Un espía irreverente
Por Sylvia Molloy
Para LA NACION - Nueva York, 2006 Escribir sobre un escritor que uno ha leído pero con quien no ha intimado -pongamos por caso, en lo que me concierne, Borges- acaso no sea tarea fácil pero es sin duda tarea posible. Escribir sobre un escritor que uno ha leído y a la vez conocido como amigo, sobre todo si la persona de ese escritor es profusamente inolvidable, es en cambio tarea ímproba. La figura del escritor -uso el término en su sentido de construcción retórica- es tan fuerte que se vuelve, ella misma, texto legible, tan importante como los textos escritos. Fue sin duda el caso de Oscar Wilde para muchos lectores que eran, también, sus amigos, y acaso para quienes no lo eran. Y es sin duda el caso para mí de José Bianco. La escritura de Bianco, como la de Gide, una de sus presencias tutelares, practica la litote. Es discreta y rehúye lo abiertamente confesional; a la vez, es profundamente autorreferencial, casi autobiográfica. Digo casi porque Bianco tenía plena conciencia del límite -el título mismo de su primer relato, escrito a los dieciocho años, cuando ya intuía quién iba a ser- ante el cual había de detenerse, límite autoimpuesto que era, en cierto modo, su medida. Durante su vida entera José Bianco leyó y releyó diarios y memorias con fruición. Piénsese en sus luminosas páginas sobre Léautaud, Benda, Julien Green y desde luego Gide; en su familiaridad con la gran tradición de los memorialistas clásicos como Saint-Simon y La Rochefoucauld; en su asidua frecuentación de Proust, otro escritor casi autobiográfico. Piénsese también en su lectura implacable de estos cultores del yo y en la disección (no se me ocurre mejor término) que hace de los diarios de Léautaud o la correspondencia de Proust, haciendo resaltar pequeñeces, debilidades, pero también momentos de grandeza. La lectura de estos textos, para Bianco, era en sí un ejercicio autobiográfico, una suerte de autoescrutinio que no era necesario poner por escrito. Bianco se retrataba al leer a otros, al espiar su quehacer, noble o necio, como el joven personaje de Las ratas o como el joven Marcel de En busca del tiempo perdido. Si bien Bianco nunca pensó en escribirse autobiográficamente -su misma vocación de lateralidad le impedía asentar, siquiera un momento, esa imagen central de sí que exige el acto autobiográfico-, no sé si alguna vez habrá pensado seriamente en ceder al ejercicio más desperdigado que son las memorias. Muchos lo instábamos a que lo hiciese y algunos han grabado sus recuerdos, pero en Bianco la memoria no estaba al servicio del documento histórico sino que era ejercicio hablado: Bianco hacía historia, sí, al contarse pero era historia irreverente. Al evocar a Bianco, uno de los escritores más literarios del siglo XX, lo primero que acude a mi mente es, por cierto, esa incandescente oralidad: una oralidad trabajada como representación (como es la oralidad de todo causeur) con sus tics y manías, con sus expresiones levemente en desuso, con la precisión asombrosa de sus mots justes. Ese calculado despilfarro verbal no es demasiado frecuente en escritores, sobre todo en los escritores frecuentados por Bianco que son, de algún modo, sus interlocutores literarios: James o Proust, por ejemplo, escritores si se quiere tímidos, más espectadores (grandes voyeurs, incluso) que partícipes, guardan lo mejor de sí para su escritura. Otro tanto hacía Léautaud, ese gran chúcaro. Pero para Bianco la oralidad era una performance literaria más, otra manera de narrar. Al contrario de Mallarmé, para quien todo culminaba en el libro, para Bianco el libro era punto de partida tanto de una conversación como de una literatura, ambas hechas de citas pasajeras, de referencias que surgían sin aparente esfuerzo, con la naturalidad de quien habla de viejos amigos que, en el momento en que el causeur los convoca, todos creemos conocer. Para mantener viva la parte no escrita (aunque no menos literaria) de una obra, es preciso tener testigos con memoria. Confieso que mi recuerdo de Bianco, del hombre Bianco, comenzó a afantasmarse inmediatamente después de su muerte: me era necesario acudir a las maravillosas fotografías que otro gran ausente, Rolando Paiva, le había tomado, fotos de un Pepe sonriente que tienen, para mí, el sabor de la felicidad. Recuerdo que escribí una nota sobre él, a manera de nota necrológica, pero no recuerdo dónde se publicó e incluso si se publicó. Lo que es más: no encuentro copia de esa nota, que antecede mi escaso dominio de la tecnología electrónica. Como la Jacinta de Sombras suele vestir, esa nota existe y no existe: acaso, postergada en algún cajón, algún día vuelva a mis manos. Recuerdo, sí, que en esa nota intentaba rescatar mis recuerdos de Pepe con la precisión que tenían entonces y que, bien lo sabía, se iría empañando. Recuerdo que comenzaba hablando de mi dificultad de caminar por la calle Larrea hasta la esquina con Juncal, mi empeño en evitar esa esquina en la que forzosamente levantaría la mirada para ver el piso donde ya no estaba Pepe. A veinte años de haber escrito esa nota, todavía me cuesta pasar por esa esquina. Recuerdo que también contaba mi primer encuentro con él, en Sur, muchos años (unos quince por cierto) antes de trabar amistad con él. Yo era estudiante, estaba preparando un trabajo sobre Ricardo Güiraldes y Valéry Larbaud, y alguien me sugirió hablar con Victoria Ocampo. Era ésa mi primera incursión en el mundo de las letras argentinas. Victoria no estaba, y mientras la esperaba me recibió Bianco, quien me pareció tan hospitalario y brillante como me pareció aterradora Victoria cuando por fin irrumpió en el escritorio de Bianco. Lo acusaba de la desaparición de unos libros de Jean Giono y asistí entonces a un duelo verbal, tan rico en vociferaciones infantiles por parte de Victoria (”Usted me los ha robado y se lo voy a contar a su madre”), y en ironía por parte de Pepe (”A quién se le ocurre leer a Jean Giono”), que debía ser, pensé, parte del ritual diario de la revista. En un momento Bianco hizo un ademán en mi dirección y dijo: “Pero la señorita?”. “Me importa un carajo la señorita”, contestó Victoria y salió dando un portazo. Pepe puso los ojos en blanco, con una expresión que habría de verle más tarde miles de veces (a menudo, aunque no aquella vez, acompañada de la frase “Qué me contás”), y no dijo nada. Luego siguió conversando, dando generosamente su tiempo y sus comentarios incisivos a una chica tímida a quien no conocía y que se interesaba por dos autores que no eran precisamente santos de su devoción.
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