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Oliviero Coelho

Par larouge •  ARGENTINA • Jeudi 22/10/2009 • 0 commentaires  • Lu 963 fois • Version imprimable

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Oliverio Coelho nace en Buenos Aires en 1977. Publica poemas, cuentos y reseñas en antologías y en revistas literarias de Argentina, México, España y Cuba. En 1997 publica Desmárgenes, libro de poesía. Entre otras distinciones, recibe el Premio latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés (Gob. Puebla, CONACULTA, México), el 1er Premio de novela en la Bienal Internacional de literatura de Puerto Rico. Su primera novela, Tierra de vigilia, es editada en Argentina, México y Puerto Rico. En el 2002 obtiene en Venezuela el Premio único Bienal latinoamericana de literatura José Rafael Pocaterra por el libro de cuentos Los que se quedan, de próxima publicación. Reside en Buenos Aires.

 

 

 




Los intrusos

 

Al bajar percibió el olor a tierra seca en el aire. Permaneció de pie, observando el tren cada vez más ínfimo en la mañana. El andén estaba desierto; los pocos pasajeros que habían descendido se habían esfumado discretamente. Tomó asiento en un banco de cemento, miró el piso sin color, tanteó su pequeña maleta de cuero descascarado y pensó que a pesar de todo y aunque no llegara a comprender la situación, estaba en el pueblo donde había nacido y del cual guardaba una imagen que sólo aparecía en sueños. Recordó el llamado que había recibido dos días atrás; la voz inconfundible de su padre pidiéndole que viniera y confesando, con una escandalosa dignidad, que no podía moverse de la cama y que, según el pronóstico del médico, le quedaba poco tiempo de vida. Por una piedad que de pronto velaba un odio cultivado durante años, se había resignado a consentir ese deseo final. Al día siguiente se había puesto en marcha, y ahí estaba ahora, en la estación, esperando a que una vieja criada, según la referencia de su padre, lo recogiera. 

 

Por fin vio a una mujer menuda, de expresión asustadiza y facciones aindiadas y angulosas, que se acercaba balanceándose. Se detuvo a unos metros y preguntó:

 

- ¿El señor Alberto?

 

Quedó asombrado: nunca habían pronunciado su nombre con tanta armonía; si no fuera porque no había nadie más en el andén, habría creído que se dirigía a otra persona. Ella, de pie, repasaba su apariencia con un gesto impaciente y tierno en los ojos.

 

- ¿Es usted?

 

Él se incorporó, dijo que sí, pidió disculpas y explicó que no había dormido durante el viaje. Ella sonrió mostrando una fila de dientes brillantes interrumpida por huecos, y le señaló el camino. Avanzaron por calles de tierra encajonadas entre casas bajas, amarillentas, apenas animadas por vecinos que fijaban en el visitante miradas hurañas. A través de algunas puertas se veía en el interior de las casas la oscuridad concentrada que quedaba de la noche, algunas siluetas sigilosas contra algún muro, la voz huidiza de niños madrugadores y sin juego, los perros recelosos, idénticos, descansando en los umbrales.

 

  - El señor empeoró -dijo ella, de pronto, sin mirarlo-. Ayer por la mañana tenía una fiebre incontrolable y escupía sangre. Hoy por ahí amanece mejor.

 

Alberto no reaccionó. Continuó observando el paisaje desvaído, las zanjas, los faroles, los perros que no ladraban, la mañana que traía la luz de un atardecer de invierno. Cuando la criada le anunció que habían llegado, él reconoció la fachada de la casa, las dos hojas altas y podridas de la puerta de entrada, y experimentó una extrañamiento similar al que lo atacaba cuando pensaba en su infancia y recuperaba, en cambio, imágenes de su padre riendo borracho en una habitación con olor a ceniza.

 

Atravesaron un corredor largo; las paredes retenían un vaho húmedo, familiar, aliviante como una evidencia de la identidad. En una galería despoblada se detuvieron; la mujer, respetuosa, le señaló una de las tantas puertas espejadas por la presencia de un sol frío. Pasó y ella, detrás, con un susurro melancólico le indicó que al final del corredor estaba lista su habitación. Allí él encontró una cama angosta y pegada contra un ángulo de la pared; del lado opuesto, junto a una ventana cerrada que daba a la calle, había un escritorio vetusto y un roperito destartalado. Se tendió y enseguida, en las manchas del techo, reconoció el cuarto de su infancia, cicatrices: el ocio del despertar, la aventura del sueño y la mortalidad jugada en el insomnio.

 

Alguien golpeó la puerta y él se incorporó, como sorprendido de que en la casa existiera algo más que las manchas y su propio pensamiento descifrándolas.

 

   - Adelante -se apresuró a decir mientras acomodaba sobre la cama su valija de cuero.

 

Un hombre alto y endeble, liado en un traje que le quedaba corto, le extendió la mano aguada, sonrió titubeando, y se acomodó los lentes de miope.

 

- Buenos días. Disculpe. Vengo a darle la bienvenida, soy el médico de su padre.  

 

Alberto levantó la mirada y se sintió confundido por esa figura casi líquida y sin contrastes. El rostro era magro, el cuerpo largo y artificioso no se acomodaba a la vestimenta, la boca sedienta y el gesto culposo y fijo en los ojos le daban un aspecto de pájaro aterrado.

 

- Parece cansado, un largo viaje, ¿no?

 

- Sí, desde luego -y superando la confusión le señaló la cama para que tomara asiento-. Lo escucho... Cuénteme.

 

El médico, dubitativo, fue hacia la cama mientras Alberto se deleitaba observando cómo arrastraba los pies minúsculos y redondos, perfectos para una mujer pero obscenos y delictivos en un hombre. Se sentó y la botamanga del pantalón dejó a la vista los tobillos morados, sin medias, apenas manchados por franjas de pelo.

 

   - Está grave. Ya no habla. No se puede hacer nada.

 

Una pausa completó la pequeña confianza que crecía entre ellos. Alberto levantó la mirada y el médico continuó:

 

 - Voy a serle sincero... Usted se fue hace tiempo con su madre. Yo me acuerdo... Su madre era una mujer hermosa y fina. Pasó mucho desde entonces y puedo asegurarle que usted no sabe nada de su padre.

 

 - Sí, casi nada...

 

 - Su padre - afirmó para interrumpirlo y enseguida infundió a su voz un tono modesto-, su padre tiene deudas y está por morir. Ningún médico del lugar quiso atenderlo, ¿sabe? Yo lo hice por lástima, porque lo conozco hace tiempo y antes era otra persona -y sonrió con una ironía superflua, bajando la mirada, como arrepintiéndose de lo que acababa de decir.

 

Alberto sacó la billetera. El médico de inmediato se incorporó, montó un pequeño espectáculo arrastrando esos piesecitos destinados a alimentar los mecanismos del pudor, simuló acomodarse el pantalón arrugado, vaciló y dio unos pasos nerviosos, como si hubiera sido descubierto en falta. Por fin le enumeró los servicios prestados durante el último mes y pronunció confusamente la suma que se le adeudaba.

 

 - Gracias, realmente -dijo en cuanto Alberto le extendió el dinero.

 

Antes de salir, el médico, que creía debía permanecer unos momentos más para no parecer descortés, se detuvo en el vano de la puerta y le dedicó una sonrisa:

 

 - Usted sí debe ser un gran hombre.

 

Alberto se alzó de hombros y el médico se acercó extendiéndole la mano:

 

 -  Llámeme si hay algún problema. Lo dejo descansar. Manuela sabe dónde vivo.

 

Alberto asintió y en cuánto el médico salió se quedó profundamente dormido. 

 

Al mediodía, Manuela, la criada, irrumpió en el cuarto y le anunció que afuera había tres hombres buscándolo. Alberto sintió el rostro entumecido, las piernas doloridas, el sabor del sueño apretado en el estómago y la garganta, como si despertara después de una borrachera. Tres hombres, se dijo, y en voz alta preguntó quienes eran.

 

- Gente del pueblo -contestó ella y estuvo a punto agregar algo pero contuvo la cara ruborizada entre las manos. 

 

Minutos después Alberto atendió a los visitantes en la puerta de la casa. Eran tres hombres robustos, de mediana edad y facciones hinchadas. Lo miraban con una turbación ingenua, torciendo las cabezas, como si a pesar de ser más altos se esforzaran por mirarlo desde abajo. En torno flotaba el bullicio de curiosos que comentaban la llegada del hijo. Se dirigieron a él alternando la palabra, como si hubieran calculado un discurso del cual cada uno recordaba una parte. Alberto deslizaba los ojos de rostro en rostro, según quien hablara, y después de unos instantes de confusión comprendió que los visitantes no podían evitar interrumpirse entre sí, y que en realidad querían decir algo que ninguno se atrevía a pronunciar. Finalmente pudo descifrar el motivo de la visita: su padre desde hacía tiempo jugaba a las cartas y tenía una deuda; la suma, según esos hombres cada vez más agitados por la perspectiva de ser comprendidos, era importante...

 

        - ¿Cuánto? - preguntó Alberto.

 

Uno de ellos -el que hacía más esfuerzo por interrumpir a los demás- se resignó a pronunciar una cifra en sordina. No era una suma tan exagerada, pensó Alberto,  menos de lo que había pedido el médico, pero necesitaba comprobar su veracidad. Pagaría la deuda más adelante, cuando hubiera averiguado algo más sobre el pasado de su padre.

 

 - Búsquenme en unos días, voy a ponerme al tanto.

 

Los tres hombres, desconcertados, retrocedieron unos pasos. Uno le susurró algo al otro, el cual codeo al de al lado, quien, con asombro, intervino:

 

 - Nos va a pagar, ¿enteonces?

 

Alberto les contestó que, en efecto, iba a pagarles pero no en ese momento. Los hombres torcieron las bocas intentando una sonrisa, y cada uno le extendió la mano y le expresó una incondicional gratitud.

 

Pasó la tarde a la sombra, en el patio. Manuela velaba por su padre y cada una hora, además de calentar la pava, se acercaba a Alberto para referirle signos de mejoría detrás de los cuales él descifraba, asqueado, la fantasía piadosa de una criada. El médico, con su aire de persona prescindible, pasó a saludar y corroborar el estado del enfermo. Intentó disimular la incomodidad que le inspiraba Alberto, pensativo en la sombra, tan distinto a su padre, hombre ansioso e ilimitado. Se fue sin extenderle la mano, sólo se inclinó y prometió volver al día siguiente.

 

Poco después alguien llamó desde la calle. Manuela salió y le informó a Alberto que una mujer lo buscaba.

 

 - Que pase. No quiero levantarme.

 

Y aunque Manuela le advirtió que esa mujer tenía mala fama y no convenía que la chusma la viera entrar a la casa,  él insistió en quedarse en su asiento y recibirla sólo por curiosidad. En la penumbra de la galería vio a una mujer obesa. A medida que avanzaba parecía renguear más y mejor. Una niña de unos diez años caminaba agarrándose de su pollera. En brazos llevaba a un muchacho enorme que jugaba con su pelo y con el movimiento pacífico de los ojos echaba luz sobre su cara sucia y lastimada. La madre, en cambio, tenía una mirada demente, y buscaba el cuerpo del hijo en la sombra del patio.

 

Se detuvieron a unos metros de Alberto. Fumaba en el espacio borrado de la tarde. La criada intervino:

 

 - Señor, ésta es la mujer que lo busca.

 

 - Dígale que se acerque y que baje a ese niño, que ya es grande y los niños que maman hasta tarde quedan vizcos – y en ese momento advirtió que varias veces en su juventud había escuchado en boca de su padre la misma frase.

 

Se acercaron. La mujer tenía los ojos como brazas, quizás deformados por el temor, el odio o el orgullo. Alberto le hizo una seña a Manuela para que se retirase. Miró a los niños que revoloteaban detrás de la madre para esconderse. Ella, quieta, encandilada, repasaba el patio sin detenerse en nada especial, como si mirara el cielo.

 

Después de una complicada conversación llena de digresiones, la mujer mencionó la razón de su visita: su padre era el dueño de esos muchachitos; él los había concebido con ella, tejedora de oficio, y se había negado a reconocerlos.

 

- Tome - dijo alzando en brazos a la niña-, le dejo a la menor, lléveselo, me dijeron que su padre está mal, se va a alegrar de tener un nene cerca.

 

Alberto rechazó al muchacho y se levantó un poco espantado.

 

- Disculpe, yo no estoy al tanto de esto...           

 

- Mire, yo ya no puedo criar a estos dos niños. En casa tengo más. El grande ya va al colegio. Vamos, llévele uno a su papacito... Se va alegrar tanto.

 

- Perdone, sinceramente, esas son cuestiones de mi padre.

 

- Por eso...¿Usted no es el hijo? Aquí tiene a sus hermanitos. Tómelos. Miré, le dejo a los dos.

 

Sorprendido, Alberto sacudió las manos y se hizo a un lado volteando su silla. El ruido atrajo a Manuela, que enseguida intervino tomando a la mujer del brazo y guiándola, sin que prestara resistencia, hacia la salida. El niño más grande permaneció plantado ante él; quería decir algo, pero no hacía más que sonreír y  balancear los brazos. Alberto creyó ver en esa cara enfermiza rasgos atenuados de su padre: la nariz huesuda, la boca fina y tenaz de hombre destinado a las mujeres. Se escuchó un grito. Alberto le hizo un gesto amistoso para que alcanzara a su madre y escuchó en ese momento la irrupción de unas voces masculinas. Enseguida vio a dos hombres que a pesar de las quejas de Manuela llegaron al patio y se dirigieron a él con una mezcla de hilaridad y soberbia. Se presentaron como antiguos compañeros de colegio; se acercaron y le palmearon el hombro, luego lo abrazaron con efusión de borrachines y por fin le preguntaron si los recordaba. Como Alberto no contestaba, uno dijo:

 

- Por  el reencuentro, véngase hoy a la noche al club a jugar a las cartas ¿eh?...

 

Alberto quedó boquiabierto.

 

- No se preocupe, sabemos lo de su padre, ¿no José? Nuestras condolencias... El viejo estaba endiablado -y soltaron una risa precipitada que quedó vibrando sola en la sombra.

 

Sin pronunciar palabra alguna, Alberto atravesó rápido el patio y se encerró en su cuarto. Se sintió sofocado por lo que implicaba después de tanto tiempo ser hijo de padre. No podía soportar ese pasado arbitrario que desde su llegada parecía estar heredando. Ocultó la cara en la almohada, pensó en llorar pero una atenazadora somnolencia fue aliviándolo.

 

Cuando despertó percibió en el cuarto el aire de la madrugada llenando las paredes y las calles del pueblo. En el patio ya no debía haber nadie. Enseguida recordó a Manuela y sintió hacia ella una indefinible gratitud. Fue a tientas por el corredor. Se inclinó para palpar las baldosas del patio recalcadas por el frío. Acomodó la silla bajo la parra y se sentó a esperar un amanecer que parecía demorado. El viento era suave. En el cielo incompleto se abrían como costillas arcos de luz. Sintió la imposibilidad asfixiante de rechazar el paisaje, las voces, los reclamos; todo era ajeno y al mismo tiempo tan justo, tan real y familiar como un castigo que hacía tiempo creía merecer por haberse ido. A unos metros, entre muros, estaba su padre, a quien aún no había visto, y ya de sólo pensar en él se sentía atrapado, y la perspectiva de oír su respiración y estar en contacto con su cuerpo se le representaba como una aventura más desgarradora que el exilio. Prefería esperar su muerte para volver a encontrarlo vivo en la memoria. También podía huir y transformar la visita en una aventura frustrada: uno de esos errores que tientan horriblemente a los hombres sentimentales. ¿Cuántos días faltarían? No, no podía irse antes. Tampoco sabía si podría soportar más infamias... Pero en definitiva él era su hijo y ese era el precio, recoger las penas de un hombre que no había aprendido a sufrir... Cada uno libraba su propia aventura, pensó; él, ahora, como cómplice de la libertad que su padre, entre muros, pactaba con la muerte. Sí, ese era el desafío: aceptar una complicidad impuesta por la naturaleza. Lo sabía incluso antes de volver; siempre, a pesar de la ausencia, había intuido quién era su padre y cuando moriría. Por eso estaba ahí y no se iría y tal vez después del fin se quedara por un tiempo: porque el remordimiento de saber sin estar había sido una forma anacrónica de amarlo. Respiró, sintió el viento afuera y una resignación forzosa que por dentro lo envolvía.

 

Poco después Manuela lo saludó con reverencia. Él sonrió y percibió en ese gesto, en el patio que parecía empantanado en el amanecer, una familiaridad repulsiva a la que no podía renunciar porque era la parte más íntima de sí. Tomó la pava. Ella quiso decir algo, compartir la agonía: convertirlo, de algún modo, en testigo de un sufrimiento del que se había apropiado disimuladamente. Hasta su arribo, había sido la patrona insoslayable del dolor. No le importaba nada, quería sufrir como una viuda y no como criada. Él la observó detenidamente y pronto sintió que su cuerpo fibroso y viejo, trabajado por la servidumbre, su modo de hablar como si estuviese confesando algo grave e intransferible, le estorbaban, lo alejaban del final. Podía ver en ella a su padre muriendo. Y le parecía más lejano.

 

Se levantó. Sin decir nada, atravesó la penumbra ingrata del corredor y entró a la habitación. Deshizo la valija y ordenó su ropa sobre los estantes combados del ropero. Jugó con una navaja e imaginó que podía ganarle a su padre la apuesta matándose antes. Se recostó y al pensar que ese día y tal vez los dos siguientes fueran la última ocasión para ser el hijo, experimentó la certidumbre de la espera, implacable como una sentencia.

 

 

 

Oliverio Coelho


fuente: obsequio del autor

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