Un artista
n la "Hostería de la Manzana de Adán" tenían sus cuarteles unos cuantos literatos y desocupados que solían ir a filosofar frente a su bien abastecida chimenea.
Era un viejo mesón cuyas paredes morunas, blanqueadas con cal, brillaban a la luz de la luna.
Allí, entre el humo de las pipas y el chocar de los vasos, los bohemios hacían derroche de espíritu y buen humor.
Una vez, por mera curiosidad, visité dicho establecimiento.
El interior constaba de una sala en la que cabrían hasta veinte mesas.
A la luz vaga de los candelabros, advertíanse apenas los rostros de los jubilosos escritores; pero sonoras carcajadas delataban su presencia.
Recuerdo que llamó mi atención un hombre que, con aristocrático desdén, no parecía querer unirse a los demás.
La luz vacilante de un cirio la daba de lleno en el rostro, en el que ponía largas pinceladas de oro. Era alto y fino. Evocaba los lienzos borrosos de Holbein y de los maestros flamencos.
Los lacios cabellos y la barba rubia prestábanle cierto parecido con San Juan Evangelista. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, maravillosamente puros y azules, llenos de dulzura.
Estaba de pie, apoyado contra el dintel de una puerta, y fumaba lentamente en una larga pipa de porcelana alemana.
Ignoro de qué modo trabé relación con él. Como por artes mágicas me vi sentado frente a él, ante una mesa en que brillaban dos gruesos vasos de cerveza.
Fijéme, entonces, en su raído traje y en la corbata romántica, anudada con despreocupación, y pensé: un poeta.
Era un pintor.
Así me lo dijo mientras que, en el desvencijado pianillo, una mujer de grandes ojos rasgados comenzó a tocar un nocturno de Chopin.
Apagáronse los profanos murmullos.
Suavemente, con voz musical que parecía seguir el ritmo doloroso del Nocturno, mi pintor habló.
Pertenecía a la escuela de los artistas que quieren revivir en sus telas el arte muerto de Bizancio.
Con los ojos cerrados, acariciándose la barba, narró el fasto de las opulentas ciudades de Teodora.
Fue un verdadero friso, un bajo relieve, el que puso ante mis ojos deslumbrados.
Y había en él patriarcas severos, emperadores indolentes y cortesanas suntuosas, envueltos todos en el fulgor extraño de las joyas.
Los inmensos palacios de mármol y mosaicos se levantaban, piedra a piedra, en mi imaginación.
Veía el brillo de las tierras y el de los pesados anillos en las manos imperiales. Athenais... Irene... Las cúpulas de las basílicas se erigían como metálicos yelmos sarracenos.
Hechizado, lo escuchaba yo.
Este hombre era un artista. Un verdadero artista. Hablaba de su arte, de sus ideales, con religioso fervor, como puede un sacerdote hablar de su culto.
Luego, sin transición, fija la mirada en un punto inaccesible, el desconocido me contó su vida, azarosa y miserable.
A pesar de su profundo conocimiento de la historia antigua t de sus notables estudios bizantinos, el triunfo no había coronado sus esfuerzos.
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