Otra gente
El abuelo está sentado frente a la casa en medio de una gran mancha de luz. El sol le golpea desde arriba y a ratos la cabeza desaparece en una llamarada que le baja por el cuerpo. Tiene los pantalones recogidos hasta las rodillas para que el calor se le meta en los huesos, pero por lo visto ya no le cabe ni siquiera eso dentro del pellejo. Está flaco y sumido como una urraca y las piernas son dos estacas peladas de esas que escupe el río. No se le mueve un pelo y a ratos simplemente parece un muñeco. Sin embargo el hueco negro de los ojos se le vacía de repente y los anteojos relumbran como fogonazos que le vuelan la cara.
Detrás de él la casa se empina contra el cielo, un poco ladeada hacia el molino. Las sombras se le marcan negras e intensas, a contragolpe de la luz, de manera que parece más hueca y vacía y, por supuesto, más grande. A esa hora. A mediodía se achata y llamea. Por la tarde se empequeñece. Al oscurecer se anima y hasta se mueve.
Su madre aparece un momento en la puerta, mira hacia donde está y después se la traga el hueco de sombras.
La Tere se mueve en los corrales. Entra y sale de una mancha de sombra a una mancha de luz. En este momento reaparece sobre el piso blanco y movedizo del corral de patos. Está un poco más alta y un poco más gruesa y el pecho se le hincha debajo de la blusa. Tiene la cara arrebolada y la piel lustrosa a punto de reventón como los caquis que su madre pone a madurar sobre la campana de la cocina.
Más lejos, a través de las acacias, sobre un reverbero que palpita, el Román raja la tierra. Los surcos nuevos son más negros. Los pájaros revolotean sobre el Román a veces tan cerca que con alzar una mano podría tocarlos. De vez en cuando se para, se pasa la mano por la cara y mira hacia la casa. Eso acaba de hacer, justamente. Levanta la mano y le sonríe. Él responde con un gesto desde la sombra de la acacia. Luego levanta el barrilete y se lo muestra al peón, pero éste ha vuelto a inclinarse sobre la tierra.
El Román le estuvo ayudando a preparar el barrilete todos esos días, después del trabajo. Se sentaban en la galería a la caída de la tarde y, con la Tere que canturreaba a sus espaldas, primero armaron el esqueleto, luego pegaron los papeles con aquellos lindos flecos roncadores y la tarde anterior el Román, después de sopesar el juguete con aire crítico, dispuso las riendas y le amarró una cola. Sosteniéndolo en alto, contra el viento, se estremecía como un pájaro. Primero lo hizo el Román. Después él. Entonces sintió aquel frágil temblor que le bajaba por el brazo y se le metía en el cuerpo.
El perro bayo, que estaba echado junto al pozo, cruza lentamente la gran mancha de luz y va a tirarse al otro lado, debajo de la sembradora. Casi tropieza con el viejo porque está cegatón. Antes lo seguía a todas partes y hasta jugaba con él, pero ahora parece sumido en muchas y graves cavilaciones. La Tere se ha puesto a cantar. Oye su voz, retazos de su voz, detrás de los corrales. El vastago del molino golpea en lo alto cada vez más rápido. Lo ha oído golpear toda la noche. Empezó al atardecer, cuando se sentó con el Román en la galería. Se miraron y sonrieron. Llegaba el viento. A Alejo le gusta ese ruido. Suena en lo alto y se escucha desde cualquier parte. A veces se mete debajo del molino y arrima una oreja a la armadura de fierro. El ruido baja entonces desde arriba como un trueno y le hace temblar el cuerpo. Mientras dure habrá viento.
Alejo termina de ovillar los cincuenta metros de piola, levanta el barrilete con cuidado y él mismo sale a la luz. El viento viene desde el bañado, pasa sobre el galpón y se pierde por encima de los pinos. Entre el galpón y los pinos hay suficiente trecho como para remontar el barrilete.
El viejo sigue quieto como un muñeco. La Tere canta Cabeza de melón. Es la única que canta, aparte del molino. Nunca oyó cantar a su madre y sin embargo tiene una boca dulce.
Alejo se para frente a los pinos, que siente zumbar a sus espaldas. El vastago golpea y golpea. Levanta el barrilete, que tiembla y se sacude en la mano. Traga aire y echa a correr. El barrilete se sacude más fuerte y comienza a tirar de su mano. Por el rabillo del ojo ve la figura inmóvil del abuelo, la mancha de luz que cabecea, la punta de la casa que gira y se recuesta contra el cielo y el galpón que crece rápidamente. Los flecos chasquean sobre su cabeza como si transportara una rama encendida. Entonces suelta el barrilete y cuando vuelve la cabeza lo ve colgado del aire contra el brillo oscuro de los pinos.
Tira de la piola y corre y el barrilete golpea en el aire y sube más alto. La cola roza la cresta amarilla de los árboles y el pino más alto lo oculta por un momento, pero él siente en la mano su aleteo. Tira y corre otra vez y el barrilete se empina sorbido por aquella gran luz que le golpea en los ojos. Alejo oye allá abajo el ruido de sus pasos sobre el lomo áspero de la tierra, pero su cabeza está muy lejos, metida en el viento.
El vastago golpea alegremente y la yoz de la Tere rueda de un lado a otro. Tan pronto le brota en la oreja como golpea al fondo del camino, débii y entrecortada.
Ahora ve nada más que la cresta encendida de los pinos y la punta ladeada de la casa que saltan en el borde de sus ojos. Por encima, el barrilete trepa y se zambulle en el aire como un pez de papel. En realidad no ve otra cosa.
De pronto los golpes del vastago suenan más espaciados. |B1 barrilete vacila un momento y comienza a caer a los cabezazos. Alejo, ya cerca del galpón, cobra rápidamente la piola y el barrilete se remonta unos metros, sin fuerza. Cuelga flojamente del cielo un instante y luego se hunde en dirección de la casa. Alejo ya no tiene lugar para correr, de manera que recorre algunos metros de piola mientras los pinos y la casa suben por sus ojos. El barrilete cabecea bruscamente y tira de su mano. Luego corre de lado rozando el borde oscuro de los pinos y por fin se precipita de punta sobre el techo de la casa.
El molino se ha parado por completo. No hay una gota de viento. La casa, por su parte, ha comenzado a llamear. Dentro de un rato aparecerá su padre en la punta del camino. Apenas ve al abuelo, en medio de la luz, como una mancha de bordes encendidos.
Alejo recoge el hilo hasta que queda tenso. Tampoco ve el hilo, sólo unos pocos metros que suben y se pierden en el aire. Tira con cuidado y siente que el barrilete se arrastra sobre el techo. Tira otro poco y el hilo se resiste. Ha quedado enredado en el borde oxidado de alguna chapa o en un clavo. Si sigue tirando terminará por cortarse o, lo más probable, los filos y los clavos desgarrarán el papel. Siente los desgarrones en la propia piel, las chapas y los clavos con cabeza de plomo que le brotan en las piernas y los brazos. Al mismo tiempo siente el olor y el calor de las chapas recalentadas por el sol. Hace tiempo que no sube al techo. La última vez fue con el Román, el verano anterior.
Llovió un día seguido y la casa goteaba por todas partes. Su padre le previno que no subiera porque una vez arriba no se estaba quieto y aflojaba los clavos, pero apenas se marchó el viejo el Román lo dejó subir con él. Desde allí las cosas se veían distintas, tal vez como debían ser realmente. Abajo veía tan sólo unas pocas y el resto era un montón de ideas. Sabía todo el tiempo que más allá de los pinos estaba el camino y en mitad del camino el puente, la laguna detrás de la loma y al fondo del campo el montecito de mimbre, pero salvo un trozo polvoriento del camino, en realidad un trozo de tierra pelada y reseca que podía ser cualquier otra cosa, no veía nada de eso.
Había que ir hasta allí en cada caso y entonces dejaba de ver todo lo otro, como si se borrara y perdiera una cosa a cambio de otra.
El abuelo empuja las ruedas y hace correr la silla unos metros. Los bujes están gastados y resecos de manera que a cada vuelta producen un golpeteo áspero y estrangulado que se mete en los oídos como una lezna. Su madre asoma la cabeza. El ruido en cierta forma se parece al abuelo, como si saliera de sus huesos. A medida que se sume se vuelve más áspero y dañino. No habla, pero si lo hiciera, pues lo haría justamente en esa forma. Nunca fue un tipo alegre como el Román, por ejemplo, pero de todos modos cuando estaba sano se comportaba como el resto de la gente. Después enfermó y comenzó a secarse como un higo.
Ahora no queda de él más que la piel y los huesos y esa cabeza de urraca con el pellejo agrietado de la que no puede salir nada bueno. Últimamente le ha dado por hacerse encima y parece sentir cierto placer en ello. Su madre lo para en medio del patio, le baja los pantalones, a veces lo desnuda entero, y lo baldea. El abuelo chilla y voltea los brazos como aspas y si su madre se descuida le descarga un golpe en la espalda. Si uno le mira a la cara descubre por debajo una expresión contenta, sólo que nadie le presta atención y cree más bien que sufre.
Alejo cruza el patio en dirección de la casa. El perro bayo levanta hacia él sus ojos legañosos desde abajo de la sembradora, aunque no lo ve. Tiene los ojos mellados como un par de bolones. El mundo para él es un mundo de manchas que flotan a distintas alturas, se comprimen y se dilatan como nubes de vapor. Alejo es una sombra esfumada que se estira hacia los ruidos de la casa sobre un resplandor amarillo.
Primero hay que subirse al excusado. Sobre el excusado asoma una escalera con las maderas rajadas por la lluvia y el sol. Está allí hace tiempo porque siempre hay que emparchar alguna chapa. Alejo trepa al excusado metiendo las manos y los pies en los huecos carcomidos por la humedad. La pared huele a barro podrido. El techo del excusado está cargado de ladrillos, tarros picados, una cubierta y un elástico de cama. Aguanta bien porque es angosto. Una vez arriba se quita los zapatos para no hacer ruido. El Román camina sobre la línea de clavos porque debajo de los clavos están los tirantes que sostienen las chapas. Esa es la forma. Todavía mejor deslizarse acostado, siempre sobre los tirantes. El techo de la casa es bastante empinado y cuando uno está en la cresta conviene montarla para no terminar en el suelo.
Desde el frente llega el ruido plañidero de los bujes. Tiene que repechar toda la casa, de manera que suena muy alto.
A medida que asciende por la escalera, que cimbra y se comba así pise en las uniones, la luz crece alrededor de su cabeza. Los ruidos se alargan y se recuestan sobre el suelo. El cuerpo le tiembla un poco pero al mismo tiempo se le ha puesto liviano.
El techo aparece por fin al ras de sus ojos. Trepa otro poco y una vez en la punta de la escalera se recuesta sobre el borde de las chapas y voltea las piernas. A la derecha, el cañón de la chimenea escupe un chorro de humo. Alejo se arrastra hasta ahí con la cara pegada a las chapas, que hierven de calor. Se sienta contra el cañón y afirmando la espalda se pone de pie. Los ladrillos están tibios y pringosos con grandes costras de humo negras como el alquitrán. Los borbollones de humo sacuden la chimenea como un tazón vacío y si uno arrima la oreja siente que la casa tiembla toda entera.
El barrilete está bastante más arriba, cerca de la cumbrera, y al tirar de la piola se ha metido debajo de una chapa desclavada con los bordes negros y mellados. La cabeza de un clavo asoma a través del papel.
Alejo permanece un rato apoyado contra la chimenea para acostumbrarse a la altura. Desde allí se ve la cresta de los pinos un poco por debajo de sus pies, detrás del camino, hasta el fondo, como el cauce seco de un río, la línea inmóvil del alambrado que lo corta por el medio, el montecito de mimbre, una mancha oscura claramente recortada contra el verde escuálido y polvoriento de la tierra. Por el otro costado asoma parte del tanque y la cabeza del molino. Nunca ha subido al molino, pero está seguro de que podría hacerlo si el viejo lo dejara. Por ahora ni quiere oír hablar de eso. Alejo levanta un pie porque el Calor de la chapa le cocina el pellejo.
No ve al Román, oculto por los árboles, pero oye su voz que grita algo en dirección de la casa. Hay unos cuantos clavos que asoman la cabeza y una punta de la cumbrera está levantada.
El Román silba ahora.
Alejo se encoge muy despacio y luego se recuesta de panza contra las chapas. Están que pelan. En ese momento siente el golpeteo del vastago e inclusive el zumbido de las aspas, como si un gran pájaro removiera las alas por encima de su cabeza. El viento sacude el barrilete y si alarga un poco el brazo alcanza la cola. Tendido en medio del techo siente crujir la casa y el chisporroteo interior de las chapas. Tira de la cola y el barrilete se desprende con un desgarrón. Podría volver ahora, pero en realidad ya no le interesa tanto el barrilete y quisiera llegar hasta la cumbrera.
El molino se detiene en seco, pero al rato vuelve a empezar con más fuerza de manera que cuando asoma la cabeza por encima de la cumbrera el viento le golpea de lleno en la cara y los ruidos se pierden por completo. Ahora ve todo lo que se puede ver de una manera clara y precisa, pero curiosamente no oye nada, como no sea el viento. Alcanza a ver inclusive el trazo tembloroso de las vías que reverbera en la mañana. Es algo que ha visto pocas veces aunque desde abajo y según el viento oye el golpe oscuro de los vagones o el silbato de la locomotora que describe un largo círculo en el borde de ese mundo imaginado. Abajo, chato y como suspendido a ras del suelo, ve al abuelo. Se ha corrido en dirección de la acacia, pero sigue bajo el sol. El molino gira cada vez con más fuerza si bien el golpe no es tan intenso como abajo.
En ese momento brota una nubecita de polvo en la punta del camino, que se alarga lentamente en dirección de la casa. Es su padre que vuelve. Tardará un rato en llegar, pero de todas maneras conviene que baje.
Alejo levanta el barrilete y lo deja caer por encima de la cumbrera hacia el patio. Luego comienza a gatear hacia atrás siguiendo la línea de clavos. En realidad se hace más difícil bajar. De pronto uno se resbala y si no acierta con la chimenea puede seguir hasta el suelo.
En la mitad, lejos de todo asidero, se pega bien a las chapas y recula muy despacio tanteando los clavos con la punta de los pies. Las chapas huelen a orín y se agitan por dentro. Clic, clic, traccc, clic... Un borde áspero lo retiene de la camisa. Vuelve un poco hacia arriba y trata de desprenderse.
Entonces descubre aquel agujero casi pegado a un ojo. Se ha corrido de la línea de clavos y está sencillamente en el aire. Es apenas más grueso que un clavo de seis pulgadas aunque brilla de pronto como una gota de acero fundido. Alejo pega la cara a la chapa pero no ve nada más que una mancha de bordes carcomidos y borrosos.
Luego, como a través de un lente, la imagen se ajusta, los trazos se endurecen y las sombras calzan en sus huecos. La mancha de luz es la franja de sol que penetra por la puerta de la cocina. Al principio no ve más que eso y el gato tieso en medio de la franja. Lentamente, a medida que la cocina se ahueca con aquel resplandor amarillento, brotan de la penumbra la mesa de pino, el aparador, la máquina de coser, la caja del carbón y, más cerca, los tirantes de la armadura.
La cocina queda oculta por la campana pero el resplandor del fogón rebota brevemente en el piso. Las cosas están quietas, naturalmente. Con todo, desde esa perspectiva no sólo parecen distintas sino vivas, no en la medida de un árbol, por ejemplo, sino casi de una persona. De cualquier forma es la primera vez que las ve bajo esa luz. Su madre aparece en ese momento junto a la mesa.
No alcanza a ver su rostro, ya es difícil vérselo cuando uno está abajo porque vive inclinada y además no mira o mira muy poco y si uno no ve los ojos pues realmente no ve la cara, pero le basta con verla comba mansa de su espalda y el perfil resignado de sus hombros para sentir a su madre toda entera. Acaba de apoyar algo sobre la mesa y sus manos se mueven afanosamente. Sin embargo, antes de volver a la cocina, levanta la cabeza y se abandona un momento.
Parece muy frágil y muy sola en ese instante y Alejo siente en la garganta un pujo de vieja ternura. Recuerda o tal vez siente al mismo tiempo el cálido olor de sus ropas y el roce blando de su piel.
Su madre desaparece debajo de la campana.
El bayo ladra plañideramente. "El viejo", piensa. Se había olvidado de él. Ha ido al pueblo muy temprano, con la jardinera. Va una vez por semana y a veces dos. Cada tanto lo lleva a él pero es inútil que se lo pida. Su madre lo lava, lo peina, le pone el traje de franela, que ya le queda chico y además le pica, le calza la gorra y lo besa. (Es raro, está pensando en su madre como si estuviera lejos.)
Durante el camino su padre casi no habla o, mejor dicho, no habla nada porque no puede decirse que hable porque le grite al caballo o putee por lo bajo a los Amaga cuando pasa frente a su campo. Los Arriaga son unos lindos tipos y los saludan alegremente pero tienen los ojos espesos y algo les da vuelta en la cabeza. El hecho es que su padre no habla más que eso durante las cuatro leguas de polvo que los separa del pueblo. Sin embargo, apenas asoman las primeras casas a Alejo le golpea la cabeza y las cosas se agrandan y se abrillantan. Pues ese mismo brillo tiene a veces su viejo a pesar de todo. Cuando piensa en el pueblo no tiene más remedio que pensarlo a través de él, esto es con el viejo por delante, y el pueblo tiene tanto brillo que al fin se lo pega.
Una sombra corta por el medio la franja de sol que entra por la puerta, y el gato se hace a un lado. Su padre aparece debajo, en el extremo de la franja. El sombrero le oculta la cara y la luz le brota debajo de las botas. Arroja el sombrero sobre la mesa y se sienta. Permanece un rato inmóvil con la cabeza volteada sobre el pecho.
De pronto, en ese momento de inmovilidad teñido por aquella floja luz de otoño, su padre tiene el mismo aire desdichado del abuelo. Sí, es eso lo que ha visto últimamente sólo que desde abajo no lo podía ver tal como ahora porque su padre, alto y cejijunto, le infundía una especie de temor. Ahora, en cambio, aparece realmente viejo y como abandonado en medio de un desierto. Su madre está igualmente sola pero la alumbra una llama interior, a pesar del aspecto débil y encogido que tiene. El viejo, por el contrario, ha comenzado a secarse como el abuelo.
Alejo levanta la vista y contempla un instante la rueda del molino que zumba alegremente. Piensa en su padre tal como ha sido hasta ahora, un árbol firme, alto y silencioso.
La voz áspera de su padre rebota en el hueco de la casa. Habla con su madre, por lo visto, aunque más bien parece que no se dirigiera a nadie en particular, o en todo caso al aparador que tiene justo adelante. No entiende lo que dice, por supuesto, pero es su voz. Suena monótona y exasperada y luego de golpear la mesa con el puño termina en un grito.
Ahora mira hacia su madre, con el rostro contraído. Solamente ve las manos de su madre, firmemente entrelazadas. Luego alarga un brazo hacia su padre, que lo aparta con brus quedad y vuelve a golpear la mesa con el puño. Sobre la voz de su padre que resuena oscuramente en la casa, oye una palabra que otra de su madre. Oye el sonido, mejor dicho, porque sigue sin entender nada. Alejo apoya la oreja contra la chapa y lo que oye realmente es casi un llanto.
Su padre ha callado, por fin, y comprende que no volverá a hablar. Arma nerviosamente un cigarrillo, lo enciende y fuma con la mirada clavada en el aparador, que ahora parece todavía más grande y más vivo. Sobre el techo del aparador está el fusil de madera que le talló el Román y que creía perdido hace tiempo. Su padre se pone de pie, aplasta el cigarrillo con la bota sale con la cabeza gacha sobre la franja de luz, que lo enciende todo entero antes de desaparecer.
El molino ha dejado de zumbar. Oye la voz del Román que azuza a los caballos.
¡Va, va!...
La voz del Román es fuerte y llena, como un tazón de leche caliente. Ésa es la imagen, aunque no tenga nada que ver una cosa con otra.
La casa, abajo, está ahora vacía y silenciosa y parece que respirara igual que un animal dormido. La luz se ha corrido basta la mesa y enciende las patas del aparador. > Alejo aplasta el ojo contra la chapa y trata de ver debajo de la campana. Su madre está sentada en la punta oscura de la mesa, quieta o dormida ella también. Alejo siente deseos de meter el brazo por el agujero y apoyar la mano en su espalda, sólo que el agujero es muy pequeño aunque de pronto quepa tanto dentro de él.
El sol cae a plomo sobre la casa y las chapas vibran ligeramente. A Alejo le arde el cuello y le zumban los oídos. Se vuelve un rato de espaldas y contempla el cielo que es simplemente una gran mancha de luz con un boquete de fuego en el atedio. Al principio sólo ve puntos de luz que saltan de un lado a otro y luego la silueta furtiva de un chimango que planea en lo alto. Los ojos le arden y la piel se le estira alrededor de ellos pero sin embargo ve cada vez mejor. En cierta forma la luz está ahora dentro de él, la luz y el pájaro solitario. Por momentos se ve a sí mismo tendido en cruz sobre las chapas calcinadas y el campo inmenso y las cosas inmóviles sumergidas en aquella espesa claridad.
-¡Va, va!... -grita el Román.
El pájaro se borra al pasar frente al sol.
Alguien golpea las manos en el patio. Es el abuelo que llama a su madre para que lo saque de allí. Algo después se tiente el chirrido de las ruedas que se mete debajo de la casa.
El pájaro reaparece en el borde de sus ojos.
Alejo se vuelve y trata de mirar a través del agujero pero no ve absolutamente nada, tan sólo esponjosas manchas de luz que se derraman en el hueco de sus ojos y cambian lentamente de forma y color. Se cubre la cara con las manos y al rato vuelve a mirar.
El abuelo está allá abajo en su silla, entre el aparador y la mesa. Alejo se sentó una vez en ella y la echó a andar, pero no pudo aguantar mucho tiempo el olor del abuelo. Además, aunque el viejo no esté metido en ella, se le parece demasiado. Es una vulgar silla de madera a la que su padre le adaptó el par de ruedas de una segadora y un par de rulemanes detrás. Por eso mete tanto ruido cuando se mueve.
Alejo oye la voz de su madre en el patio y, algo después, la voz de la Tere que le responde desde la huerta, detrás del galpón.
El abuelo se pone trabajosamente de pie y permanece un momento junto a la silla hamacándose sobre sus piernas. Alejo lo mira con sorpresa porque creía que no era capaz de hacerlo por sí solo. Luego comienza a moverse, es decir, a caminar, aunque no parezca exactamente eso. Se bambolea sobre las piernas, tiesas como dos estacas, girando un poco de lado cada vez que adelanta una de ellas. Como de todas maneras avanza, se puede decir igualmente que camina. Por fin llega junto al aparador, abre una de las puertas de arriba y mirando de lado, hacia la entrada, hurga dentro con mano ávida. Saca una botella, la descorcha con los dientes y bebe un buen trago. Luego se recuesta contra el aparador, tose y se sacude todo entero y bebe otro trago. Alejo no ve bien pero cree reconocer una botella que ha visto a menudo en manos de su padre.
Generalmente después de las comidas se sirve un vasito. Un vasito él y otro el Román. Su padre chasquea la lengua, se anima un poco y recién entonces se le suelta la lengua. El Román no necesita de eso porque es charlatán y animoso de por sí pero los ojos se le encienden como " dos brasas y se le arrebata la cara. Su madre le ha dicho una vez que se trata de cierta medicina y en ese caso él no comprende qué le puede estar pasando al Román, por lo menos. Tampoco comprende por qué no la bebe el abuelo, que es el que más la necesita, y al mismo tiempo comprende por qué la bebe ahora, sólo que le haría falta un frasco cada día.
El abuelo vuelve la botella al aparador y voleando siempre las piernas da toda una vuelta alrededor de la mesa. Tarda mucho en hacerlo y se detiene cada tanto, tosiendo y golpeándose el pecho con un puño. De pronto levanta la cabeza y aquellos dos espejuelos ciegos y relucientes le apuntan directamente. No sabe si el abuelo tan sólo mira el techo o acaso lo mira a él. Aguanta la respiración y tapa el agujero con una mano.
Oye la voz de su madre que lo llama desde el patio.
-¡Alejo! ¡Alejo!
Quita la mano. El abuelo está de nuevo en la silla como si nunca se hubiera movido de allí.
-¡Aleeejo!
La voz de su madre rebota en la casa y se pierde hacia arriba, en el viento, pero él no puede responderle.
-Sí, ma..., dice de todas maneras, por lo bajo.
Pero es como si la voz de su madre sonara muy lejos, en otro tiempo, y él fuera ahora grande y solitario como su padre.
El Román canturrea en el patio mientras se lava debajo de la bomba. Su padre está sentado en la punta de la mesa con la expresión de siempre. Por más que lo mire Alejo no descubre en él ningún rastro del hombre que viera hace apenas un rato desde arriba. En realidad, todo, no sólo su padre está igual que antes. Es como si las cosas se hubieran cerrado, por así decir. Su madre se mueve junto a la cocina, la Tere aguarda a un lado con la sopera en las manos y el abuelo golpea con la cuchara sobre el brazo de la silla.
La voz del Román se interrumpe.
Alejo mira hacia el techo pero apenas distingue el trazo oscuro de los primeros tirantes.
La voz del Román se aproxima hacia la puerta. Su sombra se derrama velozmente sobre la mesa, se vuelca sobre el piso y se quiebra contra la cocina. Le zamarrea el pelo al pasar y se sienta a la derecha de su padre. El aire parece animarse cuando él entra en la cocina.
Alejo recuerda todavía el día en que apareció en la punta del camino, un año atrás. Había comenzado el otoño, justamente. Los árboles se estaban pelando y dejaban ver el camino hasta la primera vuelta, detrás del montecito de mimbre. Para Alejo era como si empezara ahí realmente.
El Román apareció empujado por una nubecita de polvo. En el primer momento creyó que iba a pasar de largo, mejor dicho, pasó de largo y al rato volvió hacia atrás, miró la casa y cruzó el alambrado. En aquel tiempo el perro bayo estaba sano, igual que el abuelo, y apenas lo vio se le fue encima pero él siguió caminando. Cuando pasó junto al primer corral el perro le trotaba al lado.
El Román habló con su padre y mientras hablaba lo miró y le sonrió. Tenía la ropa cubierta de polvo y la tierra se le pegaba a la cara.
Así llegó el Román. Brotó una tarde del camino como si el polvo y la tierra lo hubieran amasado y estuviera hecho con la misma sustancia del camino. No es sólo una imagen sino que verdaderamente se le parecía. Era seguro, alegre y solitario como él.
Alejo se sentaba a veces a la orilla del camino y al rato sentía toda la gente y los pueblos que estaban sobre él. Algo por el estilo le sucedía con el Román. Su padre, en cambio, terminaba en la espalda, igual que los otros, si se entiende esto. Pensándolo mejor, ahora que lo tenía al lado, el Román era el tínico de ellos que no había cambiado mirándolo desde arriba.
El patio brilla intensamente a través de la puerta. Alcanza a ver las copas borrosas de los árboles pero más abajo desaparecen en la luz que brota del suelo. No hay una gota de viento y la claridad se inflama y termina de borrar los árboles. Cuando se vuelve, la cocina se ahueca con un resplandor amarillento. Su padre se aleja hacia el extremo de la mesa pero reaparece al cabo de un rato en el mismo lugar.
Los platos de sopa humean sobre la mesa. El abuelo corta trocitos de galleta y los echa dentro del plato. Cuando estaba J"en le agregaba un chorrito de vino y si por él fuera lo seguiría haciendo. Inclina la cabeza sobre el plato y come con avidez soplando después de cada sorbo. Su madre le espanta las moscas con el repasador y él a su vez espanta a su madre alargando un brazo, sin dejar de comer y soplar.
Su padre golpea el vaso con el canto del cuchillo y la Tere, que estaba por sentarse, va hasta el aparador y trae la botella de vino.
-Alejo, no te llenes de pan -dice la voz de su madre desde el rincón del abuelo.
Alejo deja la galleta, mira a su madre y empuña la cuchara.
El Román lo mira divertido y le arroja una miga.
-¿Qué tal te fue con el barrilete?
Piensa un rato y dice:
-Se ensartó en una rama.
El Román menea la cabeza.
-Hay que esperar que el viento se afirme.
Su padre, que ha terminado con la sopa, chasquea la lengua y llena los vasos de vino. Bebe la mitad del suyo de un trago y al rato se le afloja la cara.
Comienza a hablar con el Román sobre la siembra de forrajeras, que es lo que tienen entre manos. Hace días que está con eso pero todavía sigue dudando entre el sudan grass dulce y di pasto llorón. En realidad no duda nada porque su padre decide las cosas de una vez, pero de cualquier forma le gusta darle vueltas al asunto. El Román mueve la cabeza, arquea las cejas y de vez en cuando suelta una palabra.
Alejo alarga el brazo hacia la jarra de agua y mira hacia el techo. Tampoco así alcanza a ver el boquetito. Está entre las dos primeras viguetas, casi sobre su padre. Piensa cómo se verá aquello desde arriba pero sencillamente ve a otra gente. Están quietos y silenciosos y como apartados en medio de esa claridad cenagosa que brota del suelo. Su padre, con la cabeza volteada sobre el pecho, parece el más solo de todos.
La Tere canta algo que no alcanza a oír. Solamente ve el movimiento de su boca y por la expresión debe ser un canto más bien triste. Su madre escucha de pie al borde de la franja de luz que entra por la puerta. Alejo siente sobre su pecho el peso leve de aquella espalda pero su madre está lejos y él no puede hacer nada para llamar su atención.
El Román está igualmente inmóvil y desde arriba no alcanza a ver la expresión de su rostro, pero a esa imagen quieta y doblegada se superpone aquel rostro polvoriento que le sonríe como el primer día y de pronto ve el camino que se alarga en la distancia sobre un reverbero de luz. Y siente el viento que se enrosca alrededor de su cabeza y el golpeteo del molino y desde la mancha que palpita muy alto en el cielo se descuelga lentamente aquel pájaro solitario. El sol lo deslumbra, pero luego no es el sol sino los ojos crueles y vacíos del abuelo que le apuntan brevemente.
El repique del tren sobre las vías brota muy lejos, en un punto impreciso a sus espaldas, y crece rápidamente hacia el centro de su cabeza. Llena el vaso de agua. Cuando levanta la vista tropieza con la mirada de su padre que lo observa con alguna atención.
El ruido describe un gran semicírculo. Los hombres han dejado de hablar. Su padre saca el reloj del bolsillo y observa la hora. El ruido se ahueca bruscamente. El tren está atravesando el puente.
Alejo ha ido un par de veces hasta las vías, una legua al norte. Cuando el viento sopla de ahí el tren se oye mucho más cerca, naturalmente. Ninguna de las veces vio pasar el tren. Sin embargo, apoyando una oreja sobre las vías se siente un ruido parecido. Zumban y se agitan por dentro y hasta le parece oír un montón de voces que se atropellan a lo lejos.
El ruido se pierde con un último rebote en dirección al pueblo. Cuando pasa de largo por la estación vuelve a oírse un breve y lejano repiqueteo.
Terminan de comer y la Tere trae la medicina que su padre guarda en el aparador. El viejo llena dos copitas hasta el borde, bebe un trago, entrecierra los ojos y se queda como esperando que le suceda algo.
Los anteojos del abuelo brillan furtivamente en el rincón.
El viejo bebe otro trago y estirándose en la silla vuelve a hablar sobre el asunto de las forrajeras.
El sol está exactamente sobre la casa. Alejo ha tratado de mirarlo una vez pero ha sido como si saltara disparado por el aire. Los ojos se le ahuecaron como dos cavernas por las que ambulaban opacas antorchas que cambiaban de formas. El sol es lo único vivo en este momento porque lo demás aparece seco y desolado, sin bordes ni sombras.
Su padre está echado debajo del aromo con el sombrero volteado sobre la frente. El aromo ha perdido las flores y el brillo. Parece el plumaje hinchado y polvoriento de un pavo. Una mancha de luz resbala lentamente por el cuerpo de su padre.
" Detrás de los pinos el campo se borra en el aire encendido. El montecito de mimbre llamea un instante y por fin desaparece consumido por ese fuego que baja del cielo. Muy lejos brotan como disparos unos destellos que cambian de lugar.
Alejo levanta un brazo y un breve chorro de sombra se descuelga sobre las chapas. Luego el brazo se abrillanta y comienza a borrarse él también. Alejo cierra los ojos y apoya la frente sobre las manos cruzadas, de espaldas al sol.
La silla del abuelo se mueve debajo. El ruido se detiene un momento y luego se hace más áspero y continuo. Está atravesando el patio. Atraviesa el patio en dirección del galpón. El viejo se mete allí hasta que pasa la resolana. El galpón es caliente pero si se abren los portones de cada lado el poco viento que anda suelto se cuela por ahí. El viejo dormita entre los aperos y fardos de pasto.
La voz de la Tere rebota en la cavidad de la casa. Canta la misma canción de siempre. Alejo no entiende qué gusto puede encontrar en eso. Es simplemente un ruido, aunque hay ruidos, como el del molino, que se parecen a un canto.
Ahora que recuerda, su padre, en otro tiempo, también tenía un canto. Algo muy simple, sobre la guardia civil. Lo había olvidado. Mejor dicho, recién ahora lo recuerda. Antes, de alguna manera no había olvido porque no había pasado. Ahora, de pronto, su padre tiene una historia, y las cosas también. Su padre cantaba en otro tiempo, eso es. "Yo me voy, yo me voy... a la guardia civil". No tan seguido ni por cualquier cosa como la Tere, es decir, por nada, sino cuando se sentaba en la galería al caer la tarde o cuando se poma a sobar las botas con aceite castor, debajo del mismo aromo donde está echado ahora. ¿Qué sería eso de la guardia civil?
A medida que recuerda ese tiempo, sin levantar la cabeza ni abrir los ojos, Alejo vuelve a ver la misma casa y el mismo campo sólo que bajo otra luz. El molino voltea la tarde, la cerca luce recién encalada, el perro bayo arrastra una bolsa vacía de una punta a otra del patio, su madre está sentada en el sillón de mimbre con la costura en la mano, la Tere pela un manojo de arvejas junto a la bomba. Ellos están en medio de esa luz que no ciega, ni adormece, mientras a lo lejos, exactamente sobre las vías, el cielo comienza a oscurecerse. Un pájaro tardío vuela; muy alto, por encima de los pinos. Su madre levanta la cabeza y le sonríe. ¿Cómo pudo olvidar todo eso?...
El molino se sacude sobre su cabeza, el montecito de mimbre reaparece brevemente, una nubecita de polvo se desprende del camino y, mucho más lejos, siguiendo el trazo del viento, se sacuden esos reverberos que flotan en el horizonte.
Su madre atraviesa el patio con el pañuelo atado a la cabeza y el balde con los restos de la comida. La figura, neta y sin relieve, desaparece detrás del galpón.
Hacia el este, casi sobre la tierra, hay un par de nubes.
El canturreo de la Tere se interrumpe y al rato Alejo oye una risa sofocada que viene desde abajo.
Esta vez tarda un poco en acomodar el ojo a la penumbra de la cocina. Al principio distingue nada más que los trazos oscuros de los tirantes y unas roscas de luz que se inflaman hasta cambiar de color. Cuelgan blandamente entre los tirantes como guirnaldas de niebla. Se comprimen, se superponen y por último se funden en un tremendo ojo grumoso con los bordes agrietados. Al rato, la mancha se disuelve y la cosas aparecen claras y precisas. La mesa, una pila de platos sobre la mesa, el aparador, algo más oscuro y corpulento, el rifle de madera, la máquina de coser con el gato tendido a un costado, la caja de carbón, el farol de viento que cuelga de un clavo en la pared. La franja de sol ha desaparecido pero en cambio envuelve a todas las cosas una Opaca y difusa claridad.
El cuerpo de la Tere asoma por el borde, en una perspectiva confusa. Tan sólo la nuca y la espalda, aunque él sabe muy bien que es la Tere. Se apoya en la mesa, apretando el canto con las manos. Luego el cuerpo se inclina otro poco y el rostro arrebolado de la Tere se vuelve hacia arriba, con los ojos entrecerrados.
Alejo no entiende al principio. Hay una mano que le acaricia el cuerpo y una cabeza que se encima a aquel rostro y por ultimo una espalda ancha y dura que la oculta. No entiende, de cualquier forma.
La cabeza se aparta bruscamente y permanece un segundo vuelta hacia la puerta.
Ahora no hay nadie en el boquete, nada más que las cosas y al rato una mano breve que entra por el borde y posa un plato encima de la pila. La voz de la Tere canturrea otra vez.
Alejo alza la vista y ve a su madre que se aproxima a la casa por el medio del patio.
Las nubes están sobre las vías. La mancha de sol trepa por el pecho de su padre. Un borde de sombras cuelga ahora de las cosas, que comienzan a crecer y a animarse.
Alejo alcanza a ver la figura del Román que desaparece detrás de los árboles, por el lado del galpón.
Otro golpe de viento sacude el molino, al segundo se agita el montecito de mimbre y algo después se remonta una nube de polvo en la punta del camino. El montecito es ahora un vellón amarillento con los bordes encendidos. La sombra de una nube atraviesa el campo velozmente, entre el montecito y las vías.
Acaba de ver a la Tere en la misma dirección.
El molino se afirma y una nube de polvo más grande que las otras borra el camino.
El hombre vino en mitad de la tarde y se metió en la casa con su padre. El hombre se sentó a la mesa y su padre sacó la botella del aparador. Alejo no podía verle el rostro porque estaba casi debajo suyo y tenía el chambergo puesto. Ni siquiera se lo quitó para saludar a su madre.
Su padre habló casi todo el tiempo y el tipo escuchaba. Su padre tenía una expresión ansiosa y de vez en cuando se fregaba la cara, lo cual es una mala señal.
El tipo levantó el rostro una vez. Alejo se había puesto a escarbar el boquete y un chorrito de basura cayó sobre la mesa. Entonces el tipo miró hacia arriba.
Su padre seguía hablando.
El tipo habló a su vez, por fin. Se inclinó sobre la mesa y dijo poca cosa porque en seguida se levantó y salió de la casa. Su padre lo siguió fregándose la cara.
El tipo se ha ido ahora. El sulky trota sobre el camino, en dirección al pueblo. En realidad, no ve el sulky sino el montón de polvo que levanta. La luz del camino es todavía firme pero la tierra se desvanece hacia el este.
Su padre sigue apoyado en la tranquera. Hace un rato que está ahí.
Del otro lado, al oeste, la punta de los árboles relumbran como un cacharro de bronce. De pronto los árboles se inflaman y desaparecen. Un molino solitario se agranda de golpe y se recuesta a lo largo del campo. Los postes y los alambrados cambian de lugar.
Su padre vuelve lentamente hacia la casa.
Para ese lado hay otro pueblo, que no conoce. Y luego otro y otro. Así debe ser. Ahora el día está sobre ellos mientras aquí entra la noche. ¿Qué tal serán esos pueblos? Él trata de imaginarlos pero simplemente cambia de lugar las casas del único que conoce.
Arriba, justo sobre su cabeza, el cielo es muy claro, leve y profundo. Más abajo se oscurece y se comba. Hay un gran silencio. Mejor dicho, de la tierra brotan toda clase de rumores, como si respirara, pero de cualquier forma se parece a un gran silencio.
Todavía hay polvo sobre el camino pero el sulky ha desaparecido por el lado de los Amaga.
Su padre ha desaparecido también.
Ahora no hay viento. Solamente el aliento húmedo de la noche que llega desde el este.
Alejo se sienta en la cumbrera. La casa, desde abajo, es un bulto de sombras de manera que nadie alcanza a ver lo que hay allá arriba. Él mismo ya no ve las cosas con claridad.
La voz de la Tere suena en alguna parte, muy débil.
Más allá del patio tiene que imaginarse el resto. En ese momento el patio aparece iluminado por esa misma quieta y melancólica claridad que tiene en su recuerdo.
Por un instante la cerca se endereza y se blanquea, su padre se instala bajo el aromo, su madre aparece sentada en el sillón de mimbre con la costura en la mano y la Tere limpia la verdura junto a la bomba. Su padre soba las botas de cuero y silba.
Alejo se quita los zapatos, se para con cuidado y echando un pie delante del otro comienza a caminar a lo largo de la cumbrera con los brazos en cruz. Cerca de la punta se detiene y observa a su padre. Su madre y la Tere levantan los ojos y le sonríen animosamente. Su padre lo ha visto también pero sigue silbando como si tal cosa.
Alejo se siente liviano como un pájaro. Sonríe a su vez y agita una mano. Entonces resbala y cae. Cierra los ojos y se pega a las chapas y cuando termina de resbalar se queda quieto un buen rato. Después vuelve a trepar hasta la cumbrera y se calza los zapatos.
En realidad, el patio está vacío. Gastado y vacío.
La luz en lo alto se reduce cada vez más. Abajo simplemente es de noche. Todavía queda una nube morada sobre el horizonte pero el resto es oscuridad y silencio.
Una vara de luz brota repentinamente del boquete y un trazo amarillento asoma por debajo de la casa, sobre el patio oscurecido. Alguien acaba de encender el sol de noche.
Alejo arrima un ojo a la chapa.
Su padre y el Román están sentados a la mesa. El abuelo espera en el rincón con la cuchara en la mano. Los tres aguardan en silencio blanqueados por la luz que derrama sobre ellos el sol de noche.
Entonces oye la voz de su madre en el patio.
- ¡Alejo!
Una sombra borra en parte el rectángulo de luz que atraviesa el patio hasta el pie de la bomba.
- ¡Aleejo!
-Sí, má -dice Alejo por lo bajo.
Su madre no lo puede oír, naturalmente. Su madre camina en las sombras y lo llama y él dice, o lo piensa, "sí, ma" pero es inútil. Nunca más podrá oírlo.
La sombra desaparece del patio. Los platos de sopa humean sobre la mesa. Hay un plato frente a la silla vacía de Alejo.
La Tere coloca la botella de vino al alcance de su padre, que sigue sin moverse. Ahora están todos sentados a la mesa, debajo de la luz que los cubre y los aparta.
Su padre llena los vasos y bebe un trago.
Parecen haberlo olvidado. Más bien parece que nunca hubiese vivido entre ellos.
Un buen día me hice un vago. Así como lo oyen. No sé cuándo empezó pero aquí me tienen, tumbado a un costado del camino esperando que pase un camión y me lleve a cualquier parte. Ustedes deben haber visto un tipo de esos desde la ventanilla de un ómnibus o del tren. Pues yo soy uno de esos exactamente y puedo asegurarles que me siento muy a gusto. Cualquiera de ustedes dirian que solamente al último de los hombres se le puede ocurrir tal cosa. Soy el último de los hombres. También eso. Lo que posiblemente a nadie se le pase por la cabeza es que alguien pueda ser feliz justamente siendo el último de los hombres. Ni siquiera a mí mismo se me hubiera ocurrido hace un tiempo, cuando, dentro de mis alcances, luchaba con todas mis fuerzas para estar entre los primeros. Pero no es eso lo que quiero decir, al menos por ahora.
Me preguntaba sencillamente cuándo empezó. Éste es un hábito que me queda de la otra vida, es decir, la vida de ustedes porque qué puede importarle a un verdadero vago cómo y cuándo empezó cualquier cosa. El día que se me quite esta costumbre habré alcanzado la perfección pero comprenderán ustedes que no puedo proponérmelo porque, ante todo, un vago no se propone nada, de manera que lo mejor es dejar así las cosas.
Mezclando un asunto y otro, lo mismo me pregunté el día que, del brazo de Margarita, mis manoseos en Parque Lezama, que entonces no tenía esas malditas luces de mercurio que le alumbran a uno hasta el pensamiento, me encontré frente a un cura. Tal vez la cosa empezó ahí. No quiero decir que me tomara desprevenido pero de cualquier forma con el tiempo pareció que había sido así. Entonces me estaba preguntando cómo y cuándo fue que empezó aquella vida de perro. No es que hubiese dejado de querer a Margarita.
Supongo que tampoco ella había dejado de quererme, a su manera. Pero justamente era esa podrida manera lo que me tenía desconcertado. Bastara que yo dijera blanco para que ella dijera negro. De saberlo un poco antes yo también habría dicho negro aunque estoy seguro de que eso tampoco habría servido para nada porque lo más probable es que entonces ella hubiese dicho blanco. Así era Margarita y no le guardo rencor.
Quiero que comprendan esto. No le guardo rencor a Margarita ni a toda esa puta vida, como se dice vulgarmente y para abreviar. En ese caso no sería un verdadero vago, si bien tampoco lo soy del todo, aunque por otro motivo, como queda dicho.
¿Me creerán ustedes si les digo que, a pesar de todo, conservo muy buenos recuerdos de aquel tiempo? Yo era feliz, también a mi manera, y si aquello terminó es porque no podía pasar otra cosa. Quiero decir que mis pies apuntaban en una dirección y los de ella en otra y la tristeza habría sido seguir juntos cuando cada uno tenía su camino por delante. En cuanto a ella, es posible que a estas horas esté maldiciendo al tipo aquel que se le cruzó un día en el camino, lo cual es muy propio de Margarita. Si dejara de hacerlo pues simplemente dejaría de ser Margarita. Eso es lo que trato de decir. Cada uno es una flecha lanzada en una dirección y no hay como dejarse llevar para acertar en el blanco, cualquiera sea.
Hablando con estricta justicia más bien fue Margarita la que se me cruzó en mi camino y no yo en el de ella. Sin embargo, estoy dispuesto a reconocer que fue una simple coincidencia. Por coincidencia tomábamos el 48 a la misma hora, por coincidencia bajábamos en la misma esquina y, supongo que por coincidencia, un día me atravesó una de sus piernas entre las mías. En fin, otro día la acompañé hasta la casa y por coincidencia estaba el viejo en la puerta. Cuando quise acordarme estaba adentro tomando una copita de anís y hablando de la decadencia de las costumbres, un tema, como se ve, que puede terminar en cualquier cosa. En aquel tiempo yo era hincha furioso de Estudiantes de La Plata, cosa que todavía hoy no me explico. Los domingos iba a la cancha con toda la bosta en el camioncito de los hermanos Antonelli. La bosta fue lo que dijo Margarita el primer domingo después de casados que traté de ir a la cancha. Jugaban Estudiantes y Chacarita, lo recuerdo aunque no viene al caso. Hasta entonces la bosta habían sido "los muchachos", cariñosamente. Inclusive llegó a tejerme una bufanda con los colores de Estudiantes. Esto es lo que se dice astucia femenina pero yo digo simplemente la vida.
Dije adiós a la bosta y me puse a trabajar como un condenado a trabajos forzados. Soy un tipo optimista por naturaleza, como ustedes habrán visto, de manera que con el tiempo hasta a eso le encontré el gusto. Los demás tipos, es decir, la verdadera bosta, gemían y crujían a mi alrededor. Yo en cambio pateaba alegremente la calle primero vendiendo seguros de La Agrícola y después caminos, esteras y carpetas de formio, coco y sisal. Los sábados me la pasaba cambiando los muebles de lugar, tapando las manchas de humedad y escuchando en todo momento los reproches y maldiciones de Margarita. Yo no escuchaba las palabras sino simplemente la voz y por inexplicable que les parezca esto me ponía más bien contento porque Margarita era algo vivo e intenso que me obligaba a tirar para adelante cuando los demás hacía tiempo que estaban muertos.
Los domingos íbamos a comer a lo de los viejos y por la tarde veíamos la tele hasta que se nos saltaban los ojos. He oído muchas cosas contra la tele pero yo digo que es el mejor invento de la bosta. Por de pronto era la única manera de callar a Margarita. Entonces la sentía más viva e intensa, sólo que en otro sentido. Si no había manera de entendernos el resto de la semana en aquel momento nuestros cuerpos se acercaban misteriosamente y éramos una sola y misma cosa pendientes de aquel agujero en la pared. El agujero que digo era la tele, como se comprende, y convendrán ustedes en que es una imagen bastante feliz. De cualquier forma, ésa era la impresión. Bastaba con girar la perilla y entonces se abría aquel boquete en el mísero departamento de la calle México, 5 piso "C", al lado del ascensor, que no funcionaba la mitad de las veces, y el mundo se derramaba alegremente por allí.
Ahora que lo pienso, tal vez la cosa empezó recién entonces. Yo me quitaba los zapatos en la penumbra, me aflojaba el cinturón y al rato estaba en las islas Marquesas, por ejemplo. Como dije las Marquesas pude haber dicho Hong Kong o Miami o el fondo del mar. En un par de horas saltaba de un lado a otro e inclusive de un tiempo a otro. Randall, Peter Gunn, Kentucky Jones, Maverick y hasta Gorila Maguila me resultaban tan familiares como mi viejo o mi vieja, por así decir, porque en realidad nunca entendí a mi vieja y apenas si conocí a mi padre. Hablábamos de ellos con Margarita como si vivieran en la misma cuadra y algunas veces les hablaba a ellos mismos, como si pudieran oírme. Opino que son todos unos grandes tipos, los verdaderos grandes tipos que se necesitan y no esos pelmas que salen en los diarios todos los días, y sinceramente me felicito de que los domingos se asomaran por aquel agujero para hacernos ver las cosas tal cual son.
En cuanto a los avisos, que para muchos resultan la cosa más estúpida del mundo, nos divertían como locos. No sé qué sentido tiene pretender que nos echen un discurso con citas de algún gran tipo para vendemos una pasta de afeitar o un frasco de café instantáneo. Las cosas hay que tomarlas como son. Eso es lo que siempre he dicho. Para nosotros, en cambio, aquello fue una verdadera revelación. Yo,fpor lo menos, aprendí a apreciar las cosa recién entonces y hoy me parece perfectamente natural que una lata de tomates le hable a una cacerola a presión y que un reloj con voz de pito nos avise el momento de tomar tal o cual pastilla para la digestión.
Quiero decir que las cosas están llenas de vida, o por lo menos muertas o vivas en la medida que nosotros estamos muertos o vivos, y que mis zapatos tienen algo que decirme con sólo que les preste un poco de atención. Que es lo que hago, justamente, cuando no sé para dónde tirar el primer paso.
A Margarita le gustaba acompañar los jingles, mientras yo le hacía una especie de contracanto, y por lo que recuerdo fue la única ocasión en que oí cantar a Margarita. Por lo que a mí toca, muchas veces pateando la calle con las muestras de aquellas benditas esteras y carpetas y el mundo que se ponía realmente negro me bastaba con silbar una de esas musiquitas y el cielo se abría en alguna parte.
En fin, que todo eso también terminó. Margarita le tomó fastidio a Mike Hammer que, según ella, en el fondo era un fascista hijo de puta y a mí que se me dio por defender al tipo como si fuera mi hermano. Total que un día, mientras volaban los tiros de un lado a otro detrás del agujero, Margarita le zampó la plancha justo en el medio. El televisor, es decir, el mundo saltó en mil pedazos y al principio creí que uno de los tiros me había volado la cabeza. Herido como estaba, tomé lo primero que encontré a mano, creo que uno de esos ceniceros hechos con un pistón recortado, y se lo tiré a la cabeza con tan buena puntería que cayó al suelo como si la hubiera tumbado un rayo. Todavía humeaba el televisor y ya estaban allí los viejos, el administrador y un cabo de policía con cara de patíbulo que parecía salido de la propia televisión.
Cuando volví de la 2a el administrador todavía estaba allí, o simplemente estaba de nuevo allí. Es un detalle. Lo que me interesa señalar es que había llegado la hora de que cada uno echara a andar para su lado, sólo que en ese momento no me di cuenta. De todas maneras fue lo que pasó. La vida decide por uno las más de las veces y todo lo que queda por hacer es preguntarse un tiempo después cómo y cuándo empezó, lo que sea.
Por esos días, y ésta es otra señal, quebró el tipo de las esteras y quedé en la calle, lo cual es un decir porque nunca había salido de ella. Las cosas iban tan mal entonces que en lugar de amargarme más bien me alegré. Sea lo que fuere que me reservara la vida nunca iba a ser peor de lo que había sido hasta entonces. Cuando uno siente deseos de darse la cabeza contra la pared ése es el momento preciso para las grandes cosas porque uno en realidad está tan limpio y vacío como si acabara de nacer.
Claro que yo no pensé en eso. Eché mano de un par de diarios y en una página de los clasificados topé con el siguiente aviso: "Joven emprendedor con experiencia comercial para importante negocio". Allí estaba el destino. Me corté el pelo a la americana, me puse un saco sport con cueritos y al rato estaba golpeando en la puerta de una oficina en el segundo patio de una especie de gallinero en la calle Lima y que a primera vista no tenía el aspecto de un negocio ni de otra cosa importante sino más bien de una pocilga.
Me atendió un tipo parecido al de "Patrulla de caminos" que sin mirarme siquiera dijo: "Usted es el hombre!" y se puso a hablar sobre el futuro, un futuro que no sé muy bien a quién correspondía, en todo caso a la humanidad en general y como tal proporcionalmente a mí también. Cualquier otro se habría dado cuenta de que el tipo estaba medio chiflado, por no decir del todo.
En realidad eso me pareció a mí también pero en lugar de largarme como hubiera hecho cualquiera de ustedes en su sano juicio ya que nada bueno podía salir de allí, en el sentido de la bosta, me quedé escuchando al tipo tal vez por eso mismo. Quiero decir que esta clase de chiflados son justamente la sal del mundo sólo que la bosta se da cuenta demasiado tarde.
El tipo hablaba como un profeta. Nunca he oído hablar a un profeta, por supuesto, pero me figuro que deben hacerlo así.
Según me pareció se trataba de fundar una sociedad nueva a partir de la venta de lotes en mensualidades. Digo que me pareció porque, como siempre, yo más bien le prestaba atención al sonido de la voz y al aspecto general del fulano. Tal vez las cosas que decía no tuvieran mucho sentido pero igual era hermoso oírlas porque en medio de toda la roña sencillamente había un tipo que creía en algo distinto de lo que cree el resto de la bosta.
Cuando terminó el discurso sacó un plano que extendió sobre el piso y comenzó a explicarme el aspecto más vulgar del asunto. Se trataba de unos lotes en San Vicente con el pomposo título de Barrio Parque "La Esperanza". Según el tipo aquélla era la tierra del futuro y estoy seguro de que estaba en lo cierto porque, como decía mi viejo, si hay algo que tiene futuro es la tierra, cualquiera sea. Solamente se trata de esperar el tiempo necesario. Lo digo aun de esta tierra en la que estoy echado y que, por ahora, no es más que polvo y silencio. Día vendrá. ..
¿Pero para qué hablar del día que vendrá? Es el estilo que me contagió el tipo. Lo arreglaba todo con el día que vendrá.
Cuando le pregunté cuánto me tocaba en todo eso, no del futuro, se entiende, sino de lo que pagarían por él me echó otro discurso. Yo lo miré a la cara y comprendí en el acto que era el destino el que me hablaba a través de aquel chiflado. De manera que tomé los planos, boletas y folletos que me dio y salí a patear la calle como si esta vez tirara de mí una fuerza desconocida y cada paso que diera de ahora en adelante fuese a abrir un camino entre la gente.
Al domingo siguiente fuimos a San Vicente en una "banadera" que cargamos con los candidatos que habíamos juntado entre Requena y yo. Requena se llamaba el tipo. La mitad de los candidatos iban porque no tenían nada que hacer y seguramente habrían ido al mismo culo del mundo con tal de viajar de arriba. Antes de partir, desde la plaza Congreso, Requena enarboló una especie de estandarte e improvisó un breve discurso sobre el futuro, el día que vendrá y todas esas cosas. Los tipos quedaron desconcertados y uno preguntó si detrás de eso no estaban los comunistas. De cualquier forma subieron a la "banadera", Requena colgó el estandarte de un costado y zarpamos alegremente hacia esa tierra de promisión.
Aquello era un desierto. Me refiero a los terrenos. Sólo faltaba un par de camellos y no me hubiera sorprendido que aparecieran en cualquier momento. La mitad de los tipos ni siquiera quiso bajar a cambiar el agua. Yo vi tan pronto como los otros que era un verdadero desierto y que lo seguiría siendo aún por mucho tiempo pero el sur me tiró siempre y la tierra pelada y vacía me llena de ansiedad, aunque no está bien dicho ansiedad, ni entusiasmo, ni ninguna otra cosa de las que ustedes dicen en tales casos.
Es algo distinto. Yo sé que entre ustedes hay muchos que esperan el día, que quisieran sacudirle un puntapié a la vieja o al jefe o al primer botón que se les cruce en el camino y por eso me permito un consejo. No hagan nada de eso. No lo van a hacer de todas maneras. Vengan y miren la tierra vacía, así como la veo yo ahora, y tal vez las cosas les dejen de dar vueltas dentro de la cabeza y echen a andar por su camino.
En ese sentido Requena tenía razón. Aquélla era la tierra del futuro, por lo menos para mí. De manera que eché a andar detrás del estandarte sin importarme un pito los tipos que quedaban en la "banadera". No tenían ni ojos, ni oídos.
Requena plantó el estandarte en medio del campo y se puso a hablar. El viento traía y llevaba su voz y al rato nos pareció que hablaba la misma tierra. Así era aquel tipo. Yo sé que estaba solo y que en el fondo le importaba muy poco de nosotros porque sencillamente no necesitaba de nosotros ni de nadie y veía con claridad dónde ponía los pies. Mientras hablaba empezamos a ver que brotaban de la tierra casas, torres, fábricas, negocios, una estación del Roca, un supermercado, dos escuelas, cuatro edificios en torre y un lago artificial.
Cuando terminó, los tipos siguieron haciendo cálculos y suposiciones por su cuenta y al rato había una usina, un cuartel, dos hospitales, un matadero, un frigorífico, un canal de televisión, un monumento a San Martín y por lo menos cuatro Bancos. Vendimos 15 lotes en total. Tres mil quinientos en la mano y 24 cuotas de mil. En los meses que siguieron vendimos otros 30 pero llegó el invierno y con las primeras lluvias un arroyito de esos que nunca faltan se salió de madre y de la noche a la mañana el desierto se transformó en un lago, casi en un mar interior. La policía tuvo que sacar en un bote a un tipo que había levantado una casilla.
De la calle Lima nos mudamos a la calle Piedras. De Piedras a Bolívar. De Bolívar a Golfarini, que en realidad es una calle que no existe. Su verdadero nombre es Giuffra pero todo el mundo la conoce por Golfarini. Para Requena era una cosa u otra según los casos. Golfarini cuando tenía que cobrar y Giuffra en todos los demás. Les digo, de paso, que si quieren conocer una calle de la vida vayan alguna vez por ahí.
A todo esto yo apenas si pisaba el departamento de México. Estaba todo el día en la calle o en uno de esos desiertos que loteaba Requena, marcando calles o clavando banderitas o plantando un letrero y atendiendo al mismo tiempo a los tipos. Era una vida vagabunda. Sólo que yo no era un vago propiamente dicho sino como un tipo perdido, hasta que tomara la medida justa de la tierra. Dormía en cualquier parte y comía salteado. Eso puede desmoralizar a cualquiera, para mí, en cambio, fue un gran aprendizaje. Uno duerme y come más de la cuenta.
No me voy a poner en moralista ahora. Precisamente estoy echado sobre la tierra hace un par de horas sin hacer nada, como no sea pensar en esto que les digo. Además aunque no estuviera tirado aquí tampoco haría nada. En el sentido de la bosta, se entiende. De manera que soy el menos indicado para echarles un sermón, aparte de que me importa un queso. Pero quiero poner las cosas en su lugar. Hay que dejar que el cuerpo se maneje solo y no estarle todo el día encima. En ese caso se vuelve un estorbo y nos planta cuando todavía nos quedan un par de cosas por hacer. Eso fue lo que aprendí entonces. Cuando menos atención le prestaba más liviano y alegre se volvía. Es justo el cuerpo que necesita un vago.
Las pocas veces que aparecía por mi casa (para llamarla de algún modo) entraba o salía el administrador. Sigue siendo un detalle. Margarita había dado vuelta el televisor contra la pared y no se habló más del asunto. En realidad tampoco hablábamos de otra cosa. No parecía guardarme rencor sino que se mostraba más bien solícita. Tal vez yo hubiera preferido que me regañara porque así me resultaba casi una desconocida, pero no tiene importancia. Cenamos una vez en casa del administrador y otra el tipo cenó en la nuestra. Ambos se interesaron juiciosamente en mi nueva vida y, supongo que por casualidad, también ellos hablaron del futuro. A cada rato nos mirábamos y sonreíamos. Dimos vuelta el asunto de todos lados pero la verdad que no daba para mucho.
Lo de Requena tenía que terminar tarde o temprano, si es que iba a seguir mi camino. Fue por la venta de unos lotes en Garín. Trescientos veinte fabulosos lotes, 2a serie, barrio Los Tilos, sobre ruta pavimentada, 3 cuotas de anticipo y posesión 3 cuotas más. Los tilos brillaban por su ausencia y la ruta pavimentada era sólo un proyecto del año 34, pero de cualquier forma los lotes eran muy buenos. En una sola tarde vendimos 54 lotes. Yo mismo compré uno de tan entusiasmado que estaba con lo que decía. Y eso fue lo que me salvó. Los lotes eran buenos, como dije, pero resulta que ya habían sido vendidos en un loteo anterior. Cuando cayó la taquería estaba solo en la oficina y me salvé por un pelo porque, perdido por perdido, les mostré la boleta y les dije que era uno de los candidatos.
No sé qué se habrá hecho de Requena pero donde quiera que esté allá va la vida. Era un gran tipo, a pesar de todo, y estaba vivo de la cabeza a los pies. Al principio, después que me largué solo, si alguna vez me sentía descorazonado pensaba en Requena y las cosas volvían a sonreír. Yo sé que debe estar en alguna parte sobre esta misma tierra hablando sobre el futuro y el día que vendrá y espero toparme con él un día de éstos, en la primera vuelta del camino.
Había llegado mi momento. Con la poca plata que pude arañar en los bolsillos me compré una bicicleta de paseo. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver en esto una bicicleta. Si quena largarme todo lo que debía hacer era tomar el primer camino que se me pusiera por delante.
Tienen razón. Sin embargo todavía estaba lleno de dudas y vacilaciones, es decir, en el fondo aún tomaba en cuenta a la bosta. De manera que me compré una bicicleta, como digo, le reforcé el cuadro, le alargué el portaequipaje, me conseguí un equipo de boyscout, me saqué una foto e hice imprimir un centenar de hojas en las cuales anunciaba mis propósitos, daba una serie de detalles sobre la bicicleta, fijaba metas y objetivos, recomendaba el uso de gomas Pirelli, por lo cual me habían pagado unos pesos, y terminaba con un par de consejos que saqué de un libro titulado La mansedumbre de las flores que me había regalado Margarita cuando andábamos de novios, seguramente para impresionarme.
Cuando estuve listo le anuncié mis proyectos a Margarita para ver la cara que ponía.
Contra lo que esperaba, le pareció la mejor idea que había tenido en toda mi vida. Entre ella y el administrador me ayudaron a terminar lo que faltaba, me proveyeron de vituallas y dinero, me sugirieron rutas prolongadas y desconocidas y, por fin, una neblinosa mañana de abril me despidieron junto con un grupito de curiosos que se había reunido en la vereda. Di una vuelta a la manzana seguido por un par de chicos y cuando pasé frente a la casa Margarita ya había desaparecido. Levanté una mano de cualquier forma y dije adiós a aquella vida.
No voy a contarles los pormenores del viaje pero, en general, la pasé bien y todavía le estaría dando a los pedales si no fuese que estaba hecho para otra cosa. Es necesario que entiendan esto. Tengo en un gran concepto a los andarines, exploradores, raidistas y demás gente por el estilo, pero un vago es otra cosa. No establezco comparaciones. Son algo distinto, simplemente. Desde afuera parece todo lo contrario. Por eso comencé yo en esa forma, porque veía las cosas desde afuera.
Por un tiempo me encontré a gusto con aquella vida. La gente me trataba bien. No me tomaba muy en serio pero estoy seguro de que más de uno habría cambiado su maldita jaula por mi bicicleta Alpina. A ése le digo que todavía está a tiempo.
Allá iba yo silbando y pedaleando y el mundo tiraba de mí alegremente. Hasta que un día la verdad me golpeó en la cabeza, así de rápido y simple. Y fue el día que vi un verdadero vago tumbado al costado del camino. Estaba echado así como yo en este momento y aunque seguramente era la única persona que veía en mucho tiempo no se le movió un pelo cuando pasé junto a él arrastrando una nube de polvo. Sin embargo me bastó mirarlo a los ojos y comprendí en el acto. Yo iba de un punto a otro, él sencillamente estaba tumbado en el centro del mundo. Quiero decir que para mí las cosas se resolvían en distancias, estaban más o menos lejos y yo más o menos cerca, pero por mucho que me moviera no iban a cambiar demasiado.
No pretendo que me comprendan, pero con sólo que hagan un esfuerzo sabrán lo que digo. Algunos, por supuesto. Los que todavía están vivos pero con el agua al cuello.
Vendí la bicicleta en el primer pueblo que me salió al paso y volví al camino nada más que con lo que tenía puesto. Desde ahí arranca mi verdadera historia porque en cierta forma acababa de nacer. No les voy a contar esa historia porque sólo tiene sentido para un vago.
Veo una nube de polvo en la punta del camino. Debe ser un camión.
Solamente les digo esto. No tengo nada, de manera que tampoco tengo de qué preocuparme, lo poco que recuerdo, en los términos de ustedes, lo recuerdo como si fuera de otro y si miro para adelante pues sencillamente no espero nada, lo cual es la mejor manera de estar preparado para lo que sea. Debiera explicar lo que entiendo por estar preparado porque es un término más bien de ustedes pero no vale la pena y además el camión está cerca.
Es un camión, efectivamente.
Mi cuerpo se pone de pie liviano y contento. Es la ventaja que les decía. Eso me tiene constantemente de buen humor o a lo sumo de un humor melancólico, lo cual me ayuda a pensar en todas estas cosas que me enseña el camino. Estoy limpio y vacío en medio de él, de manera que siento la tierra como nadie podría hacerlo en este momento, excepto otro vago.
El tipo me debe haber visto y tal vez se alegre porque viene solo. Extiendo mi admiración por los raidistas a los camioneros también. Por lo menos cuando están en el camino se parecen más a nosotros que a ustedes. Lo digo sin rencor.
No sé a dónde me llevará ese camión ni qué será de mí el día de mañana. La verdad que el día de mañana no existe para mí y creo que por eso me siento vivo.
Levanto la mano y el camión se detiene.
Hace un rato era una mancha borrosa al extremo del camino. Sé que en este punto mi vida se cruza con la del tipo que trae encima y que a partir de ahora me nace otra vida, por así decir. Sé también que como estoy limpio y vacío le sacaré todo el gusto posible.
Así una vez y otra vez.
El tipo abre la puerta y agita una mano.
¡Allá voy, donde sea!
El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para el Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidia su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre alli como el primer día. mientras cruzaba la plaza, pues, vió al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguia allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias. Después trato de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza Britanica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veóa todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un misero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vió al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante. --!Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vió el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:
-¿Cómo va? --Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
-¿Y usted, que tal? --Bien, bien.
-¿La tía?
-Y, bien.....
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
-¿A qué hora sale el tren? -A las ocho y media.
-Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
-No... mejor nos quedamos aquí. ¿Adónde vamos a ir? Entre que arriman el tren,y enganchan la locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
-¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.
-¿Cómo se largó hasta aquí?
-¡Eh!... hacia tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
-Está parado --dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
-¿Que te decía?... ¡Ah, si! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.
-Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
-¿Qué tal? ¿Como va eso?--volvió a preguntar con desgano.
-Bien, bien.
-¿Se progresa?
-Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
-Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace mas de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro meses.
-¿Para qué sirve?
-Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero ésto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
-Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
-Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "Cuantos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo vió más.
-¿Qué tal todo aquello? --preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo de sombras.
-Igual.
-¿Los muchachos?
-Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
-¿Qué hora es?
-Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
-Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y la valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
-Está bien, muchacho. No te molestés.
-Déle saludos a la tía. A todos.
-Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una ventanilla.
-¿Cuándo vas a ir por allá? -preguntó mirando mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
-Apenas pueda.
-Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
-Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
-¡Oreste!...
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
-¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.
[Del libro "Con otra gente", © Centro Editor de América Latina, 1972]
fuente: http://www.elortiba.org/hconti.html
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