DÉJÀ VU
Desde que estoy acá, siempre sueño que hago mis necesidades en una plaza. En el sueño siento pánico: cómo puedo hacer algo tan privado a la vista de todo el mundo. Sin embargo, mientras estoy acuclillada como una perra evacuando los deshechos de la angustia que me nace en el vientre, conociendo la vergüenza de mi desnudez, de mi desprotección, de mi impotencia ante la tiranía de las tripas, observo con asombro que nadie me mira, algunos chicos juegan trepados a los árboles o a las estatuas, hay otros, a lo lejos, hamacándose; se oye la música de una calesita que no veo y de los chorros cristalinos de una fuente, varias parejas pasan a mi lado mirándose a los ojos y susurrando, mi papá vive y es un viejo leyendo al sol, aletargado, indiferente, como de costumbre, a lo que yo haga. Siempre es igual, nada es nuevo, nada deja de repetirse.
En la celda cuatro, del pabellón seis, del Penal II de Devoto en la que estoy presa de los milicos, no hay puertas entre el baño y la sala común donde veinte minas, de distintas edades y lugares de procedencia, no vemos la hora de volver a ser libres. Sospechamos que la cana le pone un purgante, bastante seguido, a la comida. Hay compañeras que resisten casi hasta reventar esta forma de tormento. Las que más aguantan son, paradójicamente, las que enseguida se quiebran en la tortura y, vaya una a saber por qué mecanismo defensivo, se niegan a entregar esa poca privacidad, ese resto de autoestima que aún les quedan. Desde mi cama, fumando un pucho que intento compartir para ayudarla a relajarse, a la “aguantadora de turno”, pienso con pena que se
añade por su cuenta un sufrimiento y que, al fin de cuentas, es otra victoria para el enemigo. Yo no sufro. En realidad se trata simplemente de un déjá vû y es bella la plaza donde todo es igual, nada es nuevo, nada deja de repetirse.
Irma Elena Marc
regalo de la autora
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