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un extrait de Fuegia en v.o.

Par larouge • Belgrano Rawson Eduardo • Samedi 13/06/2009 • 0 commentaires  • Lu 1382 fois • Version imprimable

Fuegia

   Al Norte no había montañas ni bosques sino estepas con buenos pastos y un río llamado Agrio. Los canaleses raramente llegaban ahí, pues era dominio de los parrikens. Estos detestaban a los canaleses, le tenían horror al agua, se habían olvidado de navegar y comían poco pescado. Se relamían, en cambio, por un insignificante conejo llamado coruro, debido a lo cual eran conocidos como “tragacoruros” por sus vecinos del Sur.
Cierto día llegó a Río Agrio un promotor de espectáculos. Se llamaba Bongard y venía en busca de algunos caníbales para presentar en la Exposición Universal de París. Después de bastante trabajo, logró capturar a una familia de parrikens.
Acostumbrado al acoso de escenógrafos y utileros, Bongard resolvió que llevaría también a sus perros y sus pieles de guanaco, además de un kauwi completo y hasta una canoa inservible que halló tirada en la playa.
Los parrikens hicieron furor en París, aunque no movían un dedo en favor del espectáculo. Para desilusión de Bongard, se negaron de entrada a cumplir el programa, según el cual tirarían al blanco, encenderían fuego con pedernal y plumón de ganso y tallarían una piragua frente al público. Tampoco hubo modo de hacerlos armar su propio kauwi, por lo que Bongard llamó a un carpintero. Aunque luego se declaró satisfecho, el resultado no era muy claro. El kauwi del carpintero local tenía un aspecto equívoco, mezcla de wigwam cheyenne con bungalow africano.
Por la mañana, cuando las mujeres barrían el pabellón, los parrikens estiraban un rato las piernas y curioseaban a través de las rejas del boulevard Sabathier. Desde ahí se veían los parroquianos del Café Chaumontel. Un negro antillano lustraba de mesa en mesa. Los parrikens ardían de curiosidad: no habían visto un negro en su vida y mucho menos un negro como aquél. El negro pegaba un corcovo en cuanto ellos sacaban la nariz. Los apuntaba con el cepillo y sus clientes parpadeaban sorprendidos al descubrir a los parrikens. Cuando lograba olvidarse de ellos el negro lustraba con mucho ritmo, tamborileaba con el cepillo y todo el mundo le festejaba el concierto. Luego los parrikens volvían adentro; más tarde llegaba la gente y la Exposición cobraba color.
Los caníbales de Bongard ocupaban un sector con palmeras y un estanque cristalino. Las orillas estaban cubiertas de musgo y en medio del agua reposaba una flor del Paraguay. Los visitantes tomaban el té bajo una glorieta celeste. Era una escala encantadora en pleno pabellón de Sudamérica, siempre que no se pelearan los perros o que los parrikens dieran la nota con alguna cochinada. Bongard se deshizo finalmente de los perros y empezó a dejar sin comer a los parrikens que culearan en público o mearan en el estanque. Repartió un poncho boliviano a cada uno, para remediar su manía de soltarse el quillango en el momento menos pensado. Los parrikens ya no se pasaban las horas tirados. El espectáculo fue mejorando, hasta que un día Bongard consiguió que los propios caníbales atendieran las mesas con sus ponchos bolivianos. Pero ya nada alcanzaba para competir con las funciones de teatro, los desfiles de modelos, los números de acrobacia y los concursos de orquídeas que se ofrecían en los demás pabellones. Una tarde tocó la banda del acorazado Dugueselin y el francés descubrió que sus mesas estaban vacías. Mientras los fuegos artificiales reventaban el cielo y llenaban de horror a sus artistas, Alain Bongard decidió que había llegado la hora de buscar nuevos rumbos. Dedicó una mirada final a su glorieta celeste y se largó para siempre.
Al día siguiente, el negro del Café Chaumontel esperó inútilmente a sus enemigos. La Exposición duró hasta el otoño y a su término se desarmaron los pabellones y se perdió todo rastro de los parrikens. Al poco tiempo fueron vistos en el puerto de Vigo. Habían oído que para llegar a su isla era preciso viajar a Montevideo. Se pasaban el día en el muelle, por si alguien quería llevarlos. Cuando atracaba algún barco, una mujer se apartaba del grupo y preguntaba con indecible dulzura: “¿Muntivideu?”

   Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros.
Los criadores tenían sus propias ideas sobre el tipo de ovejas que requería Sudamérica. Ante todo, se proponían trasladar las virtudes de la oveja europea a sus salvajes productos malvineros. Así compraron una gran variedad de carneros que nunca se aclimataron: no pasaba semana sin que algún padrillo vistoso bajara meneando el culo por la planchada. El más célebre de todos fue Tiberio, hijo de Mameluke y Pretty Maid y nativo del condado de Wesley. Aunque llegó con varios kilos de menos, los entendidos le vieron todas las condiciones impuestas por el Manual del Ovejero a un padrillo superior: porte aplomado, cabeza con pelo fino, cuello imbatible, patas abiertas, lomo generoso y prometedores testículos
Los dominios de Tiberio iban desde la cordillera hasta el mar. Al cabo del tiempo, aquel sitio contaría con embarcadero privado y un ferrocarril hasta el Atlántico. Tendría también unos imponentes galpones de esquila y más adelante vendría el teléfono y un convertible Panhard Levassor que brillaría todas las tardes junto al invernadero. Pero hasta entonces sólo había dos millones de hectáreas con aquellas ordinarias ovejas que clamaban por buenos padrillos.
Se llamaba Quartermaster. En setiembre, cuando los gansos negros entraban en celo, era el mejor lugar de la isla. Los parrikens partían por las colinas en busca de pájaros, como espíritus mañaneros entre la bruma. Nadie sabía muy bien adónde se dirigían. Para el otoño volverían mucho más gordos, con sus collares de huesos de benteveo. Los de collares más largos serían los más gordos de todos y algunos traerían collares de cuatro vueltas.
Sus encuentros con los criadores todavía eran pacíficos. Los criadores parecían inquietos por la soberbia con que cruzaban sus campos. Los parrikens se veían pasmosamente serenos y tenían una mirada que corría por el cuello.
Empezó a crecer la sospecha de que el negocio caminaría mejor con la isla desocupada. Los criadores finalmente se preocuparon por aquellas figuras que transitaban a peligrosa distancia de los carneros. Por el momento, los parrikens sólo iban tras los guanacos, que bajaban hacia la costa en invierno y volvían a la montaña en verano. Eran demasiados guanacos para la paciencia de los criadores, cansados de lidiar con los alambres tumbados y la voracidad de aquellas criaturas. Cuando sacaron la cuenta del pasto que consumían, redoblaron sus esfuerzos para eliminarlos y pronto las enormes manadas dejaron sus campos y se perdieron en la Cordillera del Humo.
Los problemas empezaron al poco tiempo. Los parrikens se comieron un padrillo Rambouillet y colgaron la cabeza en un alambrado. Su dueño se lanzó tras ellos y esa misma noche, mientras los bandidos roncaban, pudo meterles sus perros adentro del kauwi. Estos pusieron tanto entusiasmo que el dueño del Rambouillet no debió gastar ni una bala. Pero una semana después aparecieron trescientas ovejas desgarronadas. Estas cosas se hicieron costumbre. El Grisú vibraba de historias: alguien había dejado en la costa una vaca marina adobada con cianuro y los parientes de los finados, como desquite, le robaron quinientas ovejas y les rompieron las patas. Un parroquiano enseñó varias fotos que mostraban a los parrikens en plena comilona sobre una ballena varada. Al parecer la fiesta llevaba unos días, pues muchos dormían cómodamente entre los pliegues de grasa mientras otros se alejaban cargados de carne. Un tipo llevaba un pedazo de lomo sobre los hombros, con la cabeza asomada por un agujero. Otra foto dejaba ver a dos parrikens boca abajo, comiéndose la ballena entre un enjambre de perros.
Ya no se ahorraban palabras sobre la falta de devoción, la estupidez y el desapego al trabajo de aquella gente. Los armadores ingleses sacaron a relucir otro asunto: toda la isla era un nido de vulgares rateros de playa. Denunciaron sus costas como las peores del mundo y los aseguradores doblaron las primas. El caso del Talismán vino a confirmar este punto. Dos sobrevivientes del naufragio cayeron en manos de los parrikens. La policía de Río Agrio halló una tarde a las víctimas en la Ensenada del Negro. Sólo uno estaba con vida. Los parrikens le habían cortado los labios.
Con la misma elocuencia que usaban para lamentarse por la crueldad del clima, la ruindad del suelo, el abandono oficial y la falta de créditos, los ovejeros pidieron que los parrikens fueran declarados Calamidad Nacional. Pero su tono quejoso había cambiado. Mandaron una advertencia al gobierno. Mientras los parrikens siguieran allí, era de balde que se hablara de paz y progreso.

Camilena
Camilena Kippa con su madre
 

Bueno: la isla se llenó de fantasmas. Cada tanto, algún forastero preguntaba por ellos. Periodistas, profesores de historia, gente por el estilo. Querían averiguar la suerte de Camilena Kippa y de Tatesh Wulaspaia, mientras tomaban toda clase de notas acerca de los misioneros de Abingdon o de Beltrán Monasterio. Pero su principal objetivo era la matanza de Lackawana. Muchos los escuchaban incrédulamente, convencidos de que a las víctimas se las había llevado la gripe o sus propias desavenencias. Sostenían que Camilena Kippa sobrevivía en una caleta perdida junto a un hombre treinta años más joven. Pero todo era bastante difuso y los forasteros terminaban el día comiendo una fritada en el Grisú, en compañía de algún comedido que los llevaría hasta Lackawana.
La bahía quedaba cerca de Río Agrio y sus visitantes siempre llegaban con tiempo para ver la bajamar. Había veinte metros de diferencia entre marea y marea y durante el reflujo Lackawana se transformaba en un sitio extraño. El fondo del mar emergía rápidamente y el agua retrocedía por canales profundos. Algunos capitanes aprovechaban entonces para limpiar el casco y los barcos tumbados en el barro parecían los restos de una tragedia. Con un caballo habilidoso se podía llegar sin problemas hasta el islote Grappler, pero convenía estar muy atento al bramido que anunciaba el retorno del océano. En el pasado, este islote había sido el rincón preferido de los lobos forasteros. Al empezar cada año, los parrikens marchaban a Lackawana para su célebre cacería. Mucha gente aseguraba que Thomas Jeremy Larch los había agarrado en este sitio.
De vez en cuando estallaba la polémica. Por algunas semanas, Los diarios metían bastante ruido. Durante uno de aquellos bochinches, un cura piadoso escribió a Buenos Aires: “¿De qué sirve remover todo esto? Ya no resucitaremos a los pobres desgraciados. Y aquellos que los mataron ya no están entre nosotros, pero ahora convivimos con sus descendientes. Querido padre: no le temo a la verdad. Pero prefiero decirla entre líneas, para no faltar a la caridad”.
Durante la temporada de esquila, Los criadores triplicaban su gente. Los fondeaderos se llenaban de cargueros matriculados en Liverpool. También recibían curiosas visitas, como una goleta fletada para estudiar el paso de Venus o alguna goleta polar que huía del pack. El Grisú desbordaba de capitanes gritones que organizaban almuerzos a bordo. Sólo así alguien podía salvarse del capón a la parrilla o del infaltable puchero de oveja, a cambio de un Irish stew o de un Foie de mouton sauce bordelaise. Los capitanes de Liverpool daban pequeños paseos en break hasta Punta de los Apuros. Allí había un torrero con quien charlaban un rato. Este jamás olvidaba mostrar su trofeo: un reloj con dedicatoria del Almirantazgo Británico por sus servicios a los barcos procedentes del Pacífico.
Punta de los Apuros era un paraje siniestro. A lo largo de medio siglo el torrero había sido testigo de incontables desgracias que se obstinaban en hacerle recordar. Ahora estaba achacoso y ya no servía para ese trabajo. Subía despacio par la escalera, mientras la marejada castigaba su faro amenazando con arrancarlo. En los contados días sin viento el viejo sacaba una silla al balcón y daba unos cabezazos al sol. A través del estrecho se divisaba la Isla de la Mujer y las lanchas a vapor que acechaban a los veleros. Con tiempo calmo, estos veleros eran arrastrados por la correntada y únicamente las lanchas podían zafarlos.
Pero la tarifa de los lancheros era extorsiva y los capitanes tozudos terminaban sobre las rocas. Desde el faro reververaban los techos de Río Agrio y el imponente contorno del islote Grappler. El torrero había contemplado este panorama millones de veces, pero nada sabía de una matanza.
A menudo, en mitad de la noche, era sacudido par los chorlitos que se estrellaban contra los cristales. Odiaba estos despertares, porque no hay escena más lúgubre que una tormenta nocturna contemplada desde la torre de un faro. Pero igual se levantaba, por si la nubazón ya cubría la linterna. En tal caso no volvía a la cama. Ponía la pava en el fuego y sorbía un mate tras otro. Su mayor obsesión era ésta: que la luz matinal le trajera la imagen de un barco sobre la costa, destrozado por culpa de su faro del carajo.
Alguna gente palidecía al saber que Thomas Jeremy Larch seguía en la isla, rozagante como un muchacho. A tantos años del episodio de Lackawana, aún vivía en Río Agrio el matador de parrikens. Cualquiera podía topárselo par la playa, donde solía pasear con su perro en los días serenos.
Su mucamo parriken los vigilaba desde la casa mientras pasaba el plumero. Se llamaba Beltrán Monasterio. A veces dormitaban los tres en la galería, pero las caminatas sobre la costa estaban reservadas al perro.
Decían que Beltrán había sido criado por Larch y que se había vuelto tan fino como un camarero de la Kosmos Li’~e. Era uno de los pocos ejemplares auténticos que aún quedaban en la isla. Los invitados aprovechaban para estudiarlo a sus anchas cuando servía la mesa. Beltrán vivía orgulloso de su peinado impecable y de su cardigan ajustado. Pero los forasteros parecían esperar otra cosa del último parriken. Cada tanto lo ponían a prueba. Una vez Larch le rogó que bajara la calavera del aparador, que tenía junta a sus descoloridos diplomas del British Museum y de la National Geographic. Todos apostaron que Beltrán perdería el aplomo, pero éste agarró el cráneo tranquilamente, le pasó una gamuza y lo entregó con delicadeza. El cráneo llevaba una etiqueta pegada: “Tatesh Wulaspaia. Recuerdo de Lackawana”.
Cuando Larch estaba en vena era capaz de seducir a cualquiera con sus historias del archipiélago. Si alguien pretendía escarbar su pasado, el propio Larch le facilitaba la cosa con un prolijo resumen de las fábulas en boga. A través de su boca, la leyenda negra sonaba ridícula. No daba el tipo de matador. Y sin embargo, jamás conseguía desvirtuarla del todo. Con el tono reprimido y suave de algunos tipos violentos, por momentos parecía resuelto a defender su mala fama. Pero la noche no transcurría en vano y después de caer en contradicciones flagrantes, iba perdiendo su aureola y al final sólo quedaba como un viejo macaneador.
Para sus dos vecinos más próximos era solamente un buen compañero de pesca. Vivían al otro lado del río y admiraban a Larch por cosas tan simples como su pericia para caminar por la orilla sin que las truchas lo vieran. Daban por hecho que a los ochenta un hombre había purgado sus culpas y se había ganado el derecho a que nadie lo jodiera. El inglés disponía de mucho talento para tratar con los perros o para tasar de un vistazo una hebra de lana, de modo que disfrutaban charlando sobre carnadas y ovejas con una botella en el medio. En cuanto a Beltrán Monasterio, no le prestaban mayor atención que al zumbido del viento y sólo se acordaban de él poco antes de retirarse, cuando era preciso llevar al viejo a la cama. Luego Beltrán se metía en su pieza. Tenía prohibido tirarse en el piso, de modo que dormía en un catre tendido con un sobado quillango. Se acostaba vestido y permanecía de espaldas, con los ojos clavados en el tragaluz. En otros tiempos solía despertarse en el suelo. Pero ahora tenía un perfecto dominio y ya no le importaba dormir en lo alto. Sobre el tragaluz se juntaba la nieve. Muchas veces, a través de los vidrios, veía pasar sus recuerdos. Por ejemplo, su madre corriendo a los perros mientras se doraba la carne, o el estrépito de una fogata al revivir en la noche. El fuego se consumía con ramas muy pobres que debían reponer todo el tiempo, hasta que repuntaba de pronto encandilando a la gente. Había un boquete encima del fuego. Cuando empezaba la nieve, Beltrán miraba los copos que se metían adentro. A menudo resultaba difícil ubicarse junto a las llamas, pero cuando alguien conseguía un buen sitio lo dejaban tranquilo. Durante la noche podían pasar otras cosas. Era normal despertarse con hambre y salir por un pedazo de carne para poner en el fuego. La carne pendía de un árbol y cualquiera podía servirse. Otras noches eran muy plácidas y caía mansamente la nieve y los copos entraban por el boquete y flotaban sobre el rescoldo.

   Una tarde pasaron los amigos de Larch por la casa. Primero lo habían buscado en la playa, pero sólo vieron algunas gallinas que mariscaban en la bajamar. Revisaron la galería y encontraron al inglés sobre un charco de sangre, tan tieso como su perro. Presintieron de inmediato que Beltrán Monasterio había partido. Antes de marcharse había cortado los testículos de su patrón y se los había dejado en la boca. Nadie volvió a verlo jamás.

 

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