerzo por mantener la sábana a la altura de las clavículas.
La luz del televisor achicaba y agrandaba la habitación, hacía aparecer muecas extrañas en las mujeres desnudas de los posters desplegables pegados en las paredes, arrugados por la humedad de las lluvias que habían desbordado los ríos del Litoral hasta tapar la ruta provincial que comunicaba a la ciudad de Curuguazú con Buenos Aires. El calor de la noche era el aliento de un animal inmenso. Sentado al borde de la cama, Daniel se mataba los mosquitos y cambiaba los canales apretando los botones del conversor con una aguja de tejer. Cuando se quedaba mirando un programa la hacía zumbar en el aire con una cadencia hipnótica, sin desviar la mirada de la pantalla. En la otra mano sostenía un papel con un número anotado: 2756. De vez en cuando se detenía en el canal para adultos. Ahora eran dos mujeres lamiéndose interminablemente al borde de una pileta. Ya la había visto. Faltaban dos coitos más con las correspondientes escenas dialogadas entre medio, los títulos y después, por fin, el Show de Sabrina Love.
Salió de la habitación y cerró la puerta con una llave que guardaba en el bolsillo. Cruzó a oscuras el patio con su andar adolescente, medio desarticulado, como si le quedara un par de talles grande el esqueleto. Se oían los perros de la cuadra ladrándose en la sombra cálida. Fue hasta la cocina y abrió la heladera. Se quedó sintiendo el frío, mirando los frascos y las sobras. Sacó sólo un botellón con agua y cerró. Oyó los pasos cortitos de su abuela y el golpe de dos tiempos del andador.
-¿Danielito, sos vos?
-Sí, abuela.
-¿Qué hacés levantado?
-Tenía sed.
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