POR ALEJANDRA LAURENCICH
Ella me está hablando. La tengo cerca, siento su olor a cigarrillo. Pregunta algo y se queda mirándome. Pero no me da tiempo a responder y sigue. Casi no escucho lo que dice. Veo sus ojos enormes, fijos en los míos. Dos lagos verdes en un día ventoso. Lagos encrespados. Pensar que cuando era bebé y hasta más o menos el año parecía que esos ojos serían siempre celestes. Hasta una canción de cuna que yo le había inventado sobre la música de Run run se fue p'al norte los nombraba así: Ay qué linda que es mi Jazmincito, con sus ojos celestitos. Rubia y de ojos celestes decían en la clínica. Quién es la mamá de la muñequita. A veces, a la noche, recuerdo esa nana y me digo: qué ocurrencia, usar ese tema de Violeta Parra para cantarle a un bebé. Y pienso sobre qué otras canciones podría haber inventado la nana. A la noche siempre pienso cosas sin sentido. Quiero decir, cosas que no sirven para nada. En vez de ocuparme de pensar a quién puedo pedirle plata para pagar el alquiler, o cómo decirle a Zelma que por ahora voy a prescindir de su ayuda, hasta que mejore la cosa, o un menú práctico y económico para la semana, o así; imagino pavadas. Anoche por ejemplo, imaginé que venía un tsunami y arrasaba con todo. Sé perfectamente que no vivimos en zona volcánica. Que a esta ciudad a lo sumo puede llegar una sudestada. Y eso en invierno, cuando hay viento del este. Pero anoche imaginé que venía un tsunami. Y me vi a mí misma aferrada a un poste de la luz bajo el agua haciendo fuerza para no soltarme porque con la otra mano apretaba el brazo de ella. La había podido ver bajo el agua barrosa, el pelo rubio ondulando como el de una sirena. Se la llevaba la corriente. Manoteé en el agua hasta encontrar su brazo y grité: ¡Te tengo, hijita, te tengo! Y de a poco la fui acercando, había que hacer mucha fuerza porque el agua embestía cada tanto, y ella ya es grande, y alta, no como yo. Me temblaba el cuerpo, y el de ella también temblaba, y finalmente pude abrazarla contra mí; y como un mono con su cría subí por el poste de luz hasta que vi el cielo y saqué la cabeza del agua y ella dio una bocanada grande de aire. Y nos quedamos así, las dos, hasta que todo pasó. Nos habíamos salvado. Mami, decía ella, como me decía antes, cuando era chiquita. Mami. Y lloraba de emoción. Y yo le decía: No hables, linda, no llores, tratá de respirar. Pero era yo la que lloraba anoche cuando pensaba todo eso, no sé para qué imagino esas cosas si después me da como una angustia. Y tengo que pensar otra vez en pavadas para poder dormir. Qué poste de luz, me digo, si hace años que no hay postes de luz en la vereda. ¿O sí? Y ahí me entra la duda y me pongo a pensar dónde están los postes de luz en nuestra cuadra. Y me dan ganas de salir a la calle, en camisón, a comprobar la ubicación de los postes de luz -si es que los hay- como si de ellos dependiera nuestra suerte, la de mi hija y la mía. Es así. No puedo evitarlo. Sucede cada noche, cuando cierro los ojos. Los sonidos se van a apagando y sólo quedan los gatos en la oscuridad, andando por los techos como ladrones. Antes, cuando recién me separé, me daba mucho miedo escuchar esos golpes arriba. Después me fui acostumbrando a que nada pasara, sólo golpes. Sonidos que me acompañan en la madrugada mientras sigo esperando que ella vuelva, que se abra la puerta, el ruido de sus zapatillas arrastrándose por el pasillo hasta el baño, la luz de su cuarto encendiéndose y luego la puerta que se cierra. Hay días en que lo único que espero es que llegue la hora de dormir, apagar las luces, cerrar las persianas e ir a la cama. Qué pasaría, me pregunto a veces, si viniese de pronto una catástrofe, una guerra como la de Bosnia, por ejemplo. De una semana para otra los vecinos o amigos se convierten en enemigos. La frontera puede estar acá a la vuelta, en el kiosco de Berta. Todo convertido en escombros. Ya no hay verdor de plantas, ni color en las cortinas o los muebles, todo es gris, hasta el cielo. Olor a pólvora y mugre en el aire. Imagino que nos encerramos en el sótano. Donde ahora guardo las cajas vacías de electrodomésticos, las latas de pintura, los juguetes viejos. No tiene más de sesenta centímetros el sótano - y eso después, seguro, va a ser un buen motivo para distraerme, en sesenta centímetros jamás podríamos caber, menos ella, con sus piernas largas. Pero en la guerra que yo imagino nos sirve de guarida cuando entran los soldados. Jazmín y yo estamos abrazadas y cerramos los ojos cuando escuchamos los pasos sobre nuestras cabezas, el polvo de las rendijas cae a cada pisada sobre nuestro pelo seco y lleno de piojos, porque en las guerras hay piojos, y tifus, y tenemos la boca seca y cuarteada de sed, como tenía mi abuela esa vez que debía arrastrar la carreta hasta Lubjana, quince años y una sed que le quemaba el cuerpo y se agachó y tomó agua de la zanja. Tifus, malaria, delirios en cuatro idiomas fronterizos, en un hospital de campaña. Por eso no le dejo tomar agua de la zanja a Jazmín, porque sé que en una guerra el agua se contamina. Ni ella ni yo nos quejamos, estamos abrazadas, muy fuerte, bajo el piso del comedor, y ya no nos dan miedo las telas de araña que son como una caricia cuando se mecen con el aire que provocan los pasos de los soldados en nuestra casa. Hemos escuchado que se cometen barbaridades contra las mujeres solas, y sobre todo si son lindas. Jazmín es hermosa, siempre lo fue. Quién es la mamá de la muñequita, decían las enfermeras y las doctoras cuando ella nació. Tal vez cuando se van los soldados, cuando todo queda en silencio, abrimos un poco la tapa del sótano y compartimos la colilla de cigarrillo que han dejado, aplastada bajo la huella barrosa de una bota. En el silencio escucho el ruido de las tripas de ella. Y pienso tengo que ir a buscar algo para comer. Algo, pienso. Tengo que encontrar algo para mi hija. Y recuerdo que hace una semana Berta dijo que tuvo que sacrificar a su perro y enterrarlo en el jardín. Una semana no es mucho tiempo, me animo mientras escucho el toque de queda y el golpeteo de un helicóptero y más allá, como a la altura de la escuela de inglés, los gritos de gente que ha sido descubierta. Ella me mira con sus ojos verdes en la penumbra, iluminados apenas por la brasa de la colilla. Voy a traer comida, le digo. Y le doy instrucciones por si no vuelvo, pero sé que tengo que volver, porque ella es mi pichoncito y la dejo en el nido. Quién ha visto a un pájaro abandonar a su cría. Y entonces me veo corriendo por la calle, como cuando era chica y jugaba a las escondidas, a tocar piedra, no había quién me ganara en eso, piedra para todos mis compañeros; corro y esquivo montones de escombros, pedazos de techos y vidrios, paredes destrozadas por las bombardeos, sigo corriendo y doblo la esquina, veo el boquete que ha quedado en la pared de la casa de Berta, y busco el montículo de tierra removida, me arrodillo en el barro y empiezo a cavar, y todo me tiembla, las manos, el cuerpo, creo que me va a explotar el corazón cuando doy con algo blando y peludo, necesito un cuchillo me digo y luego así, estoy otra vez en el sótano. ¡Llegaste, mami! me dice ella y no le importa el olor a carne muerta, Qué esperabas, pichoncita, le digo y masticamos y nos reímos, pedazos pequeños cortados con el cortaplumas. Se hace duro tragarlos sin líquido, pero cómo calman el dolor. Se queda dormida después, entre mis brazos que la acunan, en una posición incómoda por el poco espacio, pero juntas, puedo oler el pelo de ella cerca de mi boca, y su respiración lenta y satisfecha. Un día más la he podido alimentar, gracias a Dios. Como cuando era bebé y había aumentado tanto, sólo con el pecho. Y otra vez siento las lágrimas que bajan por mi cara seca y le mojan la frente lisa, de adolescente. Busco el pañuelo bajo la almohada y me sueno con ruido. Me lo guardo en el puño del camisón y miro la hora. Las cinco menos cuarto y todavía no volvió a casa. Trato de distraerme con alguna otra pavada, de quitarme la angustia que me ha dejado la escena de la guerra. Qué tonta, soy, me digo, si ella hace cuatro años que es vegetariana. Por qué no pude ir a buscar alguna planta que hubiese quedado viva en un jardín. Cómo se me ocurre traerle carne de perro. Ahí mismo, en lo de Berta, debe haber aloe, y el árbol de paltas, pero cómo no me di cuenta, y pienso si en una guerra dejarán en pie los árboles frutales, o también los derribarán como a enemigos. Esas son las cosas que pienso por las noches, ridículas, complicadas, siempre con final feliz.
Vuelvo a mirar sus ojos verdes. Encrespados.
-Decí algo- grita ella. La boca asqueada.
¡Hablá de una vez, carajo! ¡Qué te quedás así!
Tengo las manos calientes. Ganas de pegarle un cachetazo. Pero me contengo. Alguna vez lo hice y ella me golpeó más fuerte. No quiero volver a pasar por eso. No sé cómo hacerla callar.
-Andate a la mierda si querés- tengo la voz ronca, débil. Ella asiente, victoriosa. Tengo que detenerla. -Pero sabé que si atravesás esa puerta no vas a volver a entrar- le grito.
Parece que mi amenaza dio resultado. Me mira incrédula. Descolocada. Estoy por alzar los brazos para apretarla contra mí. Pero ella descubre mi gesto y sonríe. Con odio. Se agacha. La veo agarrar el bolso y darme la espalda. El pelo rubio y largo le cae sobre los hombros. Sin detenerse abre la puerta y se va. El portazo queda haciendo eco hasta apagarse. Me apoyo en el sillón. Lenta y silenciosa me deslizo hasta que las rodillas tocan el suelo. Ya no hay nada entre nosotras, me digo. Pero quizá esta noche pueda imaginarla junto a mí.fuente: www.revistafledermaus.com.ar/Numero_6/Nota_2.htm
con la autorizacion de la autora
BOSNIA SOBRE LA ALMOHADA
|
Recherche d'articlesArchives par mois
liens amis
|
Derniers commentaires
→ plus de commentaires