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Marcelo Damiani

“Las estrellas según Rey”

Par larouge • CUENTOS • Mercredi 21/10/2009 • 0 commentaires  • Lu 1365 fois • Version imprimable

 

“Las estrellas según Rey”


Reynaldo, al principio, era simplemente Rey. Reinaba, soberano y autárquico, sobre sus padres, tíos, abuelos y amigos de la familia sin ningún tipo de obstáculos u oposición. Sólo tenía que emitir un sonido gutural y cansino y señalar el objeto de su deseo para que su voluntad fuera cumplida inmediatamente. La vida, en esa época, consistía en individualizar la forma de las cosas que pululaban a su alrededor y luego tomarse el arduo trabajo de decidir si las quería ahora o después. Seguramente ahí estaba la clave para comprender su temprana fascinación por el cine, aunque él solía quejarse de que había llegado al séptimo arte bastante tarde. Su madre recién lo había llevado por primera vez a una sala poco tiempo antes de cumplir los 4 meses, a los 111 días de vida, para ser exactos, y esto, por supuesto, hablaba de un irrecuperable tiempo perdido. Además, con el desfile infinito de imágenes en pantalla, el pequeño Rey había descubierto el fenómeno de la decepción. Los sonidos guturales, los señalamientos espasmódicos y ni siquiera los más desaforados llantos parecían suficientes para detener el flujo de los objetos deseados y rápidamente perdidos para siempre en ese tragaluz del infinito. Era como estar en medio de un incontrolable huracán de estímulos que lo zamarreaba de un lado a otro sin ningún tipo de compasión. Rey sentía punzantes destellos de placer, pero como si simultáneamente estuvieran sumergidos en una turbulenta corriente de dolor. Esto parecía destinado a acabar con su capacidad de asombro, y también con sus energías, ya que después de estas verdaderas sesiones de tortura terminaba agotado. Así, cada salida al cine dejaba diezmado su poder, y por un tiempo, lo convertía en un bebé apático y meditabundo, albergando grandes sospechas sobre la autenticidad de su reinado. Poco a poco, no obstante, las cosas retomaban el cauce de la normalidad, y él volvía a ejercer su poder tirano sobre todos los seres que lo rodeaban. Paralelamente, su deseo de volver al cine se acrecentaba, para probar de nuevo su fuerza frente a ese rival que lo tentaba con objetos que luego escondía o tan sólo hacía desaparecer, sin que mediara ningún tipo de lógica o notificación. Mientras más tiempo pasaba entre película y película, por otra parte, más seguro estaba de que esta vez podría controlar el flujo de imágenes a su antojo. Pero cuando volvía a la sala oscura las cosas seguían escapándose irremediablemente, y su madre, en vez de facilitarle lo que le pedía, como sin duda era su trabajo, lo sacaba del lugar a los retos, única opción razonable frente a sus gritos y pataleos imberbes, por lo menos hasta que su garganta se cansara de chillar y todo su cuerpo fuera vencido por el sueño. El cine se convirtió así en su peor enemigo.
          El nacimiento de su hermana, el aprendizaje del alfabeto y la aparición de nuevos y mayores obstáculos para mantener su reinado en el palacio familiar, sin embargo, le dieron la oportunidad de aparentar cierta indiferencia ante ese monstruo que siempre se mostraba tan impermeable frente a sus cada vez más dudosos poderes. Luego, como esos enemigos cuyas vidas terminan dependiendo de la lucha que han entablado, empezó a quedar subyugado por las imágenes. Su magia lo arrojaba fuera del mundo. Muchas veces, como un magro intento para descubrir su mecanismo, solía repasar mentalmente las mejores partes de las películas que lo llevaban a ver, buscando el truco que lo había hecho caer en su red. Así cayó en el fetichismo. Por medio de fotos y muñecos trataba de apoderarse de determinados rostros o personajes que sin embargo no dejaban de demostrarle su carácter esquivo y huidizo. No importaba todo lo que tuviera, siempre había algo que escapaba a su poder; así comprendió que las cosas no eran para nada parecidas a sus imágenes. Tal vez por eso no sintió que los poderes estaban balanceados hasta que empezó a relacionar lo que pasaba en la pantalla con determinadas palabras que iba aprendiendo día a día, y que parecían tan destinadas como las imágenes a llenar de sentido ese fluir de acontecimientos que era su vida. El punto de inflexión, cuando imágenes y palabras se enlazaron para siempre, sucedió en un autocine, en las afueras del último autocine que quedaba en la isla; ahí descubrió el secreto de las estrellas.
          Su familia acababa de llegar a la ciudad y Rey ya tenía muchos recuerdos felices de otros autocines y otras noches de verano contemplando películas al aire libre. Claro que a veces lo más interesante era el espectáculo del cielo y las estrellas, por lo que a él no le costaba demasiado cambiar de pantalla y quedarse dormido con esa sensación placentera de ser una parte importante del universo. Su familia, desde que él tenía memoria, había vivido en una gran casa en las afueras de Colonia. En los veranos, cuando el calor se tornaba insoportable, tenían la costumbre de dormir en el patio del fondo. Era uno de los pocos casos en que Rey disfrutaba mucho de todos los preparativos previos al gran acontecimiento. Por lo general, la noche empezaba con un asado hecho por su padre, sin postre y con el presentimiento de lo que se avecinaba; Rey había notado que sus padres utilizaban estas cenas al aire libre para escudriñar el cielo en busca de nubes sospechosas. Varias veces los había sorprendido la lluvia en medio de la noche, y más allá del buen humor con el que se tomaban el imprevisto, a nadie le gustaba que le estropearan el sueño de esa forma. A veces incluso usaban el olfato de su perra para dirimir el asunto. Ella era una dóberman despierta que odiaba la lluvia, y por lo tanto, cuando la olfateaba, coherente consigo misma, no se acercaba al patio por ninguna razón, ni aunque la tentaran con los más jugosos pedazos de carne. Rey amaba a esa perra. Había sido su compañera de juegos y exploraciones antes de que llegara su hermana, y su madre nunca se cansaba de repetirle que los dos habían nacido el mismo día. Pero Rey no encontraba tan notable esta coincidencia como la de su nombre: La Negra era negra. Parecía una estupidez, pero para él era algo muy serio. Les había preguntado varias veces a sus padres, juntos y separados, para constatar sus versiones, quién la había bautizado; Rey, como todo Rey, era un monarca muy desconfiado. Al parecer, el nombre se lo había puesto un veterinario desconocido: Rey hubiera querido preguntarle por qué lo eligió, dado que todos los dóberman que conocía hasta ese momento eran negros. ¿No se prestaba a confusiones? ¿Cómo se daba cuenta uno cuál era precisamente La Negra? ¿Sería posible que a nadie se le hubiera ocurrido antes ponerle este mismo nombre a otra dóberman? ¿O acaso no les importaba? ¿La gente pensaba bien las cosas antes de hacerlas? Esta era la razón por la que siempre elegía a su perra como personaje principal cada vez que en el colegio le pedían que escribiera una composición con tema libre. Pero sus maestras tampoco entendían la importancia del asunto. Rey sospechaba que había muchas cosas que los adultos no comprendían o que no querían comprender deliberadamente. Aunque lo que sí parecían haber entendido era que La Negra nunca se equivocaba cuando se trataba de predecir la lluvia. Así, después que sus padres se convencían de que esa noche no iba a llover, mientras levantaban la mesa, justo antes de ir a ver televisión o directamente a acostarse, aparecía la esperada pregunta: “¿Quién quiere dormir afuera esta noche?” “¡Yo! ¡Yo!”, gritaba su hermana, y Rey cruzaba una mirada llena de sobreentendidos con su perra. Entonces salían corriendo a buscar los trapos que había hecho su madre para poner sobre el césped. Una vez acomodados, llegaba el turno de los colchones, tarea exclusiva de los hombres de la casa; las mujeres se encargaban de las sábanas, los cubrecamas y las frazadas, por si refrescaba demasiado durante la noche. Por último, los espirales, aerosoles y cremas para protegerlos de los mosquitos. Rey era siempre el primero que se acostaba y el último en dormirse, como si tuviera miedo de perderse el espectáculo de la noche estrellada. Cuando sus padres se acostaban, Rey le preguntaba a su madre dónde estaban La Cruz del Sur, Las Tres Marías, Las Siete Cabrillas, El Lucero del Alba, y por supuesto, su planeta favorito: Mercurio. Él sabía perfectamente dónde se encontraban, pero nunca se cansaba de preguntar, como si necesitara de una nueva confirmación de su saber adquirido luego de tantas noches de dormir afuera. Tampoco se contentaba con identificar los grupos de estrellas que ya conocía, sino que también trataba de buscar formas nuevas en el cielo. A veces le parecía ver barcos, caballos, perros, trenes y árboles; o incluso dragones parecidos al lunar que tenía en uno de sus brazos. Siempre trataba de compartir sus hallazgos con La Negra, único integrante de la familia al que podía despertar en medio de la noche sin recibir un buen reto. La Negra abría un ojo estoicamente, miraba hacia el punto que le señalaba su amo, emitía un suspiro de asentimiento, y se volvía a acomodar a su lado para seguir durmiendo. Eso era vida.
          Esas noches fueron lo que más extrañó cuando tuvieron que mudarse a la capital. Su familia ahora vivía en un pequeño departamento sin patio, no tenían auto y ni siquiera se podían dar el lujo de ir al cine. Rey no sólo añoraba el hecho de quedarse dormido mirando las estrellas, sino también –sobre todo– ir a ver películas al aire libre. Por eso empezó a escabullirse los sábados a la noche con la excusa de ir a bailar, cuando en realidad iba al autocine con la esperanza de encontrar un agujero en el alambrado o entrar a escondidas gracias a algún descuido de los vigilantes. Pero nunca tenía suerte. Así llegó a conocer muy bien todos los alrededores del lugar, y una noche descubrió un árbol desde el que podía ver toda la pantalla gigante. Era cierto que no podía escuchar nada, pero encontró divertido tratar de leer los labios a los actores, y además, muchas veces los gestos o las miradas decían más que todos los diálogos del mundo. Una de las mejores imágenes que recordaba, esa que le permitió descubrir el secreto de las estrellas, era la de una mujer de belleza inolvidable; nunca supo su nombre, o quizá lo olvidó a propósito para guardar mejor su recuerdo. Ella acababa de cometer un acto atroz, vengativo, imperdonable, y sin embargo, uno no podía dejar de disfrutar de sus rasgos perfectos y de su perfecto pelo negro. La imagen que nunca podría olvidar era la de ella mirando al frente, a su amante, a la cámara: A él; sus ojos verdes relampagueando en medio de la noche mientras el fondo oscuro de la pantalla se fundía con el cielo estrellado. Entonces descubrió el secreto; entonces comprendió por qué a algunas actrices les decían estrellas.
fuente: cuatrocuentos.wordpress.com/2009/09/16/marcelo-damiani-las-estrellas-segun-rey/#more-521


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