Yo tenía un abuelo que acá estaba vivo y ahora está bien muerto y lejos, allá en Italia. Cuando vivía con nosotros no se había muerto y cuando se fue se murió. Había venido a Argentina en un barco grande y lleno de gente, que tardó muchos días en llegar y casi se hunde en el medio de una tormenta. En cambio ahora había viajado en avión muy rápido, pero allá su tos no duró mucho.
Fue así.
Esa vez de la noticia estábamos todos en casa, todos despiertos quiero decir, pues sólo el abuelo se acostaba muy temprano, pero él se había ido a Italia unos días antes. Ya habíamos comido los tres. La noche era calurosa y medio triste. Mamá lavaba los platos mientras papá tomaba del vaso y leía el diario. Después de comer, a mí me gustaba patear un rato la pelota contra la pared amarillita del patio y eso hice, pero justo esa noche pateaba siempre mal porque no podía dejar de pensar en lo otro. Había estado contando uno por uno los días desde que el abuelo se había ido y tenía miedo, mucho miedo de verdad. Dejé la pelota y me senté en la cocina. Entonces vi que mamá dejó de lavar y se secó las manos en el delantal y atendió el teléfono, yo la miré como ya sabiendo lo que iba a pasar, y cuando oí que ella decía: no hagan ruido, bajen la tele, llaman de Italia, todo se volvió negro a mi alrededor y ahí empezó lo feo. A lo primero hubo un grito de mamá, después una pregunta de mi papá con la cara toda roja y luego vino el silencio y se puso en el medio de nosotros. Ellos se quedaron sentados uno en cada punta de la mesa, mirándose. Yo me levanté despacito de la silla y no hice ruido y subí acá al altillo.
Hace un rato me agarró con todo, no pensé que fuera así. Por suerte ellos allá abajo no pueden oírme y si me oyeran creo que igual no se darían cuenta de nada, están muy ocupados los dos buscando por todos lados.
Al otro día del llamado empezaron a llegar muchos parientes y paisanos. A la mayoría no los había visto nunca y saber que mi abuelo era tan importante me llenó de orgullo, aunque no sé por qué me sentía un poco avergonzado de mi orgullo. Yo bajaba la escalera sólo si me llamaban, saludaba a las visitas que me besaban y decían qué grande está este chico, es igual al abuelo muerto, eso decían. Yo andaba un rato dando vueltas apartándome de a poco y después subía de nuevo, cuando ya no se fijaban.
A los pocos días ya no vino nadie más y papá y mamá se pusieron a revolver la casa. Empezaron por la pieza del fondo, tiraron la puerta abajo y entraron. Yo los vi.
A la noche muy tarde dejan de buscar y se van a dormir un ratito aunque no sé si duermen. Entonces hay un poco de silencio y me parece oír al abuelo, o para decirlo mejor, escucho la tos del abuelo. Porque la verdad es que él tosía mucho todo el tiempo, fumaba y tosía durante el día, pero por las noches la tos no terminaba, no terminaba nunca, atravesaba las paredes y los pasillos y parecía crecer y llenaba toda la casa. Fumaba la marca “particolare chento”, así decía él, que no sabía hablar bien el castellano y mezclaba las palabras y las pronunciaba mal. Por las dudas, el abuelo guardaba una buena cantidad de cigarrillos en un armario todo viejo que él tenía. Nunca le faltaban y a veces, cuando le agarraba un ataque de tos que se ahogaba muy fuerte y parecía que ya no aguantaba, agarraba el paquete abierto y sacaba un cigarrillo, lo prendía y le daba dos o tres pitadas y de repente se le pasaba la tos y nos miraba y se mataba de risa. El abuelo me contó que apenas llegó a la Argentina, en el puerto lo esperaba su mejor amigo de cuando era chico en el pueblito de Italia y lo primero que hizo este amigo, después de abrazarlo adelante de todos, fue convidarle un Particulares 100, así se dice y se escribe bien. Son esos de paquete verde que los vende la mujer bajita del quiosco de acá a la vuelta. Desde ese día del puerto él no fumó otra marca aunque lo convidaran y cuando alguno de la familia o a lo mejor algún doctor de los muchos que cada tanto había que llamar para curarlo, le aconsejaban que dejase de fumar que sino se iba a morir, el abuelo aspiraba bien hondo el humo, se reía en medio de la tos y contestaba algo así: “se io non fumo particolare chento, sono morto per sempre”. No había nada que hacerle, el abuelo hablaba mal y fumaba y tosía. Por eso en el silencio de la noche me parece oír la tos del abuelo y no puedo dormir y por eso yo también hago lo que hago.
Cuando se fue, el abuelo se llevó sus cigarrillos, porque allá no los iba a conseguir, decía. Los acomodó el día anterior en la valija grande, la negra. Llevaba también para convidar a los amigos de allá lejos, a tantos días y a tantos amigos correspondían tantos atados. No se había equivocado en la cuenta que hizo despacito, ayudándose con los dedos, seguro que no.
Me agarró otra vez, más fuerte todavía, y aunque ellos no me escuchen, debo aprender a acostumbrarme.
Yo lo quería mucho al abuelo. Es cierto que cuando pasó ese asunto del helado me enojé mucho con él, pero ya no estoy enojado, estoy triste.
Recuerdo que me compraba golosinas en secreto, debía comerlas delante de él y darle los papelitos para tirarlos en el agua del inodoro, porque nadie se debía enterar. Mis padres juraban que él había recibido plata de Italia, mucha pero mucha plata, decían. En Italia trabajó y peleó en la guerra y por eso le mandaron la plata toda en dólares. Más o menos cada dos meses recibía más. Pero a los dólares él los guardaba en secreto. “El viejo miserable, no los va a soltar hasta reventar como un sapo”. Así cuchicheaban mis padres, pero a mí me parece que el abuelo tenía razón, era su venganza porque él vivía en la parte de adelante y un día, poco después de que yo naciera, ellos lo habían llevado a la fuerza a mudarse a la pieza del fondo, muy chiquita, la verdad.
A veces las cosas en casa se ponían más difíciles. Mi papá se emborrachaba con el vino y no trabajaba. Mamá se levantaba todos los días muy tarde y miraba novelas en la tele y entonces el dinero no alcanzaba y se peleaban y se decían malas palabras, muchas malas palabras hasta que mi papá daba un portazo y se iba. Después volvía al otro día y golpeaba la puerta de la calle y nos despertaba, y también despertaba a los vecinos que a veces venían enojados y gritaban cosas feas de nosotros.
Me acuerdo muy bien. Una vez que parecía que mi mamá esperaba un bebé, se peleaban más. Yo me escondía como ahora y los escuchaba, y después me pregunté muchas veces quién de los dos había tenido la culpa de que yo naciera.
Pero el abuelo, por más que ellos le insistían y le pedían por favor, no aflojaba los dólares, o los aflojaba apenas un poquito.
Mi mamá, que es la hija, a veces lo defendía porque le daba algo para que comprara comida pero otras veces era la que más lo insultaba cuando creía que él no la escuchaba. No quiero ni acordarme de las cosas que pasaban cuando había que ir a una fiesta cualquiera y mamá no tenía qué ponerse o cuando queríamos irnos cuatro o cinco días de vacaciones a alguna parte. Después, los dos pasaban semanas sin hablarse. No conozco el mar, mis amigos lo conocen y yo no. Pero igual yo lo quería al abuelo. En época de clases me apuraba con los deberes y como premio mi mamá me dejaba un rato la televisión para mí, pero yo le decía casi siempre que no, que me iba con el abuelo a la pieza del fondo. Yo entraba corriendo, me sentaba frente a él y me ponía a escucharlo, contaba historias muy entretenidas y a mí me gustaba cómo las contaba. Muchas veces eran cosas que le habían pasado en la guerra, como cuando arriba volaban los aviones y tiraban bombas, muchos aviones y muchas bombas, el cielo se ponía oscuro como si fuera de noche y él les tiraba tiros y no tenía nada de miedo. Sí, aunque él no lo decía había sido un héroe, un gran “soldato”. Ahora me acuerdo que a veces en el colegio me equivocaba, hablaba como el abuelo y pronunciaba mal algunas palabras y todos se reían, hasta la maestra, y en los recreos me decían tano o tano de mierda si eran más grandes y buscaban pelea. Pero yo callaba, me encerraba en el baño hasta que el recreo terminaba y ahí muerto de frío trataba de repasar la lección aunque cuando salía ya no recordaba nada de nada y siempre lo mismo. Igual yo lo admiraba, el abuelo era fuerte como un roble, doblaba los fierros y cuando había que mover algún mueble pesado, el ropero y esas cosas, él solo se las arreglaba y podía. Yo a veces lo retaba por fumar tanto pero él repetía que me quedara tranquilo, que únicamente se iba a morir si algún día le faltaban sus cigarrillos preferidos.
Ahora abajo discuten y gritan como locos porque no pueden encontrar la plata. De la pieza del fondo no quedó un ladrillo puesto donde estaba, como si una de las bombas de la guerra que contaba el abuelo se le hubiera caído encima. Y además rompieron casi todos los muebles de la casa de adelante, hicieron pozos en el suelo y agujeros en las paredes. Papá ayer gritaba como un loco: ¡el baño, el baño!, como si acabara de descubrir el tesoro, pero a mí me parece que en realidad gritaba porque ya casi no queda otro lugar sin destrozar y tal vez él justo pensó que debió ocurrírsele antes.
Así están las cosas en casa, nadie se ocupa de mí y como aún me queda bastante plata voy y compro algo para comer y como estoy de vacaciones del colegio, me paso las horas aquí, en el altillo. Mi mamá y mi papá nunca van a subir al altillo, me dijo el abuelo la última vez.
Pero yo me porté mal.
A lo mejor el asunto del helado tuvo la culpa.
Fue así.
Una tarde, antes de que él se fuera a Italia, estábamos solos y me preguntó si yo quería comer helado. Claro, abuelo, le contesté, de chocolate. “Va bene, andá y comprá dó, uno de chicolata y naltro de vizcacho per me”. El abuelo debía estar muy contento ese día porque nunca me había comprado helado, así que me fui muy feliz para la heladería. Mientras caminaba me acordé que papá una noche había dicho que la vizcacha era muy rica y sobre la marcha cambié de idea y cuando vi en la puerta a mis amigos me di cuenta de que yo nunca me sentaba con ellos a tomar helado y por eso me trataban de orgulloso pero yo no soy orgulloso. Cuando los vi me puse muy contento porque me iba a comprar uno bien grande y los iba a invitar y me iba a sentar con ellos en la vereda. Me acuerdo que entré y la chica que atendía me preguntó que qué quería y ahí nomás le dije muy fuerte para que todos oyeran, dos helados grandes, acá hice una pausa y sentí que todos estaban pendientes hasta que seguí, dos helados grandes, bien grandes y de vizcacha. La chica me lo hizo repetir tres veces, y cada vez yo me sentía peor y lo decía más despacio porque me daba cuenta que algo no andaba muy bien con mi pedido, y mientras tanto mis amigos se acercaban con los ojos redondos como figuritas y a la tercera vez se empezaron a reír y se agarraban la panza y algunos se tiraron al piso de la risa y otros formaron una ronda alrededor mío y cantaban: helado de vizcacha, uy, uy, uy, helado de vizcacha, uy, uy, uy. Y ahora en todas partes me llaman así, ya no soy Mario, soy helado de vizcacha a cada lado que voy. Hasta Graciela, cuando se enteró que fue enseguida, vino y me dijo que ya no sería mi novia, que jamás se casaría con un tonto como yo. Y a la noche, mientras yo no paraba de llorar, mamá también se reía y se burlaba de mí y del abuelo porque el abuelo había querido decir pistacho y yo le entendí mal y en la heladería dije vizcacha, que creo que es un bicho o algo parecido. Me hizo equivocar y pasar mucha vergüenza y esa vez lo odié mucho.
A lo mejor yo le quise hacer una broma o tal vez en ese momento me acordé de lo que había pasado y por eso. Dicen que le falló el corazón, pero yo sé. Me arrepiento y estoy pagando lo que le hice. Pero sé que el abuelo a la final va a estar orgulloso de mí.
Parece que terminaron, recién bajé, lo vi todo y volví para acá. El polvo vuela por el aire, hay tierra y pedazos de ladrillos y de maderas por todas partes, y encima un olor feo que entra en la nariz, un olor como el del baño. De la casa no queda nada sano, ya todo ha sido destruido, si hasta el techo parece que va a caerse pronto.
Además pasó otra cosa.
Papá insultó a mamá y hasta me parece que le pegó porque mamá se había encerrado en la habitación y gritaba que iba a llamar a la policía y papá de afuera le gritaba más fuerte todavía andá andá a la policía, que vengan a buscarme y que vean lo que hicimos con la casa y que nos metan presos a los dos, reverenda...
Dijo muchas malas palabras. Parecía un loco mi papá y encima está todo barbudo y lastimado en las manos. Lo cierto es que el abuelo había calculado bien la provisión de cigarrillos y yo lo había ayudado. Le di la valija cerrada y no se dio cuenta. El abuelo, además, esa tarde trajo un paquete grande y envuelto en papel de diario y me dijo que lo guardara en el altillo hasta que él volviera de Italia y me hizo jurar que no debía dárselo a nadie, que tenía que devolvérselo en sus propias manos. Él nunca había subido al altillo, así me decía y se mataba de risa, pero yo esa tarde no entendí por qué se reía.
Hace un rato me sentía mal, pero ahora estoy peor porque tenía mucha plata para cuando se me terminaran los cigarrillos y para comprar comida y coca cola pero acabo de escuchar que mi papá me llamó muy enojado. Se debe haber dado cuenta y no queda otro remedio, debo cumplir con la voluntad del abuelo y terminar de pagar la culpa que tengo.
Listo.
Ya pasó todo y puedo terminar de contar.
Bajé enseguida. No aguantaba respirar el humo que yo creía que iba ser verde pero no resultó verde ni nada parecido, una porquería resultó. Cuando llegué abajo les dije a papá y a mamá que dejaran de pelearse de una vez por todas y se hagan amigos, porque lo que ellos buscaban ya estaba todo bien quemado. A partir de ahora vamos a ser una buena familia, les dije, todos vamos a trabajar y a vivir felices en paz porque el abuelo ahora vendría a ser yo, que soy el único que heredó algo de él, porque ya me acostumbré a fumar los cigarrillos que a él le gustaban tanto y no los voy a cambiar por nada del mundo.
Al final la tos no fue tan fuerte y me sentí contento por saber tragar el humo y por ver la cara de mi abuelo que con una sonrisa me perdonaba lo que le hice en la valija y también por no llorar al bajar del altillo y ver la casa en ruinas. La casa que el abuelo construyó con sus propias manos.
© Mario Capasso
fuente: www.textos-en-escombros.com.ar
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