¿O azar? Por Jorge Consiglio. Ayer a las dos de la madrugada llovía a cántaros. Corrí por Nazca hasta San Martín con la energía puesta en convocar al colectivo que me llevaría a casa. Tenía metida la cabeza en una bolsa de nailon. No llevaba paraguas. Cuando llegué a la YPF, vi un 146 casi vacío que se perdía por la avenida. Distinguí tres asientos libres. La luz interna era un resplandor agradable. Puro confort en circulación. El colectivo se planteaba (fluyendo por el asfalto húmedo) como un lugar de amparo –el único posible para mis fines– en medio de la tormenta. Un refugio perfecto, apenas menos que un útero. Tuve un primer momento de desconcierto: me quedé pasmado. Se me fue el colectivo, se me fue el colectivo, me repetía. Un hecho tan simple, un desencuentro tan desafortunado –y cotidiano– en medio de la ciudad, abría una brecha repentina de incertidumbre. Ahora, de alguna manera, todo, incluso yo mismo, era menos cierto. En este punto, hay un episodio que me viene a la memoria. Se trata del asesinato de Bruno Schulz, artista plástico y escritor polaco. Nació en Drohobycz, a pocos kilómetros de Lwów, capital de Galitzia bajo el Imperio Austrohúngaro. Provenía de una familia judía de comerciantes que no era muy apegada a las tradiciones. Como tantos otros de sus compatriotas, Schulz sufrió la despiadada persecución de los nazis. Pero es en julio de 1941, una semana después del ataque alemán contra la URSS, que pasa a ser esclavo del Tercer Reich junto con todos los judíos del lugar. Si sobrevive es gracias a la protección de Felix Landau, oficial vienés de la Gestapo. Landau no desafía la idea que el imaginario generalizado tiene de los genocidas: era perverso y contradictorio, un monstruo sutil y efectivo. En junio de 1941, integra voluntariamente un Einsatzkommando, especie de grupo de tareas que los nazis utilizaban para matar judíos, gitanos y comunistas capturados lejos de la línea de avance alemana. Ese mismo año, Landau comienza a escribir un diario íntimo en el que intercala cartas y poemas dedicados a su amada con minuciosas descripciones de las atrocidades en las que participaba junto con sus colegas de armas. De hecho, estas notas fueron utilizadas como prueba de cargo en los Juicios de Núremberg. Pero además, este nazi era amante de la pintura y de las artes en general. Y por esa razón, cuando se cruza con el talentosísimo Bruno Schulz, reconoce sus virtudes como artista y lo elige como su protegido. Una de las tareas que le encarga es la de pintar murales en las paredes de la habitación de su pequeño hijo. Ahogado de humillación, Schulz obedece; sin embargo, no se da por vencido: intenta escapar con papeles falsos y con la ayuda económica de sus amigos. El 19 de noviembre de 1942 la fuga de Schulz está madura. Esa misma noche viajará en el baúl de un auto hasta un puesto fronterizo. Abandonará Polonia en un tren de carga. Lleva una barba larga que lo convierte en lobo. Acaba de soñar con el amanecer que verá desde su refugio en el quinto vagón –hasta ese detalle está contemplado en su plan–. El auto lo esperará en un descampado a las 23 horas con las luces apagadas. Pero ahora son las 11 de la mañana. Es un día nublado. Bruno tiene el estómago cerrado; sin embargo, como está a un paso de la libertad no quiere alterar su rutina: se dirige al Jundenrat a buscar su ración de alimentos. La paranoia lo estiliza: anda erguido como un junco. En la esquina de las calles Czacki y Mickiewicz, sobre un terraplén, hay un grupo de la Gestapo. Son siete hombres. Uno mira a Schulz. Sonríe. Hace un comentario en el oído de un oficial. El tipo se dice amigo de Hitler y mide más de dos metros. Se jacta de ser uno de los hombres más altos de Alemania. Gira sobre sus talones. Le ordena a Schulz que se detenga. Le pide su identificación. Con los papeles en la mano, pregunta: ¿Es usted el perro de Landau? Con voz bien alta, Schulz responde que sí: la invocación de ese apellido le sirvió hasta ahora de salvoconducto. El oficial le pone su gigante mano albina en el hombro. Asiente en silencio. Hay algo de comprensión en sus gestos: son monedas de cinismo. Le pide que se arrodille. En esos casos, la desobediencia no es alternativa. Desenfunda una Luger. Dispara dos veces. Las heridas se superponen en la nuca de la víctima. El nombre del asesino es Karl Günther. Unos días antes de su crimen, Felix Landau había elegido al azar a dos judíos que pasaban por la calle para practicar tiro y los había matado a ambos. Uno de ellos era el dentista personal de Günther. El oficial de la Gestapo lo visitaba a diario: sufría de gingivitis. Un amigo de Bruno Schulz, que presenció su ejecución, escuchó que Karl Günther dijo inmediatamente después de disparar: El mató a mi judío, yo maté al suyo. Más allá de la inconcebible atrocidad criminal que significó el nazismo, la otra pregunta que queda abierta es cuál es el peso verdadero de lo fortuito.Destino
Busqué refugio bajo el techo de chapa de un bar. Cada tanto me llegaba una ráfaga de viento arrastrando agua. De todas formas, pude prender un cigarrillo. No soy creyente, pero en ese momento conjeturé que alguna buena razón, inabordable para mi entendimiento, había pesado para que yo perdiera el transporte. Es decir, que –aunque cada célula de mi organismo se resistiera a admitirlo– era mejor no haber subido a ese 146. Ese colectivo no era para mí. Lo perdí porque así debía ser, me dije. Y el pensamiento mágico tuvo efecto inmediato: me sirvió de consuelo. Escuché decir lo mismo a muchos amigos y conocidos refriéndose a parejas, viajes, oportunidades laborales o de otro tipo. Las vueltas del destino: si no se da es porque no era para mí, solemos decir. ¿Con qué intensidad se impondría en mi psiquismo esta idea si me enterara de que el interno que perdí habría sufrido un accidente antes de finalizar su recorrido? Falsas o no, son notables las historias que circulan después de las catástrofes. Escuché el caso de una mujer que no subió al tren de la reciente tragedia de Once porque extravió un lente de contacto dentro de su ojo. ¿Tiene que ver con el azar o con el destino?
Editado en: http://blog.eternacadencia.com.ar/
cortesia del autor
16-03-2012 | Jorge Consiglio
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