Cartas al mediodía
(a la manera de Cortázar)
Araceli Otamendi
¿Cómo empezar? ¿Por el principio, el final o por el medio? ¿Por el cuadro de Héctor Borla o por R. R? ¿Por Walter o por Anabel? ¿Por la gorda de Fellini o por quién diablos? El papel está puesto en la máquina. Sí, es hora, ya es hora de empezar a teclear, uno, dos, tres espacios. Así está mejor. Querido Walter. No me gusta. Pasan las horas y te extraño. Mucho peor. Pero debo seguir. Ella vendrá al mediodía. Desde que te fuiste, te juro, no he conocido a otro hombre. Pero si me dan ganas de llorar. A mí. ¿A quién va a ser? Aquella tarde en que nos conocimos pude sentir que había algo diferente en vos. ¿Quién lo diría de un triste marinero que recaló en Buenos Aires? Y ahí viene uno de los R. R. tan pulcro como siempre, bien vestido, con su perfume a colonia de violetas. Y debo continuar, como conclusión creemos necesario implementar el sistema en el menor tiempo posible. Así que elevamos a usted el presente informe. Me detengo. Elevamos, elevamos, como si las palabras pudieran elevarse. Pero así les gusta, me enseñaron eso. Buenos días R. Buenos días. Tantas estupideces pueden decirse en un informe, hay que justificar las funciones, tantas cosas que no tienen justificación. Y es por eso señor director que creemos imprescindible implementar dicho sistema en el menor tiempo posible para reducir tareas manuales y por consiguiente reducir los costos en un cincuenta por ciento de su valor actual. Otra mentira más, lo pone tan contento al R., después firma y se va. Ya se fue. Sigo con Anabel o con Walter. Sos el único hombre que he amado en mi vida. De verdad ¿quién lo creería? Las once y media, arranco la hoja de la máquina y me voy. El informe sobre el escritorio. Salgo a la calle, al puro asfalto y cemento de la City, la comida del comedor no me gusta, parece goma, guiso, no sé qué es. Cruzo el túnel de la Galería Guemes, entro en la librería Florida, compro "Actos de amor", de Elia Kazan, el director de cine. Tengo media hora para comer y camino rápido. El restaurant se llama El ciclista, todos los ejecutivos comen ahí, confiere estatus, hay que cuidarlo. En la calle no hay un solo árbol, todo es gris. El amarillo, único color de la calle, es el de la Iglesia de la Merced. La mesa de siempre y la comida de siempre. Dentro de un rato llegará Anabel. Abro el libro de Elia Kazán. Supuse que era el libro de cine para filmar, actos de amor. Es la historia de una mujer que se casa con un griego pero el suegro es un perverso que la persigue hasta que se acuestan. En mi bolsillo tengo la carta sin terminar, la de Anabel. Entran los R. R. Me concentro en la carta. Aquella tarde en que nos conocimos, decidí cambiar de vida ¿Por qué no? Si no doy más. ¿Los gatos no tienen siete vidas? ¿Por qué no darse una oportunidad? Llegué a pensar que las horas se alargan cuando vos no estás. Eso lo piensa cualquiera, menos R. R. Se sumergen en la conversación, pero no tanto, un cóctel de tasas flotantes, plazo fijo ajustable con cláusula dólar, no sé qué otras yerbas más, tratan de enterarse a dos mesas de distancia, quieren saber qué leo. Sospechosa. Cualquiera que intenta salirse de los sistemas y de los números es sospechosa. Como aquél día cuando uno de los R. jugando con un dupont de oro me dijo: ¿Y por qué te gustan tanto las novelas? ¿Y a vos no?, le dije, y se quedó pensando, entrecerró los ojos de pescado, fijó la mirada en la aburrida pared de enfrente y contestó: Sí, sí, claro. Después que el mozo apareció con el café ya era casi la hora y Anabel no había llegado. Por favor contame, describime qué hacés en el puerto de Hamburgo.
El marinerito le había dicho que había trabajo para ella en Saint Pauli. Y por la puerta de la esquina apareció Anabel, lucía un tapado de piel hasta el suelo, las piernas descubiertas, apenas vestida con una minifalda, la cara muy pintada, casi una mascarita de carnaval, arañas de rimel en los ojos oscuros, bermellón en los labios. Se sentó frente a mí. Los dos R. miraban. Dentro de un rato vendría la pregunta: ¿Quién era esa vivorita que estaba en tu mesa? En lugar de decirle qué te importa, le diría: Una conocida y cambiaría de tema. Anabel pidió una botella de agua tónica con hielo y me dijo con aire inocente: ¿Ya está? No era un biscochuelo, una torta que se pone en el horno a cocinar, había que seguir escribiendo. Le entregué el borrador, mientras tomaba el segundo café y ella leía. Pensé cómo diablos esta mujer había hecho para que yo contestara su carta. Había sido un día de esos en que todas las mesas se ocupaban y yo, concentrada en un libro me había sobresaltado ante la pregunta ¿puedo sentarme? Y sí, claro, sientesé, le dije. Y ahí empezó la historia, el marinero, la carta, me imaginé al marinero jadeando a su lado, emborrachándose con cerveza en el puerto, una carta mentirosa después y por último el olvido. Ella seguía creyendo y él le ofrecía trabajo de prostituta lujosa en el puerto de Hamburgo. Recordé a Sor Juana Inés de la Cruz, por aquello de "hombres necios". Como aquél taxista que me llevó a casa el otro día , hablábamos del frío, la lluvia, el viento y comentamos el partido de la noche anterior, hasta que pasamos por un hotel alojamiento. Parada en la puerta había una gorda inmensa como aquél personaje de Amarcord. La cara de muñeca Betty Boop ajada por los años, rulos rubios, pintarrajeada como una puerta, las piernas eran dos cilindros, apenas cubiertas. Casi diría que parecía el doble del personaje de Fellini en Amarcord. La gorda esperaba bajo la lluvia algún cliente y enseguida el chofer del taxi me dice: Mire, esa gorda, ¿ve?, ¿a quién va a enganchar?, ¿quién se va a acostar con ella? A mí me daría asco. Y debe cobrar bien, e hizo el cálculo de cuánto ganaría. ¿Y las enfermedades? El hombre hablaba y hablaba. Lo vi por el espejo, los ojos le brillaban como un animal escondido en la madriguera. Habíamos llegado a casa. Me bajé y antes de entrar a casa vi cómo giraba el auto y enfilaba para el hotel donde habíamos visto recién a la gorda. Y Anabel se reía, me dijo que le gustaba la contestación y que muy pocas veces había estado enamorada como lo estaba de Walter. Ya casi era la hora de volver. Los dos R. Se retiraron al unísono. Chau, hasta luego. En minutos volveríamos a vernos las caras, yo, una empleada, ellos, los gerentes. Me despedí de Anabel, en mi bolsillo llevo la carta sin terminar. Faltan cinco minutos para volver a la oficina. Cruzo la calle, entro en "La casa de Antonio Berni". La rutina dentro de la rutina se llama subrutina. Entonces esta era la subrutina del mediodía dentro del sistema de mi vida. Miro los cuadros de Héctor Borla tan realistas. Había que volver a terminar el informe. Y por consiguiente señor director, estoy harta de escribir tantos correctos informes. Harta del gris y harta del teléfono. Por consiguiente señor director prefiero sentir el perfume del óleo, navegar en el barco del cuadro vecino al de Borla, escuchar el rugido del tigre que está detrás. Todo es tan simple señor director, tan simple y tan complicado al mismo tiempo. Las tasas líbor subieron medio punto, la algarabía de algunos debe haber aumentado también y yo estoy aquí señor director, tratando de contestar la carta de Anabel.
© Araceli Otamendi – Todos los derechos reservados
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