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La Luna y La Plaza de Edgardo Lois

Par larouge • CUENTOS ARGENTINOS • Mardi 15/06/2010 • 0 commentaires  • Lu 2345 fois • Version imprimable

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La Luna y La Plaza
 




(…) La jornada se hizo historia sin necesidad de guardar algún detalle más. El volantero terminó su trabajo y buscó un lugar en donde sentarse unos minutos. Cargó la pipa, la encendió con cuidado, con amor y en un segundo, con la primera aspiración, como si de magia se tratara, Olmé pareció convertirse en otro, en alguien distinto, en un tipo diferente mientras seguía siendo él mismo. La pipa rompió la crisálida del volantero y de ella salió el verdadero Olmé: el volatinero: el funámbulo del funambulismo más arriesgado.
Arturo Olmé camina hacia su casa. Si alguien lo observara con detenimiento vería que el hombre no va por la vereda, sino que parece avanzar sobre una cuerda: busca el equilibrio, hace pie en el aire, a ambos lados de la cuerda, porque Olmé pega uno que otro saltito y cambia el pie de apoyo: camina por el filo, sobre la frontera que flota sobre el gran abismo, de un lado: los vivos, del otro: los muertos.



Otra vez en camino, otra vez pretendo ir al encuentro de mi Buenos Aires. Una nueva historia empieza a enseñar aristas y recovecos entre mis papeles; extrañamente estoy escribiendo sobre un cuaderno con espiral, esta vez parece ser un trabajo donde no habrá lugar para hojas sueltas sobre la mesa en el Cao o sobre la mesa de madera que espera en mi cocina. Desde mi mesa digo que veo la Luna, no en el cielo, sino al pie del balcón que da al pulmón de la manzana, un paisaje lunar de utilería hecho de chapas, tanques de agua, mucha membrana plateada y restos de satélites humanos estrellados por el paso del tiempo: baldosas partidas, una hoja de escalera pudriéndose bajo las estrellas. Es cierto que veo un árbol en mitad del paisaje, pero aún así siento que mi ventanita da sobre la Luna. Esta imagen ya está dentro de la novela, un puñado de techos de San Cristóbal se titularon techos del cielo, y me digo que esta apariencia debe ser muy cierta, porque en el lateral del edificio alto que se ve desde la misma ventanita, hay pintada una publicidad que autoriza estas consideraciones que bien sé podrían ser tomadas por antojadizas: en letras negras y rojas leo: Electro Universo.
La superficie de la Luna está habitada por gatos, especialmente por uno, el Colorado, que pasa gran parte del día durmiendo al sol; este gato tiene la particularidad de ser bastante mugriento, por lo general los gatos consumen gran parte de su vida acicalándose, pero no el Colorado que nada más atorrantea sobre las chapas y se olvida de ciertos mandatos de la especie; parece que el Colorado posee cierta comprensión sobre qué es lo importante de la vida, y entonces hace la suya, por más que, como siempre, los necios del barrio murmuren, y, creo que, de alguna manera, apostó a hacerse un lugar en mi historia nueva y en ella se piensa quedar. Debe saber que al verlo sobre Luna, al presentirlo habitante, recordé el relato de H. P. Lovecraft (1890-1937): En busca de la ciudad del sol poniente (1927): [...] Y sin duda se habría podido apreciar la misma dulzura en los maullidos de los gatos, de no haber estado casi todos ellos pesados y silenciosos a causa de su extraño festín. Algunos de ellos se escabulleron sigilosamente hacia esos reinos ocultos que sólo conocen los gatos y que, según los lugareños, se hallan en la cara oculta de la Luna, adonde trepan desde los tejados de las casas más altas. El Colorado no tiene el protagónico, pero bien conforme se queda con ser parte de una de las escenografías. Los personajes principales son Julio Martín, Arturo Olmé, Ángela, Virginia y Ernesto, un diariero de esquina del barrio. Pero una vez más puedo decir que Buenos Aires es el personaje madre de todas las historias y consideraciones. En esta ciudad la vida es una vuelta de tuerca constante, nada en Buenos Aires se mantiene quieto, arriba y abajo, la ciudad misma se expande, respira, para luego quedarse un minuto sin aliento. Ciudad punzante capaz de resguardar y también de sacrificar a sus criaturas. Ciudad siempre cambiante mientras sigue siendo la misma, esa entidad-universo con la que no se puede tener otra relación que no sea un cóctel de amor-odio. La amo cuando escribo, cuando la escribo, sobre una mesa del Cao, y la volaría en pedazos cuando supura indiferencia en las esquinas cercanas a Plaza Once. La Plaza, sus alrededores, también son parte de mi novela: la noche, la desesperación, las almas: todo su paisaje de vida empezó a acomodarse en mi cuaderno. Camino Once para ver y para escuchar, y escribo para no olvidar.
Digo que mi nueva historia habla de la ciudad de más allá, porque en ella intento contar sobre los vivos y los muertos, y sobre el entrecruzamiento de hombres y fantasmas sobre las calles de todos los días. Hablo de fantasmas sobre el cemento, y de buscadores de fantasmas, porque estoy convencido de que esta ciudad, que la sabemos una que puede ser tantas, tan humana ella, se repite a un lado y otro de la frontera, y es una frontera abierta para todo aquel que la quiera ver o habitar.
Camino Once encontrándome con la vida, y también camino las calles encontrándome con otra sintonía: mágica, misteriosa, si se quiere; empecé por enterarme que vivía a metros de un cruce de caminos, de una encrucijada, Estados Unidos y Jujuy, donde a veces se dejan ofrendas a algunos semidioses muy cercanos a la naturaleza. ¿Vivo cerca de un cruce mágico de caminos?, fue mi pregunta y entonces comencé a ver la otra ciudad, quise verla y la estoy viendo, y es a partir de ello que empecé a revisar historias de fantasmas, a escucharlas, a entender que los muertos tienen tanto que ver con los vivos.
Hace unos días una amiga me envió una foto del Cao, una toma interior donde se ve a algunas personas en movimiento, luego: movidas ellas; cuando la vi pensé que era una foto fantasmal, pensé que estaba viendo aproximaciones de personas; ¿qué es un fantasma?, me pregunté, y se me ocurrió pensar que un fantasma es una persona desbibujada, o una persona en formación, o sea que un fantasma puede ser un muerto que se aleja de la vida o un muerto que regresa a la misma; me dije que fantasma significa rastro, señal indicadora; y subido a los juegos del pensar me dije que también un adolescente es un fantasma regresando a la vida, porque está en construcción, y que un viejo es fantasma que se aleja, que se desdibuja porque ya está cansado de mantener el personaje.
Escribo en órbita alrededor de Plaza Once, revisando mi camino casi diario hasta la plaza, voy desde mi departamento cercano a la encrucijada, por Jujuy, hasta que, por ejemplo, una y otra vez me paro en la esquina que está en diagonal a la recova, a centímetros de pisar Avenida Rivadavia, ¿es que todos cambiamos de nombre cuando cruzamos la avenida?, me pregunto en alguna de las páginas de mi novela, y desde mi posición miro hacia la altura del edificio que resguarda la recova: un palomar, hay un palomar a cielo abierto allá arriba, una máquina infernal de enviar palomas, buitres civilizados, en picada sobre la plaza. Aclaro que Julio Martín, mi personaje, siente asco por estos diabólicos seres emplumados.
Y hablando de amenaza en la plaza, en uno de mis paseos vi a dos muchachos, una tarde de lunes, hacer una especie de puesta teatral, una mezcla de humor, costumbrismo y consulta constante con el público que se junta en torno a los trabajadores. Estaban vestidos de mujer, pero no presté atención al argumento de la puesta. Pero a lo que sí presté atención fue al texto con que uno de ellos pidió la colaboración. Acá también se hacía presente lo sobrenatural y algo más: avisó el orador que nadie le diera vuelta la cara, que cuando él llegara para pedir la colaboración, nadie se fuera, explicó que él, si alguien se retiraba sin poner una moneda, no iba a odiar a nadie, pero avisó, si te aviso no está tan mal, que tenía en la familia un brujo, y que aquel que se retirara sin haber colaborado tenía, en algún momento, que dejar la plaza; llegado a ese instante acentuó el mensaje: Sabé que para salir de la plaza hay que cruzar una calle, yo te digo eso, nada más. La amenaza del más allá estaba hecha: guarda que el bondi del brujo te parte. Anoté debidamente en mi libretita sabiendo que la calle sigue entregando la mejor literatura.
Pero por suerte, sobre la nao plaza (porque a Plaza Once se llega abordando desde distintos muelles), y a no más de cincuenta metros, la palabra de Dios, no sé de qué marca, ofrecía la salvación. Dios utilizaba para entregar su mensaje del día a unas diez personas: tres de ellas, un hombre y dos mujeres, portaban sendas panderetas, otra mujer tenía un bombo, había Biblias a discreción en el grupo. El líder, el que hablaba por el micrófono y cuya voz salía rasposa por un pequeño amplificador, era un hombre joven, de no más de cincuenta años; enérgico, un poseso de la palabra del señor y a la vez una persona con vocabulario pobre: ¡Aleluya en la viña del señor! ¡Cara a cara con Dios, quiero ser su discípulo! ¡Él quiere que nos humillemos, la misericordia, seamos sus discípulos!
Tomo nota para mi novela sobre los vivos y los muertos, para mi historia nueva que trata sobre los fantasmas que sufren la humillación en esta tierra, y sobre los otros fantasmas, que también viven entre nosotros, pero que declaran estar a salvo de miserias en el otro lado, en el lado B de la vida: el más allá.
Arthur Conan Doyle (1859-1930), el famoso creador del detective Sherlock Holmes, cita el testimonio de un espíritu en su libro La nueva revelación (1920): (…) Aseguró que los espíritus oraban y morían en aquella esfera antes de pasar a otra, que disfrutaban de ciertos placeres, entre ellos del de la música. Que aquel lugar estaba lleno de luz y de risas, añadió que no había entre ellos ricos y pobres y que las condiciones generales, eran mucho más felices que en la tierra (…).
Mejor así, me gustaría anotar en la novela de la vida.

© Edgardo Lois

fuente: http://delaescritura.blogspot.com/

 

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